Editorial: Ediciones Deliberar, 2ª edición. 2019, 493 págs.
CON Y CONTRA DEMOCRACIA, ISLAM, NACIONALISMO
El título quizá no nos diga mucho, Democracia, Islam, Nacionalismo. Así te lo encuentras, de sopetón. Pero es importante fijarse también en su autor, Ignacio Gómez de Liaño, un autor español con múltiples y variados escritos a sus espaldas y al que tener muy en cuenta a pesar de que, como veremos, no se pueda estar de acuerdo con él en muchas cosas -y cuyo libro sobre Carlos III aprovechamos para recomendar-. Como recomendamos desde ya la lectura de este libro. Un libro con una abundantísima documentación y múltiples argumentaciones en el que se tratan multitud de temas pasados y presentes que gravitan en torno a los que el título deja entrever.
Comienza con un capítulo dedicado a las que el autor va a considerar religiones políticas: el comunismo marxista, el fascismo mussoliniano, el nazismo y el islam. A este último dedicará a continuación tres capítulos bastante estimables. El primero de ellos, segundo del libro, recorre toda la biografía de Mahoma y sucesores; el segundo, tercero del libro, lo dedica a analizar el Corán; el tercero, cuarto del libro, al islam y la modernidad, como reza su título. Sigue después con otro de los elementos clave que para el autor será el fundamento de esas religiones políticas: el puritanismo y el gnosticismo, que se contrapondrá al catolicismo en el siguiente capítulo (ambos escritos apoyándose en diversos trabajos del también filósofo español Jorge Santayana). Los tres últimos capítulos los dedica Gómez de Liaño al nacionalismo, en un constante ir y venir de tiempos pretéritos a la España contemporánea, conjugado todo ello con un análisis sobre lo que va a considerar qué debe ser un Estado y una serie de propuestas para la reconstrucción de la democracia española.
Pero, como no debe extrañar, y aun a pesar de nuestra recomendación, hay muchos aspectos del libro en los que no podemos estar de acuerdo. Uno de ellos, fundamental y que es base de todo el libro, por eso se comienza con él, es el de la religión política. Y es que, a nuestro juicio, la expresión religión política es muy confusa, puesto que la religión y la política, a pesar de tener intersecciones muy abundantes, como es normal, tienen ámbitos distintos aunque muchas veces no sea fácil demarcarlos bien. Pero tratar de fundirlas no hace más que embrollar todavía más el asunto.
Tampoco nos proporciona Gómez de Liaño una teoría o filosofía de la política que nos permita entender a qué se está refiriendo cuando habla de política -aunque, como ya se ha indicado, esboza un modelo de Estado al final del libro; si bien un modelo de carácter idealista, a modo de ideal regulatorio perfecto y prescriptivo, pero tampoco nos parece aceptable esto ya que desde nuestra perspectiva la filosofía tiene más que ver con el deshacer que con el prescribir, o, por decirlo así, es más proscriptiva que prescriptiva-. Mucho menos, por tanto, podremos entenderle con claridad cuando habla de religión política, aunque se apoye en autores importantes que desde hace décadas han tratado de este concepto tan confuso. Y que pecan del mismo vicio. De ahí que, a la hora de hablar de estos temas, desde nuestra perspectiva y sin perjuicio de estar de acuerdo en muchas de las cosas que Gómez de Liaño dice, sea preferible y más claro hablar en todo caso de religión de Estado. Pero esto cuando podamos decir que una religión (ya sea la católica, la luterana o la islámica, por citar algunas que el autor trata) es requerida o asumida desde un Estado por y para sus intereses políticos -el anglicanismo nos puede valer como botón de muestra-; en tanto en cuanto todo Estado, como esencia antropológica que es, está involucrado en un espacio antropológico en el que lo religioso -que situamos principalmente el eje angular- está necesariamente presente. Esto tiene la virtud de remitirnos a una teoría política con mayor claridad y potencia; lo cual podría haber hecho el propio autor usando su propia concepción del Estado -a pesar de las críticas que puedan hacerse-. Porque, efectivamente, las religiones tienen que ver con la política, no se puede negar, pero esta involucración no puede llevar a la fusión. La religión no puede convertirse en política por más involucraciones o similitudes que se aprecien. Moviéndonos en el terreno de las generalidades, los lisologismos, podemos identificar muchísimas cosas, demasiadas. De ahí que también debamos criticar al autor que considere al mismo nivel y con los mismos baremos las ideologías del marxismo o el nazismo, que adquirieron escalas imperiales -por muy criticables que estas sean, eso no se discute-, que las ideologías de los nacionalismos regionales. Precisamente porque las primeras están en una escala política, imperial, con unas consecuencias históricas y políticas enormes, y las segundas se encuentran en un marco intraestatal y que no tienen ni pueden tener una relevancia de la magnitud de las anteriores -a pesar de que puedan tener como consecuencia la destrucción de España-. Y todo ello junto al puritanismo, el gnosticismo y el islam, a pesar de que los capítulos y críticas que dedica a estos últimos sean de lo más atinado del libro.
