Un viaje por el horror

Artículo para Posmodernia.

30 de marzo de 2020.

Reseña de Los lugares del holocausto de los autores: José Sánchez Tortosa, Fernando Palmero, Raúl Fernández Vítores y Alberto Mira Almodóvar.

Un viaje por el horror

Título: Los lugares del holocausto.

Autor: José Sánchez Tortosa, Fernando Palmero, Raúl Fernández Vítores y Alberto Mira Almodóvar

Editorial: Confluencias Editorial, 2019, 162 págs.

Se trata en esta ocasión de un verdadero viaje de los horrores. O como titulan los propios autores, un viaje al corazón del exterminio. Es un libro pequeño, de lectura rápida, pero incisivo y contundente. No hace falta mucho más, no es necesario más. Datos, lenguaje preciso, sólo en pocas ocasiones el juicio aparece y cuando aparece es para argumentar y demostrar, para dejar claro lo que se expone. Pero, como insisten los autores, lo que se consigue es una ordenada y abundante exposición de datos, fotos y testimonios. Porque no se trata de juzgar, y mucho menos juzgar desde una supuesta altura moral, sino de conocer. Sin miedo ni esperanza, sólo de conocer. No se trata de reír, ni de lamentarse ni de despreciar, sino de entender. En definitiva, un «conocimiento material desligado de las categorías emocionales» (pág. 13), porque entender la lógica de los horrores que aquí se presentan «precisa un trabajo lento, ingrato, cruel, descorazonador y necesario» (pág. 156). Y es que «el estudio pone distancia con uno mismo y sus creencias, necesita tiempo y, por eso, frena la urgencia de odiar» (pág. 157).

Es así como José Sánchez Tortosa, Fernando Palmero, Raúl Fernández Vítores y Alberto Mira Almodóvar en esta ocasión nos relatan su propio viaje por los lugares más importantes del Holocausto, los campos de concentración y exterminio nazi en Polonia y el complejo de Jasenovac en el Estado croata. No es una incursión nueva para estos autores: después de haber sido alumnos en 2007 de la Escuela Internacional para el Estudio del Holocausto en Yad Vashem (Jerusalén), que no es poco, en 2014 publicaron Guía didáctica de la Shoá, en 2017 volvieron con el ensayo histórico y filosófico Para entender el Holocausto, y ahora, como queriendo cerrar el círculo, vuelven con Los lugares del Holocausto.

Quizá el más teórico de los capítulos es el inicial, en el que se precisan una serie de conceptos, ideas y hechos históricos que ya se tratan abundantemente en el anterior libro de 2017, pero que o dejan de ser necesarios para entender mínimamente lo que se nos relatará a continuación. Y lo que se va a relatar no es más que el hecho histórico del Holocausto ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, un hecho, por llamarlo así, complejísimo en el que «un Estado que, amparándose en instancias completamente abstractas como las ideologías del progreso, la ciencia, la técnica y, finalmente, la ideal sociedad, instaura un modelo de aniquilación de una parte de su propia ciudadanía, a la cual considera completamente prescindible (…)» (pág. 13).

Una vez recorrido este comienzo necesario llegamos ya a la primera de las cavernas -«volver al interior de la caverna, de la que nunca se sale del todo» (pág. 35)-, uno de esos sumideros de la historia, el campo de Treblinka, perteneciente a la Action Reinhart. Un campo que, como explican los autores, no tiene mucho que ver con los campos de concentración, sino de exterminio. Treblinka «responde a las necesidades, tanto ideológicas como económicas, del Estado alemán de aplicar su programa político y demográfico y ayudar a financiar la guerra» (pág. 39). Las fotografías de los autores, los datos que aportan y los testimonios de los supervivientes ayudan a entender el resto.

