La moneda siempre fue compañera del Imperio

Artículo para El Basilisco.

La moneda siempre fue compañera del Imperio (Luis Carlos Martín Jiménez, El Mito del Capitalismo. Filosofía de la Moneda y del Comercio, Pentalfa, Oviedo 2020).

El Basilisco. Revista de materialismo filosófico. Número 55 (2020).

https://fgbueno.es/bas/bas55g.htm

Distinciones político-religiosas. Religión, integrismo, fundamentalismo y terrorismo

Artículo para Posmodernia.

20 de Febrero.

Diferencia entre integrismo y fundamentalismo religioso:

Aprovechando que nuestro último artículo estuvo dedicado a realizar una esquemática exposición de la doctrina materialista sobre la religión, hemos creído conveniente dedicar unos párrafos más a temas relacionados con la religión, la política y nuestro presente. Unos párrafos que dedicaremos a hacer unas pequeñas distinciones para poder diseccionar fenómenos religiosos y políticos de nuestro presente. Uno de ellos, muy claro, es el concerniente al terrorismo islámico desatado en Europa hace unas décadas. Recordemos que debido a ello España se encuentra, aunque ya se nos haya olvidado, en alerta antiterrorista nivel 4, casi el más alto. Podemos recordar también sucesos trágicos como los atentados ocurridos en Madrid y Barcelona o más recientemente, hace apenas meses o semanas en algunos casos, en países como Francia, Inglaterra, Bélgica o Austria.

Es por ello que muy a menudo oímos y leemos en la prensa las palabras integrismo y fundamentalismo religioso, pero es muy posible que haya quien piense que son lo mismo a pesar de que son dos cosas bien distintas. Carlos Martínez García, en un pequeño pero claro artículo[1], señala que el integrismo (definido como la disposición a practicar las enseñanzas religiosas en cada aspecto de la vida cotidiana) es un fenómeno panóptico, es decir, que todo lo envuelve (en la vida de la persona o grupo humano integrista, y en algunos casos políticamente también). El integrismo, por tanto, sanciona cada pensamiento y cada conducta de los individuos y los grupos en función de una normativa, de un canon bien establecido por ejemplo por los intérpretes de los textos sagrados, sean religiosos y/o políticos. Siendo así, la intolerancia respecto a otros cánones o normativas sería otro de los rasgos lógicos y propios del integrismo. Es una situación típica de las sectas.

El fundamentalismo, aunque hoy se asocie directamente con la religión musulmana ya que, como hemos mencionado, lo solemos escuchar en relación a los movimientos terroristas musulmanes, tiene realmente su origen terminológico en el cristianismo protestante. Más concretamente, el fundamentalismo debe su nombre a una reacción dentro del protestantismo conservador estadounidense. En una conferencia que tuvo lugar en las Cataratas del Niágara el año de 1895, los asistentes concluyeron sus discusiones sintetizando la doctrina fundamentalista saliente en cinco puntos, los cuales consideraban fundamentales –y de ahí el término– para la fe cristiana. Estos son: 1. La inerrancia de la Biblia; 2. El nacimiento virginal de Jesús; 3. Su muerte en la cruz, sustituta y salvífica en favor de los pecadores; 4. Su resurrección corporal; 5. Su inminente retorno a la Tierra. Un tiempo después, a principios del siglo XX el ala más conservadora del protestantismo norteamericano, que no es poco conservadurismo, produjo una serie de libros que recibieron el nombre de The Fundamentals. ¿Y a santo de qué esta reacción? A santo de que los fundamentalistas vieron necesario fijar unas verdades fundamentales del cristianismo frente a los avances del ala liberal protestante, que venía cuestionando o negando, en un alarde de modernidad y progresismo, la dimensión sobrenatural de algunas enseñanzas bíblicas. Sin embargo, como tantas veces ocurre, el fundamentalismo no es algo que se iniciase propiamente a finales del siglo XIX, pues tiene una raigambre mucho anterior. Aunque sí es en este momento cuando se conoce a esta postura ante los textos religiosos con ese nombre.

Fundamentalistas hay, como nos recuerda Carlos Martínez García en su pequeño artículo citado, en todas las religiones, pero esto no tiene tampoco por qué ligarse necesariamente, a pesar de las resonancias periodísticas, a posturas agresivas, violentas o hablar de imposiciones a quienes tienen otras creencias y prácticas. Antes al contrario, no es extraño que se predique de aquellos grupos cerrados que se creen en la posesión de la verdad suprema a través de una revelación privilegiada y que, por ello, establecen una diferencia entre ellos y el resto de la sociedad, diferencia que sólo podrá paliarse si los otros asumen las mismas «verdades». En esos grupos fundamentalistas a menudo no se entra tanto por el proselitismo del grupo –como puedan ejercer por ejemplo los testigos de Jehová–, aunque también, como por la sincera conversión, es decir, que entrar en el grupo fundamentalista supone un fuerte compromiso del nuevo creyente, que tiene además la tarea de difundir la doctrina del grupo por el bien de la humanidad. Es lógico, si esas verdades que posee el grupo son tan verdaderas y fundamentales, sólo quien esté en ellas podrá salvarse. El resto simplemente están muy equivocados y condenados mientras no acepten los fundamentos verdaderos que se le ofrecen.

Es por esto por lo que integrismo y fundamentalismo se confunden a menudo. De modo que, tras lo dicho y siguiendo también la aclaración que ofrece Umberto Eco[2], podemos distinguir el fundamentalismo del integrismo entendiendo por integrismo a aquella posición religiosa y/o políticaque persigue hacer de ciertos principios de fe, sean o no religiosos, un modelo omniabarcador de la vida social y política, así como la fuente de las leyes del Estado. En este sentido son integristas organizaciones católicas como El Yunque, en Méjico, el finado Osama Bin Laden y su grupo al-Qaeda, el autodenominado Estado Islámico[3]o la Coalición Cristiana, una organización «ultraconservadora» estadounidense. De modo que podemos concluir que todo integrista es fundamentalista, pero no todo fundamentalista es integrista.