No podemos decir lo mismo, como ya venimos indicando, de las páginas que dedica al marxismo, al nazismo y al fascismo, demasiado vagas y abundantes en lugares comunes -como el topicazo de los cien millones de muertos del comunismo- y sin precisar las políticas reales en las que se encauzaron y las causas históricas por las que, con mayor o menor fortuna, se ejercieron. Por ejemplo en sus consideraciones sobre el marxismo que considera, al igual que Voegelin, como un gnosticismo en el que «respira una supervivencia del dualismo maniqueo» (pág. 26) por su doctrina de la explotación y de la lucha de clases y la culminación en la sociedad comunista -y, sin embargo, a su vez encuentra en él importantes paralelismos, por no decir sorprendentes, con el islam (ver pág. 61)-. Pero desde esta interpretación gnóstica -en algún momento llega a reducir a todas estas ideologías y religiones en el gnosticismo- Gómez de Liaño se olvida de que lo esencial del marxismo, el núcleo de su doctrina, pasa por su implantación política y su praxis revolucionaria. Dicho de otra forma, el marxismo sería todo lo contrario de un gnosticismo, pues toda salvación en el marxismo pasa por la praxis revolucionaria y la acción política; y por tanto su racionalidad es histórica, secular, no gnóstica ni religiosa. Sin perjuicio de sus componentes aureolares y metafísicos. Y es que aunque Marx hable del mal no habla de un mal místico, sino de la explotación de los hombres por los hombres, y por más idealista que pueda ser en algunos tramos de su pensamiento no considera que la salvación, la salvación del proletariado, pase por el conocimiento sino por la revolución. En definitiva, no se puede meter todo en el mismo saco.
Otro aspecto que debemos apuntar, por lo que respecta a la religión política y al nacionalismo, es que el autor tampoco nos proporciona en ningún momento una teoría sobre la nación o sobre los tipos de naciones existentes, aunque sí resalta la diferencia entre nacionalismo y patriotismo. Pero debemos decir que si nos oponemos al nacionalismo no es por ser antinacionalistas en general, sino porque se está en oposición a un tipo de nación en concreto -en este caso las naciones fraccionarias dentro del territorio español- en la medida en que, en nuestro caso, somos españoles y no queremos dejar de serlo.
Todas estas precisiones son importantísimas, pero son precisiones que no pueden hacerse si se parte, como declara Gómez de Liaño desde el inicio del libro, de la perspectiva de la Declaración de los Derechos Humanos, porque esta perspectiva universalista y generalísima constantemente borra, tapa, las diferencias históricas y antropológicas. Y con ello se vicia desde el principio el enfoque. De ahí, por ejemplo, que nada más empezar el libro (página 14) el autor pretenda definir la civilización, y su mantenimiento, como unida a ciertos valores morales y ciertos derechos fundamentales, o sea, los derechos humanos. Pero claro, eso nos lleva a preguntarnos si es que es imposible la civilización al margen de los derechos humanos, lo cual llevaría a negar que se pueda hablar de civilización antes del 10 de diciembre de 1948. Lo cual es harto dudoso. El propio Gómez de Liaño nos señala en la siguiente página que civilización viene de civis, ciudadano, «condición a la que va unida la de persona en su sentido más pleno». Y apostilla: «Solo se puede llegar a ser persona cabal si el Estado garantiza el respeto a ciertos derechos y valores fundamentales derivados de la condición de ciudadano». Pero, si esto es así, ¿estos derechos y valores fundamentales no dependerán del tipo de ciudadano que se sea, esto es, de civilización en que se esté? ¿Y no han existido y existen múltiples tipos de ciudadano -y por tanto de derechos y valores fundamentales- distintos a los impulsados por la Declaración de los Derechos Humanos tras la Segunda Guerra Mundial? ¿No hay tampoco personas cabales al margen de los Derechos Humanos? ¿Qué hacemos con toda esa historia anterior?
Y, aunque pueda hacer de esta reseña crítica algo árido o repetitivo, aduciremos otro ejemplo en el que la generalidad generalísima nos lleva a perder la perspectiva, el que nos encontramos en las páginas 278 y 279. En ellas Gómez de Liaño nos proporciona siete puntos que considera los siete esenciales en los que el islam, referencia como religión política, y el marxismo, el nazismo y el fascismo, como religiones políticas, coinciden. Estos siete puntos son, en resumen: 1. La importancia que otorgan a lo colectivo, 2. La guerra a quien no acepta la ideología de esas religiones, 3. La oferta de un Paraíso, ya en este o en el otro mundo, 4. La idolatría a determinados personajes clave, 5. El conjunto de ritos con los que enseñorearse de la vida de los súbditos, 6. El uso de la coerción y el miedo, 7. El uso de la propaganda, los medios, la enseñanza y la cultura como medio de adoctrinamiento. Pues bien, aunque aceptásemos que el islam y el marxismo, el nazismo y el fascismo tienen estos puntos en común, nos encontraríamos con una supuesta enumeración específica, con intenciones definitorias, que de específica tiene poco. Porque estos siete aspectos podríamos encontrarlos en el islam y siguientes, pero también podríamos encontrarlos en la China mandarina, en el imperio hitita, en el Japón imperial, en la Iglesia de Roma, en el imperio mexica, en el imperio turco, en la antigua Persia, en el Egipto faraónico, etcétera, etcétera, etcétera.