Majdanek, a las afueras de Lublin, es la siguiente caverna. Y la que tiene el dudoso honor de contar con el mayor índice de mortalidad según los propios datos de Reich. Nos encontramos ahora en un campo que no pertenecía a la Action Reinhart, pero será el lugar elegido para, a partir de septiembre de 1942, empezar a gasear a todos los judíos del gueto de Lublin y otros guetos de Polonia, Austria, Alemania, Francia, Chequia, Eslovaquia y Holanda. En Majdanek «los presos morían por las malas condiciones higiénicas, el hambre, el frío, las enfermedades, las constantes torturas y malos tratos y el trabajo esclavo» (pág. 60-61), y eso sin contar, como hemos dicho, que será a finales de 1942 cuando las cámaras de gas y los crematorios comiencen a funcionar. Todo ello, que no es poco, con sus correspondientes clasificaciones -mediante el uso de colores y distintivos- según criterios carcelarios, raciales, nacionales, ideológicos o religiosos. Y es que el exterminio masivo del Holocausto dista mucho de la barbarie; es, al contrario, un conjunto de procesos racionalizados y perfeccionados hasta el límite. Un producto de la civilización y que sólo en la civilización puede producirse, por eso la necesidad de desentrañar su lógica, por eso lo inhumano es tan humano como todo lo demás.

Y nos adentramos en otra de las fosas sépticas de la historia: Sobibór. Un lugar con un paisaje tan bello y tranquilo que parece mentira que guarde tanto horror. Incluso «en el lugar en que se encontraban los barracones de los guardias ucranianos, hay un campo de fútbol. La vida cotidiana, la paz y el silencio del lugar, todo parece transcurrir ajeno a la Historia, en una ilusoria atemporalidad» (pág. 64). Y en esta atemporalidad, sin embargo, los autores nos resaltan la increíble precisión, la necesaria precisión en el exterminio. Pues esta era una de las claves fundamentales, si no la más importante, del proceso exterminador: «desde la llegada de los trenes hasta el enterramiento transcurrían solamente tres horas» (pág. 70). Pero es gracias a esta prodigiosa y dificilísima puntualidad que se pudo organizar la rebelión de Sobibór, encabezada por el teniente soviético Aleksander Peczerski, en la que sólo un puñado consiguieron permanecer con vida -entre ellos el propio Aleksander- y que tan asesinas consecuencias tendría en otros campos.

Y llegamos a Bełżec, un campo no muy grande (poco más de 7 hectáreas) pero que conseguía aprovechar el poco espacio concentrando una increíble mortalidad. Un campo destinado a un único objetivo: el exterminio de judíos. Aquí el proceso de selección no será tan riguroso, por no decir que no lo será en absoluto. No es necesario. Su objetivo es otro. Bełżec es, además, «el prototipo en el que se fijarán los siguientes campos de exterminio, ya que fue el primer centro en el que se utilizaron las cámaras de gas estancas» (pág. 79). Las tres primeras cámaras de gas empiezan a funcionar en marzo de 1942, pero en el verano de ese mismo año se para la producción de cadáveres para ampliar la maquinaria de muerte, y se reactiva el proceso con seis cámaras de monóxido de carbono producido por un motor diésel. Otra característica del campo es que nunca contó con crematorios, por lo que ante el inminente cierre del campo, «y como parte de la Aktion 1005, entre enero y abril de 1943, los cuerpos fueron desenterrados y quemados en enormes piras instaladas sobre raíles de tren. El hedor se pudo oler a 25 kilómetros» (pág. 81). Después, como si nada hubiera ocurrido, las infraestructuras del campo se derruyeron, el campo se aró, se sembró de pinos y se convirtió en una granja para una familia ucraniana.

Este último ejemplo nos abre a otro de los aspectos del exterminio, un punto fundamental del Holocausto: la economía. Como hemos comentado, el exterminio masivo se basaba en una constante racionalización y perfeccionamiento ingeniero y administrativo que sólo un Estado moderno como el alemán podría realizar. Una racionalización y un perfeccionamiento que incluye, que necesita del provecho económico. Y es que el Holocausto llegó a financiar, según el estudio que nos ofrece Götz Aly en La utopía nazi, hasta un 5% de la guerra del imperialismo depredador nazi.

Después de Bełżec los autores nos llevan a Józefów, que no es propiamente un campo de exterminio como los que hemos visto pero no por ello menos tenebroso. Allí el batallón de reserva policial 101, formado por policías, no por SS, y comandado por Wilhelm Trapp, llevó a cabo una acción que tampoco fue puntual: el exterminio total por fusilamiento de la población judía del pueblo. Total: 1.500 muertes.

Y llegamos a la quintaesencia del Holocausto: Auschwitz. Un complejo de muerte que, como nos muestran los autores, hoy día sigue siendo un horror, pero no por su pasado sino por su presente, por su uso comercial y turístico, y es que «llegar al KL Auschwitz (Auschwitz I) es llegar a un parque temático» (pág. 103). Está todo organizado de tal manera que el turista tiene que realizar grandes esfuerzos para llegar a entender qué pudo ocurrir allí. En su momento la organización estaba destinada a la muerte, hoy lo está al olvido.