Dos tipos de integrismo:

Pero podemos ir un pasito más allá en el embrollo, ya que entre los integristas cabe hacer una diferenciación: aquellos integristas que buscan universalizar al conjunto de la sociedad –a toda la Tierra, en su límite– sus convicciones por vías no violentas y los integristas violentos que llegan a sacralizar –o lo que es lo mismo, a justificar sin límite alguno– las acciones destructivas para atacar a sus adversarios, esto es, a todos aquellos que no acepten los principios fundamentales que les son ofrecidos, adversarios que son presentados como el supremo mal y ante el que son válidos todos los medios, incluso el propio sacrificio o el de aquellos que viven en el error. De esto, obviamente, se derivan acciones bélicas y/o terroristas, que son concebidas como formas necesarias para enfrentarse a lo previamente satanizado y tenido por infiel. Por ello afirma Gabriel Albiac que «en el absoluto del sacrificador (aquel que da muerte sagrada), sólo hay la acción (el sacrificio, el propio como el ajeno) o la nada. No existe, tal vez, ascética tan depurada como ésa: existir es aniquilar»[4]. Esto es lo que diferencia, a su vez, a los terroristas integristas de otros tipos de terrorismo.

Terrorismo:

¿Pero qué podemos entender por terrorismo? Debemos aclararlo también para no perdernos en la madeja. Pues el terrorismo cuenta con unas características mínimas para ser tal a pesar de que, después, podamos distinguir, como acabamos de decir, entre terrorismo integrista y no integrista.

El terrorismo tal y como lo conocemos hoy se inicia esencialmente en el último tercio del siglo XIX –un ejemplo muy claro puede ser el terrorismo anarquista–. Se trataba de un tipo de terrorismo que tenía como fin derribar a un poder que se estimaba autocrático, y que hoy encuentra su última (y quizá más cruel) vertiente en el terrorismo islámico. Aunque podríamos decir, parafraseando a Ortega y Gasset, que como toda historia tiene su prehistoria es posible encontrar terrorismo en épocas anteriores. Y es que, como pasa con tantos otros fenómenos, las formas de terrorismo suelen estar ligadas, por un lado, al momento histórico, y por otro a los fundamentos doctrinales de la organización o el terrorista que lo practica.

Pero cuando nos acercamos al terrorismo religioso encontramos un matiz que no tienen otros tipos de terrorismo. Y es que un componente fundamental del terrorismo de raíz religiosa, en general, es su fanática convicción de que el acto destructivo se realiza en cumplimiento de una misión divina. Por lo tanto el fundamento y justificación de estas acciones terroristas, sean cuales sean sus costos y resultados, es la  divinización  de la encomienda, de la misión destructiva. Por ello para el terrorista integrista violento y religioso la negociación con el enemigo, el infiel, es descartada desde el principio. El que no cree ha de ser sometido, por ser incapaz de aceptar la verdad o incluso en defensa propia, ya que esa no creencia del otro es un ataque a la verdad fundamental revelada que el terrorista enarbola. No es infrecuente que a todo esto se le añada una visión apocalíptica de las relaciones sociales y políticas. Visión apocalíptica que también sirve para legitimar el uso de la violencia y que impide, además, por la gravedad de la situación en que supuestamente se está, la negociación con el enemigo.

Ante esto debemos hacer otra escueta precisión. Porque los ataques violentos pero esporádicos y aislados, aunque estén motivados por un sentido de misión religiosa, no podríamos catalogarlos fácilmente como terrorismo. Puede que en algunos casos requieran más bien una catalogación psiquiátrica. ¿Y esto por qué? Porque para ser considerada terrorismo, la acción destructiva requiere que el ejecutante, que puede ser un personaje aislado o puede pertenecer a una organización, deje una impronta, firma o huella de su acción que declare a los atacados el motivo del ataque. Además, como segunda característica para hablar de terrorismo, la sucesión de actos de violencia destructiva ha de alcanzar cierto grado de intensidad, pues se trata de una táctica preferentemente aunque no exclusivamente política, que consiste en la ejecución seriada y sistemática de acciones de violencia. Estas dos primeras características del terrorismo nos permitirían descartar el uso de la expresión «terrorismo de Estado», ya que dado el caso en que un Estado se viese obligado a eliminar a algún elemento de su propia sociedad u otra ajena, habrá de mantener en todo momento el secreto de la operación y, además, no se trataría de un recurso seriado y con una intención permanente.

Además, otra característica del terrorismo es que la finalidad del terrorismo no es únicamente vencer por las armas, sino también, hasta que ello sucede, si sucede, producir un profundo desgaste moral y psicológico. Con las sucesivas, sistemáticas y manifiestas acciones terroristas se pretende minar la resistencia del atacado (o los atacados) y dar lugar a un permanente estado de terror e inseguridad. Por ello debemos atribuir al terrorismo la capacidad de sorpresa y de causar terror en aquellos que son atacados. Pues sin ese terror no habría terrorismo. Con lo que, y esta es la última característica del terrorismo, los atacados, al aterrorizarse y no responder al ataque, se convierten de algún modo en cómplices objetivos del propio terrorismo[5]. Si ese terror y complicidad de los atacados no se produjera y estos reaccionaran a su vez contra sus atacantes no podríamos hablar de terrorismo, por más que intencionalmente los atacantes pretendieran realizar un acto terrorista.

Por todo ello podemos decir que el terrorismo religioso es de naturaleza política –entre otras cosas también por la dimensión social de la religión–, pero, aunque también lo es, no es sólo político. Y eso puede verse tan sólo si se observa el lenguaje empleado por los terroristas en sus proclamas y justificaciones –muy diferentes, por ejemplo, a las que puedas ser empleadas por la banda terrorista ETA–. Su lenguaje, las referencias doctrinales que usan para justificar sus acciones y sus fines descansan en principios religiosos, principios que sin embargo se ocultan a menudo en la prensa (los motivos por los que esto se haga que cada cual trate de juzgarlos como mejor sepa).