Desde nuestra perspectiva materialista estas vaguedades y generalidades no son admisibles. No podemos andar en las imprecisas alturas de la ética universal y de la democracia ideal cuando lo que hay que hacer es, precisamente, cortar por las junturas naturales y ver que el hombre no existe como una entidad general -al margen de como especie zoológica-, como bien se trata de mostrar desde el espacio antropológico del materialismo filosófico. Un espacio antropológico cuya estructura trimembre o triaxial -eje circular (en el que se incluirían las relaciones de los hombres con los hombres), radial (en el que encontraríamos las relaciones de los hombres con otras entidades objetuales y fenoménicas de su mundo entorno) y angular (en el que se darían las relaciones de los humanos con otras entidades personales pero no humanas que se pueden considerar centros operatorios y de volición; los animales y númenes en general)- no admite reduccionismos como los que pretendería el concepto de religión política -que supondría una reducción del eje angular al circular, dando como resultado una antropología plana (sólo eje circular y radial), de estructura biaxial-. Al subsumir la religión en la política cuando hablamos de religión política hacemos una amputación ontológica, por decirlo así, al quitarle su sustantividad a una gran cantidad de materiales antropológicos como son los religiosos. De modo que estaríamos obligados a decir que la religión es política y, también, que la política es religión. Y entonces nos sería imposible explicar qué es la política y qué es la religión, cosa que desde una estructura triaxial como la materialista no pasa.
El espacio antropológico vendría, por tanto, a romper esta idea simple del hombre; si se quiere, con la idea predicativa de hombre (por ejemplo: hombre como animal racional). Y es que para hablar del hombre, o de los hombres, es mucho más preciso y claro no ya recurrir a supuestas propiedades diferenciales, sino al material antropológico al que han dado lugar los grupos humanos a lo largo de sus cursos históricos. Materiales técnicos, tecnológicos, sociales, políticos y, también, religiosos. Sin poder reducir unos a otros pero sin negar, a su vez, precisamente por sus cursos históricos, las relaciones que unos con otros puedan tener, aunque en algunos casos sean tan profundas que es muy difícil distinguirlos. Sin necesidad de negar que haya instituciones políticas que se involucren a menudo muy estrechamente con instituciones religiosas, y viceversa; pero sin llegar a identificarlas nunca. Porque bien es cierto que múltiples instituciones, componentes del espacio antropológico, pueden coincidir en un plano general, lisológico -como puede suceder en el caso de un parlamento democrático (circular) y una curia papal (angular)-. Pero por más difícil que sea encontrar esas junturas naturales, esto es, las estructuras morfológicas, no lisológicas, que las diferencian es necesario precisarlas, pues al hablar de política y de religión constantemente estamos removiendo esos materiales antropológicos -independientemente de que nos queramos situar en una escala diferente-. Como hace de hecho el propio autor, por ejemplo, en el último de los capítulos, en el que trata a través de las cuatro causas aristotélicas de un modelo de Estado, y al hacer eso remueve leyes, territorios, administraciones, ideas filosóficas, ciencias, creencias, ideologías, religiones, constituciones, organismos internacionales, etc.
Por otro lado, y ya para terminar, hay una duda que asalta a lo largo del libro -un libro que se podría haber titulado para mayor precisión, por ejemplo, Las amenazas de la religión política a la Democracia liberal occidental-, a saber: ¿la democracia, o las concepciones de la democracia liberal de mercado pletórico, no puede caer también en esa religiosidad? Quizá sí, como reconoce el propio autor y que, al hacerlo, a nuestro juicio refuta la propia tesis que está manejando. Y es que, como afirma cuando está hablando del nazismo «aunque la transposición al terreno político de términos típicamente religiosos, como «fe», «credo», «confesión», «resurrección», «sacrificio» y otros semejantes, no fuese un rasgo exclusivo del nacionalsocialismo, ya que todo político, incluidos los de las democracias liberales, hace algo parecido si la ocasión se lo aconseja, Hitler explotaba a menudo en sus discursos paralelismos que se podían encontrar entre su vida y la del Mesías» (pág. 40 [La cursiva es nuestra]). Al decir esto Gómez de Liaño está reconociendo que hay una diferencia esencial entre lo religioso y lo político, pues si no la hubiera esos términos que considera típicamente religiosos no se transposicionarían en el terreno político, serían directamente políticos. Y viceversa. Es decir, está desmontando, quiéralo o no, el propio concepto de religión política. Pero además está reconociendo que también en las democracias y sus nematologías esta religiosidad nociva se puede dar, con lo que la democracia, si la ocasión lo aconseja, se podría convertir en un peligro para la propia democracia al dar lugar a una religión política. Tenemos así que el propio criterio que usa el autor para juzgar las demás formas de gobierno, la democracia liberal occidental, puede llegar a dar pasos hacia la religiosidad y convertirse en una amenaza de sí misma. Vemos, pues, que la perspectiva universalista y generalísima de los Derechos Humanos y de la religión política nos ha llevado a un callejón contradictorio y sin salida.
Terminamos, que esta reseña a pesar de ser crítica no deja de ser una reseña. Pero no sin decir que si hemos hecho todas estas críticas al libro de Gómez de Liaño, y nos dejamos otras muchas más que pueden hacérsele, es porque lo consideramos un ensayo que, como otros del mismo autor, en muchos aspectos es digno de tenerse en cuenta y que también tiene sus aciertos. Aunque sólo sea porque es más fácil estar de acuerdo en la pars destruens que en la pars construens. A juicio del lector queda.
Dado el nuevo periodo electoral que se nos abre a los españoles, el cuarto en menos de un lustro, quizá se impone que en estas páginas comentemos, otra vez, algo acerca de la democracia. Antes de que colapsemos por empacho democrático.