Aun así nuestros autores, como a lo largo de todo el libro, con diversas fotos y documentaciones, nos consiguen hacer entender qué ocurrió en ese complejo. Como en el Bloque 11, lugar con capacidad para 340 personas y que desde el mes de septiembre de 1941 se comenzó a usa para asesinar a reclusos enfermos, prisioneros soviéticos y judíos. Y nos resaltan este lugar no sólo por ser uno de los puntos importantes de la visita, sino porque debido al éxito de lo realizado allí «desde febrero de 1942 en Auschwitz I, y desde marzo de 1942 y hasta el final de la guerra en Birkenau [Auschwitz II], fueron asesinados alrededor de un millón de personas, el noventa por ciento de ellos, judíos» (pág. 109-110). Fue aquí donde el Zyklon B, que hasta el momento había sido utilizado como insecticida y desinfectante, mostró su poder de muerte. Y es que otra de las características del Holocausto, como ya hemos apuntado, fue su constante experimentación científica, administrativa e ingeniera. Ningún sitio mejor que Auschwitz para saberlo. Pues como bien nos indican los autores, y como ya profundizaron en su anterior ensayo, la historia del Holocausto es también la historia de la mejora y superación de las dificultades organizativas y técnicas para la muerte. Este homicidio a gran escala requería «calcular bien el drenaje de la grasa humana en los hornos al aire libre; estudiar cuidadosamente la mejor combinación de cuerpos para que la combustión en los hornos de alta presión fuese más prolongada y se pudiese ahorrar carbón; o calcular de manera precisa el tiempo que tardaba en ser reducido a cenizas un convoy entero» (págs. 111-112). Pero no sólo eso, también fueron esenciales, para engrasar la máquina, las artimañas psicológicas de las que se tuvieron que valer los SS para conseguir que las víctimas obedecieran y aligeraran el proceso. No sólo se usaron las palizas, las humillaciones, el hambre y los trabajos extenuantes, también el engaño y la falsa amabilidad terminaron revelándose como métodos efectivos.

Auschwitz III, o Buna-Monowitz, es la culminación de toda esta maquinaria perversa. Allí el aspecto económico del Holocausto se muestra con toda su crudeza, pues es en esta parte del campo donde la IG Farben Industrie, una de las mayores industrias alemanas, sacó provecho de la mano de obra esclava. Una vez eliminados los ancianos, enfermos, niños y mujeres, los varones aptos eran usados como mano de obra esclava. Una mano de obra esclava constantemente renovada, pues cuando su rendimiento bajaba o se anulaba simplemente se eliminaba y las cenizas eran usadas como abono agrícola. No hacía falta plan de jubilación, la vida vale lo que eres capaz de producir. Sólo seguir siendo buenos y productivos esclavos los mantenía con vida. Un negocio redondo.

Estamos llegando al final del viaje, pero quedan un par de cavernas. Una de ellas es Chełmno nad Nerem, el último de los campos polacos que nuestros autores nos muestran pero que, en realidad, es el primero de los que empiezan a operar como centro de exterminio. Aquí, a diferencia de lo que sucede en Auschwitz, la obscenidad no está pervertida, aquí la obscenidad permite el conocimiento. Y no merece menos, pues en este lugar fueron asesinados 150.000 judíos en cámaras de gas móviles con monóxido de carbono. Fue la continuación de los programas de muerte de la Aktion T4, destinada a la eliminación eutanásica de los enfermos mentales, epilépticos, minusválidos y todo lo que el régimen nazi consideraba un estorbo prescindible.