Terrorismo en el cristianismo, en el judaísmo y, sobre todo, en el islam:

Como ya hemos dicho, a pesar de que no sea lo más difundido el cristianismo no es del todo ajeno –sólo hay que echar un vistazo a un libro de historia en Europa– al uso de la violencia, en un principio, y al terrorismo después. Si bien, aunque esto es así, y aunque no excluye a veces la posibilidad de derivas integristas y de fundamentalistas, como ya hemos visto, también es cierto que, tras las largas y arduas elaboraciones doctrinales, el mensaje de paz evangélico cristiano impide una conexión directa con el terrorismo, ya que se promulga ante todo el amor y la paz evangélica. Precisamente, desde esta doctrina, es en la violencia ya ejercida por los judíos en el sacrificio de Cristo en la cruz, y la redención de todos los cristianos que esta supone, lo que permite la separación de la violencia y la práctica del sacrificio cristiano –además del hecho, desde el punto de vista cristiano, de ser Dios el dueño y señor del alma y del cuerpo, por lo que sólo a Él compete determinar su final, no al sujeto cristiano; sólo por un acto de caridad cristiana para salvar a otros es posible ofrecer sin pecado el propio sacrificio–. Aunque, como siempre ocurre en estas arqueologías textuales, en los mismos escritos conservados del apóstol San Pablo se pueden encontrar afirmaciones de fuerte rechazo al no creyente, lo que después llegará a servir para legitimar la violencia sobre él. Además, la valoración positiva de la muerte en el martirio abre una vía que permite la lucha contra el infiel. Sin embargo la diferencia con el Islam es importante. Mientras que en el cristianismo ese recurso a los orígenes y los textos sagrados no está exento de rasgos violentos, también proporciona abundantes argumentos en contra de la acción violenta y la necesidad de la conversión por la palabra, pero en el Islam esto no está tan claro –y menos con las normas de lectura que rigen El Corán–. Sobre todo desde posturas como el salafismo, esto es, un tipo de integrismo islámico que promueve el retorno a los orígenes (la llamada época dorada, que abarca hasta el cuarto gobernante posterior a Mahoma), y que constituye hoy la premisa para la exaltación de la yihad (que no sería propiamente terrorismo, sino, como la palabra indica, guerra contra los infieles) y de movimientos políticos islamistas como los Hermanos Musulmanes, un grupo decisivo a partir de los años 40 para la historia de Egipto y otras partes del mudo coránico.

Esta unión entre el recurso a la violencia y la fe, además de en el cristianismo y el islam es algo que puede encontrarse en algunos aspectos del judaísmo. Los códigos de comportamiento judíos, sobre todo en sus versiones más integristas, incluyen la aceptación e incluso la imposición de la práctica de la violencia tanto contra los propios judíos que no cumplen los preceptos como contra los no creyentes. Aunque esto en la actualidad ya no tiene apenas fuerza, como sí la tenía en los tiempos de rey David, por ejemplo, y por tanto no se lleva a la práctica de una manera tan estricta, mucho menos contra los no judíos. En cualquier caso, lo que es innegable es que desde el libro del Éxodo al Libro de Josué la literatura sagrada judía cuenta con abundantes ejemplos de esta conexión entre violencia y fe que comentamos.

Por su parte el islam, a diferencia de cristianismo y judaísmo, es una religión que no es ya que contenga preceptos o conexiones que puedan llevar en sus versiones más integristas al ejercicio de la violencia contra el infiel, es que sistematiza el uso de la violencia como medio para alcanzar la victoria de la fe. Esta peculiaridad del islam viene de la división que hay en la propia vida de Mahoma entre la etapa de predicación o admonición en el periodo de La Meca y la etapa del esfuerzo bélico por la causa de Alá (o sea, la yihad). Etapa esta última en la que adopta la postura del profeta armado, haciendo de la guerra o la lucha armada el medio con el que conseguir la victoria de la verdadera religión. Como hemos dicho antes, es el carácter sagrado de la causa de Alá lo que legitima el uso ilimitado de la violencia por parte de la umma (el pueblo elegido de creyentes, cuyo objetivo es la hakimiya o soberanía de Alá en la Tierra)[6].

Por tanto, con raíz en esta división de la vida del propio Mahoma hay, por llamarlo así, un islam no violento con un completo orden teológico –aunque en éste no siempre haya manifestaciones en contra de la violencia–, y un Islam fundado principalmente en la yihad que puede ser utilizado en todo momento –como vemos en nuestros días–. Y así ha sido desde la fundación de esta religión, tanto entre las mismas facciones islámicas, en continua disputa, como fuera del islam.

Esto es así porque otra peculiaridad de la religión islámica es que, al apoyarse en una revelación única, revelada por el mismo Alá en lengua árabe, con un único transmisor o mensajero y rechazar todo tipo de innovación, dado que es un mensaje directo de la divinidad y no el testimonio posterior de evangelistas, se favorece ante cualquier tipo de situación de crisis la posibilidad de un salto de nuevo hacia los orígenes, lo que justifica de nuevo el uso de la violencia. Este es propiamente el rasgo más destacado del fundamentalismo islámico, la constante vuelta a los orígenes; unos orígenes que son tenidos como un momento perfecto, armónico, y que hay que recuperar como sea. El fundamentalismo islámico se inscribe entonces en lo que los especialistas llaman una arqueo-utopía, que consiste en oponer los modos de vida islámicos tal y como se dieron en los tiempos de la fundación (este es el salafismo), a la perversidad de Occidente y sus modos de vida actuales. Vemos así cómo rápidamente del fundamentalismo se pasa al integrismo. Se trata de una idealización del pasado que invita a ver, desde la esa perspectiva, que todo momento pasado fue mejor. La lógica conclusión es que hay que recuperar ese pasado esplendoroso para que se haga presente, si Alá quiere. La vida actual debe estar regida como entonces para gloria del islam –cuyo significado es, por cierto, sumisión–. Esta es la ideología básica que envuelve el fundamentalismo islámico y justifica todo ataque terrorista actual.