No vamos a decir nada realmente nuevo, muchas cosas ya las hemos dicho e incluso otros lo han dicho mejor que quien esto escribe; pero ante la insistencia en el error, o en el mito, no cabe sino insistir en su corrección, en su desmitificación. Aunque sea sin miedo pero también sin esperanza. Y es que es diario, aunque se agudiza aún más en los periodos electorales, como es normal. La machacona propaganda cuasiteológica sobre la democracia, su progreso y sus virtudes salvíficas. Lo que se refuerza aún más si le añadimos el componente franquista y la exhumación del cuerpo de Franco. Así, podemos ver constantemente a nuestros políticos y a opinadores y contertulios por doquier señalar cómo la transformación de la sociedad española, y de las sociedades en general, de una sociedad dictatorial, despótica, a una sociedad democrática ha permitido a los españoles, o a los hombres en general, alcanzar un elevado grado de libertad e igualdad y la conquista de innumerables derechos civiles y políticos. Es por ello por lo que la bandera de demócrata puede exhibirse con todo el orgullo del mundo; cualquiera que quiera considerarse digno y respetable, una persona humana como el Progreso manda, debe declararse demócrata y disfrutar de su dignidad por pertenecer a una sociedad plenamente democrática. Sólo con la democracia los hombres pueden ser libres de verdad. Sólo en democracia los hombres pueden ser hombres de verdad.
Bien, una vez planteado esto dejemos por un momento el tema democrático. Preguntémonos ahora: cuando el hombre demócrata habla de las sociedades despóticas, ¿a qué se está refiriendo? No a sociedades imaginarias, por supuesto. No puede más que estar refiriéndose entonces a las sociedades del Antiguo Régimen o a las repúblicas y dictaduras modernas como la soviética o la fascista. Estas sociedades, pues, son a las que se opone la democracia del hombre demócrata, que entendería, por tanto, a las sociedades democráticas como aquellas que se organizan en torno al Estado de Derecho y que, con una evidencia clarividente, permiten a los hombres liberarse de las tiranías y dictaduras, de cualquier despotismo en general, y alcanzar la libertad e igualdad plenas. El estado pleno de la humanidad y el fin de la historia.
De un modo fundamentalista, simplista y reduccionista, el hombre demócrata de nuestros días, el hombre transido de democracia, estaría entendiendo que entre las categorías políticas cabe establecer una división tajante: por un lado las sociedades despóticas, y por otro la democracia. La división primordial no es tanto entre derechas e izquierdas, explotadores y oprimidos, ricos y pobres, los de arriba y los de abajo -aunque no se excluyen-, como una división entre demócratas y no demócratas. Ahí está el criterio antropológico, moral y político para el demócrata fundamentalista. O eres demócrata o eres un déspota que se opone al progreso y a la libertad. Todo bien ordenado en paquetes ideológicos compactos. No hay término medio ni más posibilidad. ¿Y qué pasa si esa democracia en la que vive el hombre demócrata no es perfecta? ¿Qué pasa, por ejemplo, si dentro de esa democracia hay una familia que cumple un papel institucional de primer nivel, siendo uno de sus miembros rey y jefe de Estado y eligiéndose a sus sucesores no mediante elecciones o referéndum sino hereditariamente? Esto, seguramente, pueda ser visto por el hombre demócrata como un déficit, pero un déficit menor que se puede admitir circunstancialmente. Un déficit que, en definitiva, aunque rompa toda igualdad democrática no llega a afectar a la estructura democrática de la sociedad, a su esencia. A su vez, la existencia de la extrema derecha en esa democracia, una derecha defensora del Antiguo Régimen o del fascismo y, por tanto, despótica, es algo que no puede ser tolerado. Sin embargo, una derecha democrática que acepte los principios de la democracia parlamentaria y el Estado de Derecho no supone ningún problema. Pero, si es ese el caso, ¿qué diferencia hay entre una izquierda demócrata y una derecha demócrata? ¿No estarían, de hecho, esas derechas demócratas identificándose con las izquierdas en reivindicaciones tradicionales propias de las izquierdas como el sufragio universal, la igualdad y la libertad civil y política? ¿No quedarían pues ecualizadas las derechas y las izquierdas al menos en los elementos fundamentales? ¿No pierde entonces sentido la distinción izquierda/derecha -aunque esta no sea la fundamental-?
Puede que con lo que llevamos dicho haya quien pueda empezar a sospechar que estamos atacando a la democracia, que somos del grupo de los déspotas. Pero nada más lejos, entre otras cosas porque antes de atacar siquiera a la democracia deberíamos preguntarnos: ¿a qué democracia? ¿La democracia es una o muchas? ¿De qué hablamos cuando hablamos de democracia?
Lo primero que deberíamos señalar al hablar de democracia, como en cualquier otra institución, es que hay que distinguir entre su momento tecnológico y su momento nematológico (o ideológico, sobre todo al hablar de cuestiones como las que tratamos). Los cuales se podrán relacionar entre sí -y lo harán necesariamente de algún modo, ya que aunque distinguibles no son separables- mediante yuxtaposición, fusión, reducción -directa o inversa- o conjugación. El momento tecnológico, para decirlo rápido, refiere a aquellas prácticas y acciones implicadas en la institución -como puedan ser, en lo que nos toca, la elecciones, la ley de partidos o electoral, o los mítines-. A su vez, el momento nematológico refiere a las doctrinas que envuelven o se conjugan con esas ceremonias -alguno de esos elementos ya los hemos mencionado y seguiremos en ello-. Ambos momentos, como decíamos, aunque sean distinguibles son inseparables. Podrán variar y combinarse de distintos modos, dependiendo de la situación y el caso, pero nunca darse por separado; demostrando su racionalidad -al menos en algunos tramos de sus momentos- en la trabazón entre sus partes, su composición con otras instituciones y en su recursividad.