Y finalmente Jasenovac, una localidad a 100 kilómetros al sudeste de Zagreb. Este complejo de horrores, un campo de reunión y trabajo, pero también de muerte, fue visitado por nuestros autores en 2011. Es el único de los campos visitados que no estaba gestionado por el Estado alemán, y quizá debido a la ausencia de cámaras de gas es donde las muertes se producían con mayor brutalidad. Es uno de los más abandonados, aunque en los últimos años, una vez superada la Guerra de los Balcanes, se ha hecho bastante por musealizarlo. Jasenovac, al igual que Auschwitz, comenzó siendo un campo de trabajo, pero acabó, también, como un campo de exterminio. Se abre en 1941, y el número de muertes varía -la investigación no se detiene-, contabilizándose en torno a 90.000, pero como los responsables del museo comunicaron a nuestros autores «la lista de víctimas estaba en proceso de actualización» (pág. 147). Las víctimas fueron esencialmente serbios, la mayoría, así como judíos y gitanos. Los musulmanes, sin embargo, fueron en todo momento considerados miembros del Estado croata. Y es que la cuestión religiosa no es menor en este lugar, «no sólo por ser un campo de exterminio no alemán sino también por ser un campo con oscuras implicaciones católicas y vaticanas es importante el campo de Jasenovac. También porque sus víctimas principales no fueron judíos sino gitanos y, sobre todo, serbios» (pág. 150).

Como dicen los autores, Auschwitz, el Holocausto, no es un hecho del pasado. Es una amenaza constante. Una amenaza muy civilizada sin perjuicio de su brutalidad. Y es que si estos estudios son necesarios no es sólo como conocimiento histórico y juicio moral. No nos vale de nada una visita al museo por decir que hemos hecho la visita, por tener el prurito de la condena moral, del trámite momentáneo de la compasión. Y es que «sentirse de los buenos, respaldados por la teatralización de la condena redundante y superflua, sólo garantiza que no se vuelva a repetir la indumentaria de los verdugos o su jerga ideológica, pero no el asesinato» (pág. 153). Son demasiados los factores y los horrores como para quedarnos en el sentimentalismo, pues los sentimientos son tan volubles y cambiantes como el viento. Y mucho más manipulables. Sólo un conocimiento riguroso, sólo una mínima conciencia de lo que hemos sido capaces y de lo que somos capaces, puede ofrecer un mínimo respeto a las víctimas y una mínima alerta ante los cambios continuos que se dan en nuestro mundo presente. Aunque sólo sea porque la libertad es conciencia de la necesidad, y que el aviso no quede sin darse a pesar de ser conscientes de que aun así puede que se repita. Porque seguimos las cadenas pero no las alabamos.

Los lugares del Holocausto, una lectura que quizá en estos días de miedo y confinamiento resulte más que provechosa.

La ciudadanía a través de la guerra.

Unos días antes, los habitantes de Weimar se agolpaban en el patio del crematorio: mujeres, adolescentes, ancianos. Como era de esperar, no había hombres en edad de llevar armas: todavía las llevaban, habían llegado a Buchenwald en autocares escoltados por un destacamento de negros americanos. Había muchos soldados negros en los regimientos de choque del III Ejército de Patton.

Aquel día, algunos de ellos se hallaban en la entrada del patio del crematorio, contra la alta empalizada que habitualmente impedía el acceso. Veía sus rostros impertérritos, máscaras de bronce impasibles, su mirada atenta y severa sobre la pequeña multitud de civiles alemanes.

Me pregunté qué pensarían de esta guerra esos negros americanos tan numerosos en las formaciones de asalto del III Ejército, qué es lo que habrían tenido que decir de esta guerra contra el fascismo. En cierto modo era la guerra lo que los convertía en ciudadanos de pleno derecho. Legalmente, al menos, aunque no siempre en los hechos cotidianos de su vida militar. Sin embargo, cualquiera que fuera su situación social de procedencia, la humildad de su condición, la humillación abierta o solapada a la que les exponía el color de su piel, el reclutamiento los había convertido potencialmente en ciudadanos con igualdad de derechos. Como si el de matar les diera el derecho de ser por fin libres.

La única discriminación de la que a partir de ahora podrían ser objeto se aplicaría de igual modo a todos los demás soldados del ejército americano, tanto blancos como negros, amarillos o mestizos: la discriminación técnica en función de su habilidad en el oficio de las armas. O bien aquella otra, por lo demás informulable pero cargada de consecuencias morales, en función de su cobardía o de su valor en el combate.

En cualquier caso, en el patio del crematorio un teniente americano se dirigía aquel día a unas cuantas decenas de mujeres, de adolescentes de ambos sexos, de ancianos alemanes de la ciudad de Weimar. Las mujeres llevaban vestidos de primavera de vivos colores. El oficial hablaba con vos neutra, implacable. Explicaba el funcionamiento del horno crematorio, daba las cifras de la mortalidad en Buchenwald. Recordaba a los civiles de Weimar que habían vivido, indiferentes o cómplices, durante más de siete años, bajo los humos del crematorio.