Es más, aunque hay quien quiere minimizarlo u ocultarlo, quizá con el fin de no causar una confrontación, es indudable que los actos de Mahoma en su etapa de profeta armado ofrecen un perfecto manual de uso sistemático de la violencia y el desprecio absoluto de cualquier tapujo ético ante la elección de los medios para obtener la victoria. En la causa de Alá todo medio está justificado por el fin. Se llega incluso a proponer códigos de comportamiento calificables de terrorismo, códigos que son usados hoy –sobre todo después de las intifadas iniciadas por Yasser Arafat–. De hecho, Mahoma recomienda repetidamente la eliminación de todos aquellos que se opongan a sus designios por el motivo que sea. Y presenta el acto de eliminación del opositor como un servicio a Alá. Esto justifica y normaliza tanto los ataques a los creyentes de otras religiones como los ataques a los que se opongan a la violencia dentro del mismo islam, pues dado el carácter proselitista del islam, como en el cristianismo, todo musulmán, por el hecho de ser musulmán, tiene como misión la difusión del islam, de los verdaderos fundamentos de la verdadera religión –por generosidad, ya que se considera algo bueno para todos– por un medio u otro, pacífico o violento.

Concluimos. A pesar de que hemos tratado muchos puntos que sabemos que son polémicos e incluso discutibles, esperamos en cualquier caso haber contribuido un tanto a clarificar todos estos conceptos y haber levantado el interés en los lectores por estos temas, tan importantes para nuestro presente.

Vale.


[1]Carlos Martínez García, Integrismo y fundamentalismo, en la sección de Opinión de La Jornada, 14 de marzo de 2018.

[2]Umberto Eco, «Definiciones lexicológicas», La intolerancia (VV.AA), Ediciones Granica, Barcelona, 2002, pág. 16.

[3]Para profundizar brevemente en esta expresión, Estado Islámico, así como en la propia historia del islam y su relación con la violencia, la yihado el terrorismo –de lo cual daremos cuenta al final– recomendamos consultar el libro El Estado Islámico. Desde Mahoma hasta nuestros días, de José Manuel Rodríguez Pardo.

[4]Gabriel Albiac, Diccionario de adioses, Ed. Confluencias, 2020, págs. 132-133.

[5]Para un análisis más profundo que la brevísima exposición aquí ofrecida de las características del terrorismo y de los fenómenos religiosos recomendamos consultar el libro La vuelta a la caverna. Guerra, Terrorismo y Globalización, de Gustavo Bueno Martínez.

[6]Para una comprensión rápida y clara de esto que estamos diciendo recomendamos de nuevo el libro antes mencionado de José Manuel Rodríguez Pardo.

¿De la lucha de clases a la lucha de colectivos?

Artículo para Posmodernia.

14 de enero de 2021.

No es difícil ver cada día surgir nuevas reivindicaciones de gran importancia social y política, al parecer, en multitud de foros; desde los parlamentarios a los editoriales, los diarios digitales y hasta las redes sociales, lugar donde los políticos gustan de hacer política, o al menos propaganda. Y también es raro el día en el que no surge una discusión crucial y viral acerca de dichas reivindicaciones o de la maldad de los opositores a las mismas. Discusiones en las que tirios y troyanos, amigos del diálogo que cuentan con opiniones de gran fundamento, se entretienen día sí día también a falta de otra cosa mejor que hacer.

En dichas reivindicaciones, desde hace ya algunos lustros, van tomando un papel cada vez más relevante los llamados colectivos sociales (reivindicativos los llamaremos nosotros para no confundirlos con otros posibles colectivos, como puedan ser, por ejemplo, los colectivos estadísticos). Estos «nuevos» grupos, que han entrado en nuestras sociedades modernas socialcapitalistas y se han multiplicado con el pasar de los años, han sido regados con dinero público. A pesar de ello no son muchos los que se ha planteado en profundidad de dónde vienen estos colectivos –¿quizá una nueva estrategia del imperio dominante, o quizá del llamado neoliberalismo para debilitar los Estados y las sociedades?–, cómo han aparecido, por qué surgen o qué incidencia han tenido y están teniendo en la estructura social y política española; aunque podemos ver, y por eso hablamos de ello, que no es poca. Mucho menos se ha estudiado la estructura lógico-material de dichos colectivos y en qué se diferencian de las llamadas clases sociales.

En este pequeño escrito no vamos a abordar todas las cuestiones necesarias, como las que acabamos de apuntar. Esto requeriría de amplios, largos, debatidos y costosos estudios sociológicos, políticos, históricos, psicológicos, económicos y/o filosóficos. Pero sí queremos esbozar al menos, tentativamente y a falta de una explicación mejor, una propuesta para intentar entender su estructura lógico-material y la incidencia que, precisamente por su estructura, pueden tener en nuestras sociedades. Y hablamos de su estructura lógico-material porque somos conscientes de que se podría abordar esta temática desde el punto de vista de la lógica formal (que habría que entender desde el materialismo formalista), recurriendo por ejemplo a la lógica de clases. Pero a pesar de que tendría su virtualidad formal hay una razón para que no lo hagamos así –además de por cuestiones de espacio–, a saber: que aquello de lo que vamos a hablar, los colectivos sociales o reivindicativos y las clases sociales, cuentan, como totalidad, con una materia constitutiva y determinativa que, para entender bien lo que vamos a desarrollar, no se puede abstraer formalmente y que, en cuanto tal, empuja a estas totalidades a contar con unas formas y no otras. Porque, como se defiende desde la ontología del Materialismo Filosófico, la materia no está separada de la forma ni la forma de la materia[1], sino que ambas están siempre trabadas y conjugadas aunque se puedan distinguir, de modo que las formas no están separadas sino que son producto de la acción de la materia sobre otras materias, pudiendo las formas, por tanto, desempeñar el papel de materia respecto a otras formas. La idea de forma, pues, está siempre conjugada con la de materia, en tanto en cuanto conforman unidades holóticas, totalidades. Y es por esta concepción conjugada de materia y forma –siempre referencial, determinada, puesto que la forma y la materia siempre son forma y materia de algo– que debemos rechazar la posibilidad de «formas separadas». Por más que, como hemos dicho, se puedan distinguir ambos momentos de la unidad holótica, pero nunca separar.