Al mismo tiempo, al hablar de democracia, y para clarificar mínimamente el embrollo que estas preguntas nos suscitan, deberíamos distinguir como mínimo entre democracia ideal y las democracias realmente existentes. A su vez, convendría distinguir entre democracia formal -la forma de la democracia- y democracia material -los contenidos de esa forma democrática-. Y si cruzamos estas distinciones conseguiremos al menos una clasificación de los fenómenos democráticos -a nivel tecnológico o práctico y/o a nivel nematológico o ideológico- pudiendo así, por ejemplo, hablar de una democracia realmente existente respecto a sus componente formales, o hablar de los componentes materiales de una democracia ideal. Estas distinciones nos permitirán, por tanto, aunque no entremos ahora en ello, distinguir diversos tipos de democracias ideales y diversos tipos de democracias reales en función de sus componentes formales y de sus componentes materiales. Al mismo tiempo, con estas distinciones podríamos, por ejemplo, analizar las relaciones de una democracia realmente existente respecto al ideal de democracia que esa democracia se propone, o sus diferencias con otros modelos ideales, así como sus relaciones con otras democracias reales que se han dado como guía el mismo modelo de democracia ideal u otros distintos. Nos permite determinar, en definitiva, que hablar de democracia a bocajarro es simplemente un error, una confusión simplista que barre de un plumazo la diversidad de democracias posibles y que impide la compresión de los fenómenos a los que nos enfrentamos. Y es que las relaciones entre las democracias -como pasa con otras categorías políticas y antropológicas- suelen darse entretejidas en diversos planos muy complejos, entrecruzados y en continuo cambio en función de los intereses y necesidades de las sociedades políticas en cuestión. Es lo que sucede cuando algunas democracias parlamentarias homologables como las europeas se oponen a otras no homologables, como la venezolana, la china o la iraní. Unas democracias, estas últimas, que pueden ser consideradas desde las democracias europeas, estimadas como modelo ideal de democracia, como conteniendo una gran cantidad dedéficits democráticosque tendrán que ser salvados si esos países quieren ser considerados como realmente democráticos y disfrutar también de la dignidad y la libertad de la democracia occidental.
Pero el asunto es todavía un poco más complicado, porque a estas distinciones podemos añadir otra más en lo que respecta a la forma democrática o democracia formal, a saber: la distinción entre la democracia en sentido genérico y la democracia en sentido específico. La democracia en sentido genérico sería la democracia entendida en un sentido procedimental, la democracia como el método para tomar decisiones a través del voto y la regla de la mayoría -que es la forma más habitual e intuitiva de entender la democracia-; en un sentido específico, sin embargo, la democracia la entenderíamos en cuanto forma de una sociedad política -lo que obliga ya a distinguir entre una forma y una materia política-.
Así pues, y dado lo dicho, desde nuestra postura materialista -o sea, pluralista y actualista-, consideramos que a la hora de abordar las relaciones entre la democracia realmente existente y la ideal, recurrir al concepto de déficit no es lo más ajustado. Y es que emplear este concepto nos llevaría a tener que reconocer que hay democracias (en el límite todas) que ya no es que no sean reconocidas como plenamente democráticas, es que no lo pueden ser nunca y mientras no alcancen ese ideal de democracia no pueden llamarse democracias. Esto que comentamos lo podemos ver actuar a diario cuando tal contertulio, tal intelectual o tal tuitero o tuitera afirma rotundamente que España no es una democracia por tal o cual corrupción, o porque las listas están cerradas, o por la monarquía, o porque no se cumplen tales o cuales condiciones en las circunscripciones, etc. Esta es una postura claramente fundamentalista, esto es, idealista, que se niega a reconocer que esas realidades que denomina déficits son en verdad las condiciones materiales que han sido necesarias para que la democracia en cuestión existiese. Así, por ejemplo, quien reniega de la monarquía española, la considera un déficit y no la admite en la democracia española (esta democracia libre del déspota), o en cualquier democracia, será incapaz de admitir que fue la monarquía, aprobada por las Cortes franquistas, una de las instituciones fundamentales que permitió la transición a la democracia -por mucho que hoy pueda ser estimada como una institución prescindible que cumplió su papel, de lo cual estamos muy agradecidos-.
De modo que, a la hora de abordar las realidades políticas como la democracia, el modo más correcto de enfocar los fenómenos es desde un funcionalismo materialista[1]que nos libre de desviaciones imposibles, hipostatizaciones y de reduccionismos simplistas. Poniendo el objetivo, pues, en las condiciones materiales de existencia de los regímenes políticos y de las complejísimas relaciones pasadas y presentes que entre ellos se dan.
¿Y cómo se hace esto? No es fácil, en absoluto. Pero más difícil es cuando nos perdemos entre las brumas metafísicas del fundamentalismo. Por ello, desde el materialismo, para entender la democracia no tenemos más remedio que partir no de la forma ideal, sino de los contenidos materiales. Unos contenidos, un material, que no está dado desde siempre ni desde hace cuatro días, sino que está dado históricamente. No podemos partir, como hace por ejemplo Rousseau, por citar un ejemplo clásico -aunque al menos el francés distinguirá entre voluntad general y voluntad de todos-, de una supuesta situación originaria y a partir de ahí deducir todo lo demás. Debemos partir de los materiales que nos dan la historia y la antropología y, a partir de ellos, entender cómo, en el desarrollo dialéctico, histórico, de estos materiales, se da lugar a las sociedades democráticas.