—Vuestra hermosa ciudad —les decía—, tan limpia, tan peripuesta, rebosante de recuerdos culturales, corazón de la Alemania clásica e ilustrada, habrá vivido en medio del humo de los crematorios nazis, ¡con toda la buena conciencia del mundo!

Las mujeres -un buen número de ellas- no podían contener las lágrimas, imploraban perdón con gestos teatrales. Algunas llevaban la actuación hasta hacer amagos de encontrarse mal. Los adolescentes se encerraban en un silencio desesperado. Los ancianos miraban para otro lado, negándose ostensiblemente a oír lo que fuera.

Jorge Semprún, La escritura o la vida, Ed. Tusquets, Austral, págs. 93-94.

El valle del Mosela, qué si no.

Este acinamiento de cuerpos en el vagón, este punzante dolor en la rodilla dereha. Días, noches. Hago un esfuerzo e intento contar los días, contar las noches. Tal vez esto me ayude a ver claro. Cuatro días, cinco noches. Pero habré contado mal, o es que hay días que se han convertido en noches. me sobran noches; noches de saldo. Una mañana, claro está, fue una mañana cuando comenzó este viaje. Aquel día eterno. Después, una noche. Levanto el dedo pulgar en la penumbra del vagón. Mi pulgar por aquella noche. Otra jornada después. Aún seguíamos en Francia y el tren apenas se movió. En ocasiones, oíamos las voces de los ferroviarios, por encima del ruido de las botas de los centinelas. Olvídate de aquel día, fue una desesperación. Otra noche. Yergo en la penumbra un segundo dedo. Tercer día. Otra noche. Tres dedos de mi mano izquierda. Y el día en que estamos. Cuatro días, pues, y tres noches. Avanzamos hacia la cuarta noche, el quinto día. Hacia la quinta noche, el sexto día. Pero ¿avanzamos nosotros? Estamos inmóviles, hacinados unos encima de otros, la noche es quien avanza, la cuarta noche, hacia nuestros inmóviles cadáveres futuros. Me asalta una risotada: va a ser la noche de los Búlgaros, de verdad.

-No te canses -dice el chico.

En el torbellino de subida, en Copiègne, bajo los golpes y los gritos, cayó a mi lado. Parece no haber hecho otra cosa en su vida, viajar con otros ciento diecinueve tipos en un vagón de mercancías cerrado con candados. «La ventana», dijo escuetamente. En tres zancadas y otros tantos codazos, nos abrió paso hasta las ventanillas de ventilación, atranada con alambre de espino. «Respirar es lo más importante, ¿entiendes?, poder respirar».

-¿De qué te sirve reír? -dice el chico-. Cansa para nada.
-Pienso en la noche que viene -le digo.
-¡Qué tontería! -dice el chico-. Piensa en las noches pasadas.
-Eres la voz de la razón.
-Vete a la mierda -me responde.

Llevamos cuatro días y tres noches encajados el uno en el otro, su codo en mis costillas, mi codo en su estómago. Para que pueda colocar sus dos pies en el suelo del vagón tengo que sostenerme sobre una sola pierna. Para que yo pueda hacer lo mismo y sentir relajados los músculos de las pantorrillas, también él se mantiene sobre una pierna. Así ganamos algunos centímetros, y descansamos por turno.
A nuestro alrededor, todo es penumbra, con respiraciones jadeantes y empujones repentinos, enloquecidos, cuando algún tipo se derrumba. Cuando nos contaron ciento veinte ante el vagón, tuve un escalofrío, intentando imaginar lo que podía resultar. Es todavía peor.
Cierro los ojos, los vuelvo a abrir. No es un sueño.

-¿Ves bien? -le pregunto.
-Sí, ¿y qué? -dice-, es el campo.

Es el campo, en efecto. El tren rueda lentamente sobre una colina. Hay nieve, abetos altos, serenas humaredas en el cielo gris.
Mira un momento.

-Es el valle del Mosela.
-¿Cómo puedes saberlo? -le pregunto.

Me mira, pensativo, y se encoje de hombros.

-¿Por dónde quieres que pasemos?

Jorge Semprún, El largo viaje, Austral, págs. 11-12.