Tampoco, desde esta ontología materialista, será posible entender la forma desde la idea de unidad o ser definida por la unidad, porque esa unidad corresponde al todo, al compuesto de materia y forma. De modo que la forma, al igual que la materia, también implica multiplicidad de partes. Si entendemos, según lo que decimos, que hay una conjugación en el todo entre dos momentos, el momento formal y el momento material, diremos que nos referimos a la forma cuando hablamos del momento de codeterminación diamérica entre las partes del todo, del sistema o estructura de referencia en cada caso. Y nos referiremos a la materia (del todo) cuando nos refiramos a dichas partes en tanto en cuanto pueden ser distinguidas de ese momento de codeterminación, por su multiplicidad y por ser capaces de entender a dichas partes como sustituibles o intercambiables por otras. Es decir, la idea de todo habrá de ir referida siembre a una multiplicidad de partes que incluyen un momento de codeterminación diamérica y un momento en relación a partes que, en la distinción, no son entendidas como codeterminadas; por ejemplo, como hemos dicho, porque puedan ser sustituibles. Por ello al igual que no se puede reducir el todo a la forma tampoco sería posible reducir el todo a la materia; y a la hora de definir una totalidad como pueda ser un colectivo o una clase habrá de tenerse en cuenta siembre esta conjugación entre materia y forma. Se nos hará necesario, pues, recurrir en nuestro somero análisis antes que a la llamada lógica formal a la teoría de los todos y las partes, aunque sólo sea con brevísimas pinceladas.

Colectivo y clases

Dicho esto, una primera forma de aproximarnos a lo que podamos entender como colectivos y clases sociales podría ser, sencillamente, la de recurrir al diccionario. Un recurso que puede parecer muy elemental y en ocasiones no exento de vaguedades y circularidades, pero que no tiene por qué estar exento tampoco de interés o de utilidad. Sobre todo si lo abordamos teniendo en cuenta en todo momento la ontología materialista expuesta. Así pues, si recurrimos al diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, observamos que éste, en su primera acepción, define colectivo como lo perteneciente o relativo a una agrupación de individuos. En su segunda acepción como aquello que tiene la virtud de recoger o reunir, y ya en la tercera acepción lo define como grupo unido por lazos profesionales, laborales, etc.

Por su lado, define clase en su primera acepción como conjunto de elementos con caracteres comunes. En la segunda abunda definiéndolo como conjunto de personas del mismo grado, calidad u oficio (poniendo como ejemplo la clase de los trabajadores). Y en la acepción dedicada a clase social define a esta como un conjunto de personas que pertenecen al mismo nivel social y que representan cierta afinidad de costumbres, medios económicos, intereses, etc.

Respecto a la definición de colectivo podríamos destacar algunas cosas. Como que en su primera acepción nos habla de una agrupación. Bien, pero no nos habla de una agrupación cualquiera, sino de una agrupación de individuos. Unos individuos que se reúnen, como indica la segunda acepción, por lazos profesionales, laborales, etc., o reivindicativos, podríamos añadir nosotros. Siguiendo esto podríamos llegar a definir un colectivo como un grupo de individuos que se reúnen por unos lazos profesionales, laborales o reivindicativos. Los colectivos estarían formados, pues, por individuos. Individuos que se adscriben al grupo porque encarna, digámoslo así, unos intereses –lazos– que convienen o interesan, a su vez, a dicho individuo, que, como sabe que la unión hace la fuerza, se reúne (en sus reivindicaciones) con otros individuos.

A diferencia de los colectivos, las clases se definen como elementos con caracteres comunes. Unos elementos y caracteres comunes que en la segunda acepción parece que se nos aclaran más –ya que tal y como se establece en esta primera acepción la definición de colectivo y de clase podrían confundirse–, siendo esos elementos las personas –no los individuos– y los caracteres comunes el mismo grado, calidad u oficio –no ya unos lazos–. Todo esto queda un poco más esclarecido –ya que hablamos de colectivos y clases sociales– en la definición que se da de clase social como aquel conjunto de personas que pertenecen al mismo nivel social y que representan cierta afinidad de costumbres, medios económicos, intereses, etc.

Vemos ya en esta aproximación que el colectivo nos remite a un conjunto de individuos, mientras que la clase hace referencia a agrupaciones de personas, unas agrupaciones estas que al estar precisamente compuestas por personas, no por individuos, nos remiten inmediatamente a aspectos sociales y/o económicos. Y es que la persona, a diferencia del individuo, que puede ser entendido simplemente como un elemento de un conjunto en principio diferente de los otros elementos del conjunto –y dicho conjunto como separado de otros conjuntos–, nos remite siempre, inmediatamente, a la sociedad de personas. Porque la persona es tal porque está inserta en la sociedad de personas, siendo la interacción mutua y temporal entre dichas personas la que da lugar a esos rasgos comunes. Las personas en dicha sociedad de personas no son personas clónicas, homogéneas, no son simplemente repetibles ni están regidas simplemente por relaciones de reflexividad, simetría y transitividad. Su conformación social hace que cada persona vaya configurando su personalidad –ejerciendo y desarrollando su libertad, pues sin libertad no hay persona– dentro del seno de la sociedad de personas y dentro de las determinaciones que esta sociedad de personas –en la que se incluyen relaciones armónicas pero también conflictivas– implica. Podríamos entender por ello que las sociedades están compuestas por personas que son heterogéneas entre sí. O dicho de otra forma, que la diversidad y la pluralidad –palabras tan de moda– son la norma en las sociedades; no pueden darse sociedades si no es desde la diversidad y pluralidad de personas. Diversidad y pluralidad que se da constitutivamente sin perjuicio de los rasgos comunes que dicha sociedad, a lo largo del tiempo, va construyendo, imponiendo y adaptando a base, por ejemplo, de rutinas victoriosas. Porque las sociedades de personas, en sus confluencias y divergencias a causa de sus constantes interacciones –confluencias y divergencias que se van produciendo precisamente por la pluralidad y diversidad de personas y de clases de personas–, a fin de asegurar su existencia, y frente a otras posibles sociedades de personas, dan lugar a una serie de normas comunes que regulan en última instancia la homeostasis del cuerpo social. A esto es a lo que llamamos moral.