Es un proceso este que, si atendemos a las formas democráticas actuales, aparece de manera bastante reciente; por ello sería abusar de los términos e irnos muy lejos si empezásemos a hablar de la famosa democracia griega, pues esa democracia tiene poco que ver con las democracias en sentido moderno -a pesar de que esto sea algo que sólo podemos decir una vez que hemos explicitado cómo son las democracias en las que vivimos hoy-, o de formas democráticas medievales. Aun en el supuesto de que hayan de ser consideradas como formas precedentes.
Las democracias modernas aparecerán en el siglo XVIII -yendo, por cierto, paralelas a la inversión teológica y a la transformación del Reino de la Gracia en el Reino de la Cultura-. Y es que las democracias modernas están estrechamente vinculadas a las conformaciones o constituciones (systasis,constitutio) de las naciones políticas. La democracia moderna surge pues a finales del siglo XVIII tras la Revolución Francesa, a partir de una reorganización, por anamorfosis -no por creación espontánea niex nihiloni por emergencia- del Estado del Antiguo Régimen. Es decir, no surgió a partir de sociedades prepolíticas o preestatales organizadas como naciones étnicas o de individuos que se reunieron por mutuo acuerdo -un acuerdo, además, de carácter político que no puede darse antes de la existencia del Estado, sólo podría darse posteriormente-, sino que nació a partir de sociedades políticas previamente organizadas en la forma del Estado del Antiguo Régimen. Es entonces, en esos momentos, por ejemplo en España a partir de 1808/12, cuando es posible hablar de la transformación de una sociedad autocrática anterior en una sociedad en la que existe una libertad política general, a sociedades con una constitución (systasis,constitutio) democrática. Una sociedad libre compuesta por individuos libres. Pero libres de qué: del despotismo.
¿Y no nos lleva esto a un nuevo problema? Si hablamos de las sociedades democráticas como sociedades definidas en función de la libertad, pero de una libertad en un sentidonegativo, comolibertad de-libres del despotismo-, ¿no nos vemos en la obligación de encontrar una definición de libertad en un sentido máspositivo(libertad para), una libertad objetiva que proporcione fundamento a esas modernas sociedades democráticas? Así creemos que debe ser, y para responder a esta cuestión no podemos más que recurrir, de nuevo, a esos materiales antropológicos e históricos. Unos materiales que, como ya hemos señalado, nos indican que las democracias modernas comienzan a finales del siglo XVIII (aunque haya elementos precedentes en épocas anteriores, ya que nada surge de la nada). Estas democracias, como nos manifiestan estos materiales, sufrirán altos y bajos durante todo el siglo XIX y XX, atravesando cataclismos como las dos guerras mundiales o revoluciones antidemocráticas como la rusa, la fascista o la nazi, pero que tras 1989, con el derrumbe de la Unión Soviética, la hegemonía de Estados Unidos, la globalización y la constitución de la maltrecha Unión Europea vivirán, y viven, su época dorada. Pero si bien esto es así, y si nos enmarcamos en una perspectiva materialista, ¿dónde encontrar el mecanismo basal que hizo posible la pervivencia de estas democracias y que dio y da fundamento a la libertad objetiva de estas sociedades políticas? No podemos recurrir más que a uno: al mercado pletórico de bienes y servicios.
¿Y por qué el mercado pletórico? Porque se trata de una categoría económica y por tanto también política que alcanza una importancia filosófico-ontológica de primer orden, como bien supo ver Carlos Marx. Y es que, efectivamente, podemos ver cómo ese recorrido histórico de la historia de las democracias y su transformación desde los estados del Antiguo Régimen -que hemos resumido en apenas tres o cuatro líneas- coincide plenamente con el recorrido de la sociedad capitalista de mercado. Partiendo del descubrimiento de América, que daría lugar a que por primera vez el comercio fuera realmente global. También, en no menos medida y como ya han señalado algunos historiadores de la ciencia, el descubrimiento de América permitiría que las técnicas, las ciencias y las tecnologías, y España y el resto de Europa con ellas, fueran evolucionando para dar solución a unos mercados cada vez más amplios y, por tanto, a una demanda creciente. Llegando poco a poco a las tecnologías basadas en el carbón y el hierro, pasando después a la electricidad y a la energía nuclear. Todos estos cambios económicos, científicos y tecnológicos a lo largo de estos siglos darían lugar a sociedades políticas -algunas de ellas imperiales- en continuo cambio y transformación; siendo así que a través de la ampliación de la sociedad de mercado pletórico se habría ido abriendo paso la idea de libertad objetiva.
Constatamos, entonces, cómo el desarrollo del capitalismo, en sus diferentes etapas y tipos -uno de ellos el actual capitalismo de mercado pletórico-, ha permitido o dado lugar a configuraciones nuevas determinantes para la historia de los últimos siglos. Y es que lo propio del capitalismo no está sólo en la recurrencia productiva, básico, por otra parte, para el sostenimiento de cualquier economía -cualquier economía ha de ser una economía sostenible, al menos en su recurrencia productiva, si quiere seguir existiendo-. El capitalismo es un sistema económico político -desde el materialismo defendemos que la economía es siempre política y no se puede entender al margen del Estado- basado en la producción de mercancías (y servicios) destinadas a ser intercambiadas a través del dinero para su consumo, generando mediante dicho consumo nuevos ciclos de producción, intercambio (dinerario) y consumo cada vez mayores. Pero danto lugar también, a su vez, de manera creciente, a mercancías (y servicios) nuevas -que pueden correr el peligro de no ser compradas-.
Estos ciclos ampliados y recursivos y la búsqueda de nuevos mercados dan lugar a competencias feroces, conflictos, consumos crecientes de todo tipo de recursos (naturales, animales y humanos), superproducción de mercancías (y servicios) -pudiendo ocasionar las padecidas crisis de superproducción-, conflictos territoriales, legales, empresariales y entre capitalistas y trabajadores -así como entre capitalistas entre sí y también entre trabajadores entre sí-. Sin olvidar las terribles y destructivas guerras económicas y militares que pueden motivar y de hecho han motivado. Pero debemos reconocer, a pesar de todo ello, que el capitalismo es un sistema basado en la producción creciente que da y ha dado lugar a obras que no habrían sido posibles en otros sistemas, como puedan ser, por poner unos ejemplos aleatorios, los rascacielos, los submarinos nucleares o internet. Que sea para bien o para mal es algo a lo que ahora no atendemos -no es el tema de nuestro artículo-. Pero sí que podemos afirmar que sólo en el capitalismo se han dado esos resultados y que incluso en la URSS nunca se pudo llegar a dar el salto a otro sistema; siempre fue otra forma de capitalismo, un capitalismo de Estado.
Por tanto, el capitalismo, por suerte o por desgracia, dado el incremento de los ciclos de producción y de población experimentado en los últimos siglos ha demostrado, hasta el momento, su funcionalidad, su capacidad para seguir la marcha aun con múltiples transformaciones (capitalismo mercantil, industrial, financiero…). Al margen de que se rechace o se defienda esta es la realidad del capitalismo, y no admitirlo es cerrar los ojos a la realidad histórica y presente.
Así pues, una vez constatado esto nos queda una pregunta: ¿en qué consiste el mercado pletórico? Ya dijimos algo al respecto en un artículo anterior, pero aquí profundizaremos un poco más. Para empezar, y aunque sea chocante con el pensamiento imperante, la idea de mercado pletórico es una idea, esto es, una realidad, que se funda antes en la desigualdad que en la igualdad, aunque no la excluye. ¿Desigualdad en qué? En los bienes fabricados o mercancías y los servicios que se ofrecen, así como en los compradores o consumidores de esos bienes y servicios. El mercado pletórico capitalista implica, por tanto, una multiplicidad indefinida de bienes y servicios -una multiplicidad que, aunque sea indefinida, no deja de estar clasificada según los tipos de bienes y servicios ofertados- reproducidos serialmente y distributivamente en un número a poder ser creciente -en el caso de que un bien fuera único su «disfrute» sólo podría ser exclusivo; o bien sería de carácter público, para que todos lo disfruten-. Lo que quiere decir que en el mercado pletórico los bienes han de ser sustituidos tan pronto se consumen o disfrutan, de ahí su carácter indefinido aunque serial -lo que ya indica que un mercado de tal clase sólo es posible una vez se está produciendo o se ha producido lo que llamamos la revolución industrial, que permite tal cantidad de mercancías y rapidez en la producción-. Al mismo tiempo, la competitividad ha de ser feroz. Porque la demanda también ha de ser pletórica, constante y por tanto desigual -si los compradores fuesen todos iguales o en gran número iguales comprarían los mismos tipos de bienes y el mercado pletórico sería imposible-. Es este mercado creciente el que permitirá los imperios modernos y el desarrollo de las naciones democráticas (algunas serán democracias imperialistas), que, en su ampliación, expandirán su libertad a costa de la libertad de otras. Es así, pues, con estas condiciones materiales de coexistencia, como la libertad objetiva o la libertad de especificación, de escoger una cosa u otra (lo que hemos llamadolibertad para), se va abriendo paso en ese breve recorrido histórico esbozado.
Unalibertad paraque, no olvidemos, presupone unalibertad de(libertad de acción; de coacciones que me impiden comprar tal cosa u otra, por ejemplo). Pero unalibertad deque sólo cobra sentido, a su vez, cuando se determinan los parámetros en los que se es libre, ylibre para.
Ahora bien, con todo lo dicho, y siguiendo con el desarrollo de la libertad -y de la libertad democrática, por supuesto- no podemos caer en el mito de la libertad individual. A pesar de que la democracia moderna requiera de individuos libres, con capacidad para el voto individual, ya sólo fijándonos en lo que hemos dicho sobre el mercado pletórico y las transformaciones históricas experimentadas por las sociedades democráticas, estamos en disposición de afirmar que la concepción de la libertad (de y para) como algo subjetivo -el individualismo en el que suelen caer las concepciones liberales- no pasa de ser una burda apariencia, un reduccionismo de carácter ideológico. Una democracia o un mercado no pueden funcionar sujeto a sujeto, ni en función de las valoraciones o apetencias subjetivas, aunque después se afirme su unión; de partida, sólo socialmente, grupalmente (aunque se divida en múltiples grupos, ya sean sus relaciones de conflicto o de cooperación) es posible que un mercado y una nación democrática funcione. Al individualismo metodológico es necesario oponer un socialismo metodológico (y ontológico) de carácter materialista que tenga en cuenta las necesidades históricas, no sólo las subjetivas, así como la constitución grupal, plural y dialéctica de las sociedades y de los individuos que viven en ella. El individuo sólo eslibre paraelegir entre lo que hay, no según emane de su capricho o de su voluntad, y siempre está sometido a las presiones sociales y constituido en la medida de estas.