Podemos decir por tanto, según esto, que toda clase social estará compuesta por un conjunto heterogéneo, plural y diverso, de personas pero con unos rasgos –por ejemplo, socioeconómicos– o unos intereses comunes –como una empresa, un sindicato, una banda criminal o un partido político–. Su estructura lógico-material podrá decirse, según esto, que tiene un carácter atributivo[2]. Así pues, las sociedades de personas y las clases que las componen tienen un carácter atributivo. Unas clases estas que, como comentamos, no podrán aislarse unas de otras, sino que estarán en dialéctica o lucha continua –en tanto en cuanto, por ejemplo, sus intereses estén en conflicto–. Una dialéctica que, aunque pueda llegar a ser una lucha a muerte, requiere por ello del permanente contacto, intersección y relación entre clases, siendo así que las personas pertenecientes a dichas clases pueden moverse entre ellas o incluso inscribirse en varias a la vez. Nada impide a una persona perteneciente a la llamada clase media ser también de la clase de los amantes del jazz, miembro de un club de tiro y de la clase de los pertenecientes a un sindicato obrero.

No podríamos decir lo mismo de los colectivos. Estos, al estar compuestos constitutivamente por individuos, más que por personas, no tendrían en principio un carácter atributivo sino distributivo[3]. Los miembros individuales del colectivo serán independientes entre sí en el momento de participar en el colectivo. Son todos iguales, homogéneos, pero independientes entre sí.

Estos individuos, al carecer, en tanto en cuanto elementos del colectivo, de ese carácter de persona no tiene por qué ser entendido, dentro del colectivo, en función de las conexiones y/o relaciones que pueda establecer con los otros individuos del mismo, o incluso con otros colectivos –cosa que sí es necesaria en el caso de las clases sociales–. Aquí, dada esta estructura lógico-material, cada individuo es definido en función de la participación en el todo –del colectivo– pero no en función de las otras partes del todo. Las relaciones que establezcan los individuos pertenecientes al colectivo no serán por tanto relaciones que puedan influir en el individuo o que puedan llegar a definirlo. Serán «accidentales». El individuo «ya viene definido de casa», por decirlo así. No es su interacción con los demás lo que va a conformar su identidad, la identidad del individuo del colectivo se la provee, al menos intencionalmente, el propio individuo, que se adscribe al colectivo porque esa identidad que se ha dado, en el ejercicio de su subjetividad más pura, es coincidente con el colectivo, con sus reivindicaciones. Su libertad, y su personalidad, están tan reducidas que quedan encapsuladas en el diminuto diámetro de su ego.

Es por ello que, aunque pueda parecer paradójico, la constante reivindicación de pluralidad y diversidad que estos colectivos y sus miembros suelen hacer, lejos de interpretarse como una llamada al respeto pero también a la cohesión mutua y a la ruptura de toda barrera, habría que interpretarla como una llamada al respeto de su individualidad, de la división, del alejamiento, del encapsulamiento. Por eso la tolerancia es una palabra fetiche aquí. Lo que buscan los individuos colectivizados a través de la pluralidad, diversidad y tolerancia es bloquear toda posibilidad de influencia de otros, buscan preservar una identidad que, al parecer, se han dado a sí mismos y que no pueden permitir que ningún otro sujeto altere o vulnere. Una vulneración que, aunque sea realizada desde el más exquisito ánimo dialogante y pacífico, será interpretada como una ofensa, un ataque a la identidad autoimpuesta e identificada en el colectivo, al cual se acoge el individuo vejado y oprimido.

Tenemos así que los individuos que se adscriben a los colectivos reivindicativos no lo hacen primordialmente para compartir, para «enriquecerse» o «buscar sinergias» con otras personas, porque no buscan ampliar o conformar su personalidad; buscan sencillamente la protección de su identidad individual, de su subjetividad y los sentimientos que esta alberga. Los individuos colectivizados se identifican en el todo y el todo, a su vez, se replica en los individuos de una forma creciente[4]. El colectivo, que encarna una ideología o unos ideologemas con los que el individuo se autoidentifica, con los que se enlaza, sirve a éste de refugio, de resguardo ante tanta ofensa de la sociedad de personas que pretende, ofensiva y opresivamente, moldear su individualidad «autosostenida». Se produce así la (aparentemente) paradójica situación en la que a la vez que se exacerba la individualidad se exacerba también la colectividad, el nosotros, la masificación del individuo en el colectivo (reivindicativo).

¿Y cómo es posible esto? A nuestro juicio es posible porque los individuos colectivizados, por su individualidad extrema y, a la vez, su masificación colectiva, serían individuos despersonalizados. Una despersonalización que, como en una balanza, haría caer todo el peso de su identidad en su individualidad. Una individualidad que, una vez despersonalizada, busca autoconstruirse, ya que no le queda otro recurso, en función de unos sentimientos y unos ideologemas que encuentra encarnados en un colectivo de individuos que, como él, están despersonalizados pero que encuentran unos lazos comunes, una participación común que los identifica y salva a todos. Eso sí, manteniendo su individualidad. Sin dañarla, sin modificarla. ¿Y por qué se hace necesario este colectivo si cada individuo se forja su identidad, incluso puede forjársela en función de sus sentimientos más profundos, puros y propios? Porque el individuo es frágil, casi nada, por no decir nada, y la sociedad de personas –y las clases que la componen– siempre está al acecho, intentado rectificar su conciencia desde visiones contrarias a la suya. Ante las estructuras represivas de la sociedad los individuos, incapaces de soportar tal presión, necesitan protección. Necesitan un refugio con el que identificarse, en el que todos sean igual de víctimas. Por eso las reivindicaciones de estos colectivos, que buscan «visibilizar» su «problemática», que buscan dar voz a los débiles, están siempre cargadas de victimismo. Son minorías que se han dado a sí mismas su ser, y en tanto en cuanto minorías requieren de protección, una protección que sólo puede dar el Estado benefactor y demócrata que legisle para su protección, para su conservación como si de especies en extinción se trataran. Los colectivos reivindicativos buscan un trato diferenciado, y sin embargo lo propio del Estado moderno es la igualdad jurídica sin distinción social.

Se da además una situación en la que estos colectivos de individuos autónomos y atomizados suelen contar con un pequeño número de miembros, y, además, cuanto más locales y específicos sean mejor, pues mayor será la posibilidad de recibir una subvención –necesaria para su subsistencias y para sus charlas reivindicativas– y mayor empaque es posible dar a las reivindicaciones que justifican el colectivo[5]. Porque muy frecuentemente los lazos de cada colectivo, sus ideologemas, las reivindicaciones que justifican su unión, son muy distintas entre sí, lo que permite a los colectivos alejarse unos de otros, diferenciarse lo más posible y competir por cotas de subvención y protección legislativa distintas. Pero hay otras muchas ocasiones en las que las diferencias puede que no sean tantas, lo que hace más necesario todavía subrayar la diferencia, el alejamiento, el aislamiento, defender la pluralidad, la diversidad, la tolerancia entre individuos y grupos que se dicen distintos así como la fragilidad de dichos colectivos. Todo esfuerzo por hacerse oír, por hacer ver lo crucial de la problemática que envuelve a los individuos del colectivo, de lo diferentes que son (respecto a otros) y lo vulnerables que se encuentran, es poco. Aquí ya no estamos hablando de un grupo heterogéneo de personas que se unen, con sus diferencias, en función de unos rasgos y un fin común, para mejorar en la medida de lo posible sus condiciones de vida, como sería el caso, por ejemplo, de un sindicato que busca una mejora salarial o, por poner otro ejemplo fácil, de un grupo de vecinos que piden tal o cual cosa a su ayuntamiento. No. En el caso de los colectivos a los que nos referimos estamos hablando de individuos despersonalizados que buscan protección, a través de su participación en el colectivo, para su subjetividad intencionalmente autoconstruida, absoluta, como si de una mónada leibniziana se tratara ya que no recibe, al menos intencionalmente, emic, determinación alguna desde fuera de su esfera egoiforme, sino que están ya todas contenidas en sí. Hablamos por tanto de una identidad individual que, ante la falta de relaciones y referencias comunes, de certezas objetivas, quizá por una deficiencia educativa, a menudo no tiene más sustento que sus sentimientos y unas pobres máximas ideológicas. Y siendo así no les falta razón al considerar a esa identidad individual tan frágil.

Abundando un poco más podríamos también tan sólo indicar que los colectivos, al moverse, desde su carácter aislado, preferentemente en torno a instituciones de ciclo cerrado, borran de su mapa conceptual, y por tanto práctico, a la historia. Cancelan la praxis, y no digamos ya la praxis revolucionaria –aunque no se cansen de gritar que la revolución ya está aquí–, al eliminar, o pretenderlo, la dialéctica social y atomizarla. Las clases, al contrario, estarían moviéndose a la escala de las instituciones de ciclo ampliado, esto es, a escala política e histórica. De ahí que su dialéctica sea continua, nunca clausurada, aunque puedan distinguirse momentos o etapas distintas. Y de ahí que su escala política, debido a su escala histórica, sea tan fuerte como para haber sido el núcleo del materialismo histórico marxista.

Conclusión

Y si esto es así como planteamos, este avance cada día mayor de los colectivos, ¿no podría ser interpretado como una lucha contra la estructura de la sociedad de personas y de las clases sociales «tradicionales»? ¿Podríamos hablar de un intento de desplazar la lucha de clases (de personas) por una lucha de colectivos (de individuos)? ¿No podría ser visto el diario crecimiento de colectivos y de reivindicaciones –que muchas veces parecen totalmente absurdas– como capaz de transformar, de desplazar poco a poco a la sociedad de personas –que forma familias, clubes, asociaciones vecinales, peñas, parroquias, fundaciones, partidos, naciones, instituciones objetivas en definitiva; ejerciendo una racionalidad anatómica– dando lugar a una sociedad atomizada, individualizada hasta el extremo –ejerciendo una holización atómica? ¿No podría dar lugar este desplazamiento a una sociedad cada vez más débil, desunida, individualizada, despersonalizada y manejable?

Si no nos hemos equivocado mucho en lo dicho –y si así ha sido aceptamos la pertinente rectificación–, a nuestro juicio creemos que sí. No dudamos acerca de la posibilidad de que los colectivos puedan tener alguna funcionalidad o utilidad para la sociedad de personas en algunos casos[6]. Pero sí creemos que, dada su propia estructura lógico-material[7]y su extensión por nuestras sociedades, como si de un cáncer propagándose por el cuerpo social se tratara, sus efectos pueden ser lo suficientemente nocivos como para llevar a la agonía o incluso a la muerte a dicho cuerpo social. Con su expansión expanden a su vez el individualismo nihilista, su vacua ontología respecto a las conexiones y relaciones sociales, así como el victimismo y el sentimentalismo.

Estos individuos colectivizados de los que hemos tratado –no descartamos a los que simplemente se aprovechan del negocio–, bien porque se han despojado de ellas o bien porque no las han tenido nunca, carecen de las herramientas conceptuales, científicas y filosóficas que les permitan enfrentarse a la sociedad de personas y hacerse un hueco en ella. ¿Quizá porque la educación supone una imposición y esto es inaceptable para la sensibilidad libre de los sujetos que contienen ya en sí todas sus determinaciones?[8]Carecen, en cualquier caso, de criterios comunes, de verdades objetivas, son incapaces de rectificar los ortogramas que constituyen su conciencia –en confrontación con otras conciencias–, dando lugar así a conciencias encapsuladas, blindadas, prefabricadas, diminutas, falsas conciencias que bloquean desesperadamente esos intentos de rectificación que la sociedad implica, aferrándose a su subjetividad y a sus sentimientos. 

Con todo esto que decimos no queremos que se entienda que pretendemos combatir a la idea de sujeto; ésta es una idea de gran importancia también para la ontología materialista. Porque los sujetos no dejan de ser parte del mundo, de ampliarlo ni de conformarlo a su escala. De lo que se trata es de combatir el vaciamiento ontológico de estos movimientos y el sentimentalismo que nos envuelve y que nos está llevando, poco a poco –sólo hay que fijarse en los más jóvenes, aunque no sólo– al individualismo más radical, verdadero disolvente social.

Y así estamos, en este maremágnum colectivista –que no comunista– y reivindicativo, medio desquiciados, sin saber a qué agarrarnos, sin tener referentes objetivos a los que recurrir. Disuelta la sociedad de personas en la que se constituye y construye nuestra identidad, sólo queda el nihilismo. Sólo queda recurrir «a uno mismo». ¿Pero qué es eso? Pues básicamente nada; porque el sujeto es sincateogremático, y si no se dan parámetros, referencias –ausentes en el nihilismo individualista–, es imposible entender qué es ni qué tipos existen. Si sólo tenemos nuestros sentimientos y nuestro «yo» no tenemos nada. Es así que cada día surgen nuevos colectivos ofendidos (desplazando, como apuntamos, a las clases); que cada día hay quien se levanta, por ejemplo, con el sexo –hay quien dirá el género– cambiado y de ello hace movimiento político, necesidad social y causa sumarísima. Buscando inventar, llenar, aquello que el virus del individualismo sentimental le ha arrancado. Y si estos colectivos reivindicativos tienen cada vez más fuerza es porque, seguramente, haya miembros e instituciones generadas en la propia sociedad de personas –que pueden ser de carácter político y/o económico– a las que esta situación no les importe mucho, incluso puede que hasta la fomenten pensando que les favorece[9]. Y es que qué más da todo ese desquicie mientras el individuo esté satisfecho, saciando su sed de ser casi nada en un consumismo voraz. Si termina desquiciado no importa mientras pague, mientras consuma. Mientras compre mis productos. Mientras me vote. No importa que la sociedad se vaya licuando y cayendo por el sumidero sentimental de la individualidad. La sociedad no es más que un despreciable cúmulo de microestructuras represivas. Lo que hay que salvar es el sujeto, su identidad individual. Lo importante es él, lo importante a toda costa es que sea feliz. La felicidad es el valor supremo que todo individuo debe conseguir, y para ello debe «realizarse», debe ser «él mismo». Tiene que «sentirse bien consigo mismo», todo lo demás sobra. ¿Pero es que acaso es eso posible al margen de los demás? ¿Es posible al margen de las personas y clases de su entorno, a las que pertenece o puede dejar de pertenecer? ¿Es posible, en definitiva, ese individuo al margen de una sociedad que le dé las posibilidades mismas de existir, de ser educado, de ejercer su libertad y madurar? ¿Es posible siquiera que ese individuo, que no existe sin la clase, eduque sus emociones y sentimientos por sí mismo? No, no puede. El individuo por sí mismo, por la mera fuerza de su voluntad, por más puros que sean sus sentimientos, no consigue nada. La causa sui es un absurdo. Y una sociedad de individuos, una sociedad de mónadas, no es sociedad ni es nada. Quizá tan sólo un buen juguete en manos de otros que sí pretenden serlo todo.

Si es cierto, como afirmaba Marx, que la historia se repite produciéndose primero como tragedia y después como una miserable farsa, un buen ejemplo podría ser la transformación de la lucha de clases en lucha de colectivos.


[1]Por eso indicábamos entre paréntesis que la llamada lógica formal habría que entenderla siempre desde el materialismo formalista, tan importante en las doctrinas gnoseológicas y ontológicas del Materialismo Filosófico.

[2]Una totalidad atributiva es aquella cuyas partes sólo constituyen un todo estando unidas, ya sea simultáneamente, ya sea sucesivamente, estableciendo diversas conexiones y relaciones entre sí.

[3]Una totalidad distributiva es aquella cuyas partes son independientes entre sí en el momento de su participación en el todo (como ejemplo podríamos poner un conjunto de cerillas dispersas sobre una mesa). Las partes de un todo distributivo son homogéneas y mantienen relaciones reflexivas, simétricas y transitivas.

[4]Es tal la identificación en ocasiones de los miembros de los colectivos con éste, es decir, de las partes con el todo, que no cerramos, al menos para algunos casos, la interpretación de esta estructura lógico-material que comentamos como una estructura metafinita en lugar de distributiva. (Una estructura metafinita es aquella cuyas partes se desarrollan (ideal o realmente) como si pudieran abarcar el todo; como ejemplo de estructura metafinita se puede poner a las mónadas leibnizianas).

[5]Esta situación que señalamos ya fue advertida en 2011 por Gustavo Bueno cuando señala en el párrafo que reproducimos que: Una mención especial merece el incremento que experimenta, en las últimas décadas, la utilización del rótulo «colectivo» como autodefinición de grupos sociales de muy reducido número de miembros, al menos comparados con los grandes colectivos tipo sindicatos o partidos políticos. Grupos que, paradójicamente, por su tamaño diminuto, están más cerca de un individualismo que busca la diferenciación singular con otros grupos, pero que, al mismo tiempo, huye del individualismo personal y busca la neutralización, mediante el rótulo de «colectivo», con el que trata de beneficiarse del «nosotros» (sustituyéndolo por «colectivo»). Nos referimos a colectivos tales como «Colectivo de celiacos de la ciudad K», «Colectivo de enfermeras del hospital central», «Colectivo de grabadores españoles», «Colectivo de pintura Leganés», &c. (Gustavo Bueno, Individualismo y colectivismo en el siglo XXI. Perspectivas, 1 de abril de 2011; disponible en: http://fgbueno.es/gbm/gb2011ic.htm).

[6]Como puedan ser los que desde el Materialismo Filosófico se denominan individuos flotantes.

[7]Como hemos señalado al principio, a pesar de su importancia no hemos querido entrar en los posibles orígenes de los colectivos de los que hablamos o en los intereses económicos y/o políticos, refiriéndonos a instituciones concretas, que puedan conllevar. Para lo que hemos querido plantear en éste artículo con lo dicho ya sería suficiente.

[8]Esto que decimos quizá parezcan exageraciones, pero están presentes en multitud de doctrinas pedagógicas y en las leyes educativas españolas. Como botón de muestra se puede tomar la última ley educativa aprobada, la conocida como ley Celaá.

[9]Y puede que a corto plazo así sea, pero a largo plazo, si tenemos razón, no favorece a nadie. Al contrario.

¿De la lucha de clases a la lucha de colectivos?. Emmanuel Martínez Alcocer