Desde la perspectiva materialista el individualismo es un una ideología metafísica que hipostasia a los individuos. Por eso resulta falaz el constante diagnóstico de nuestra época -aunque esto tampoco es nuevo- como una época individualista -lo mismo pasaría en los frecuentes casos en los que se hace tanto hincapié al señalar que las religiones protestantes, o al menos algunas de ellas, llevan al individualismo-. El individualismo y el liberalismo o el posmodernismo podrán ser una doctrina, pero no una realidad. Y es que el individuo no es más que una abstracción, no existe elsolo con el solo, sino que los individuos ya, desde el principio, están enclasados, constituidos y moldeados por la matriz social -o por las matrices sociales- en las que aparecen y se desarrollan (la familia, el Estado, la nación, los medios de comunicación, los amigos, la escuela, la comunidad, la empresa, el sindicato…). Por ello alcanzar unalibertad deno nos lleva de por sí a la libertad -un error en el que caen, como decimos, muchos pensadores liberales-, porque librarse de unas ataduras no impide que caigas en otras; en realidad esta libertad negativa es librarse de unas cosas para especificarse en otras -no es posible estar libre de todo-, y, además, librarse de algo no siempre tiene por qué suponer que sea para algo mejor.
Sólo mediante estos mecanismos y desde un socialismo metodológico es posible entender, por ejemplo, los movimientos sindicales del XIX y XX. Los individuos libres de la servidumbre y el vasallaje se vieron, en toda su subjetividad, en las nuevas fábricas. Efectivamente, consiguieron ser libres de su señor o de su esclavitud, pero se vieron al momento siguiente en la necesidad de especificarse por un trabajo u otro, a elegir entre lo que se les ofrecía, en una fábrica u otra. Y así, también, se vieron inmersos en mercados que les ofrecían unos bienes u otros a los que podían acceder en función de su trabajo y su ganancia, en gran cantidad de casos a costa de horas interminables de trabajo libre. Es por ello por lo que, para aumentar su libertad para especificarse, para consumir y vivir, eligieron sindicarse para, en grupo, socialmente, ganar otras libertades -librarse de horas de trabajo, por ejemplo- o incrementar su salario. La libertad de elección, como vemos, no tiene sentido individuo a individuo, subjetivamente; la libertad a la vez quelibertad dees libertad de especificación,libertad paraelegir entre las diferentes alternativas ya institucionalizadas o luchar por conseguir nuevas. Siendo así que podríamos decir que una sociedad democrática se podrá presentar como más desarrollada que otras, esto es, más libre, si consigue alcanzar mayor número de alternativas laborales y consumibles a elegir (libertad para), así como mayor número de conductas a permitir (libertad de) y mayor cantidad de electores -sufragio universal- y de compradores. Democracia y mercado pletórico, pues, van de la mano.
Se comprenderá entonces que la libertad haya de ser referida siempre a la libertad positiva o de especificación, una especificación determinada, tanto de bienes como de opciones políticas; y se comprenderá también que el individualismo no podrá ser considerado más que a nivel ideológico, siendo un mero mito a nivel ontológico y gnoseológico. La libertad es social, un poder social. O más bien múltiple, múltiples poderes que los sujetos podrán ejercer, pero siempre enclasados y encauzados en función de las alternativas existentes, institucionalizadas, en una sociedad concreta; alternativas que serán variables o no en función de las transformaciones -que no siembre se producirán de modo pacífico y progresivo- en esa sociedad que, por otro lado, estará continuamente en contacto, en dialéctica, con otras sociedades (democráticas y no democráticas).
Con todo lo dicho se comprenderá, por tanto, que no estamos atacando a la democracia cuando decíamos lo que decíamos al principio -eso sería caer en el fundamentalismo por vía negativa-. Tampoco estamos negando que en las democracias haya libertad. Y todo esto los electores de los próximos comicios lo tendrán que tener presente. Pero, también dado lo dicho, consideramos que a pesar de que en democracia exista libertad y que sin libertad no haya democracia, esa libertad es tan limitada en muchas ocasiones -sin que deje de ser democracia- que resulta del todo ridículo ir dándose golpes en el pecho proclamándose demócrata.
Y es que como también hemos comentado ya, la democracia supone unaliberta derespecto a las limitaciones del Antiguo Régimen (o de otros más modernos pero más despóticos); pero esalibertad desólo tiene fundamento cuando implica y proporciona unalibertad parao libertad positiva. Esto es, la democracia parlamentaria es capaz de proporcionar a sus ciudadanos una libertad negativa respecto a las tiranías o regímenes autoritarios, ¿pero qué libertad positiva es capaz de ofrecer? Además de recordarnos continuamente que se nos ha librado del régimen represivo, en el caso español, que se nos ha librado del tiránico franquismo, ¿qué nos puede ofrecer más la democracia? Evidentemente, si tiene algo que ofrecer no podrá ser una única cosa y, como no podría ser de otra forma desde nuestro materialismo pluralista y actualista, no en todos los sasos ofrecerá lo mismo ni de la misma manera. Dependerá de los tipos y circunstancias de las democracias.
Para no hablar en abstracto remitámonos a una situación que todos conoceremos, a saber: la democracia parlamentaria española de partidos con listas cerradas y bloqueadas. Un horror antidemocrático para muchos teóricos de la democracia que sólo consideran genuina democracia a aquella que tiene listas abiertas. Desde nuestra perspectiva, aun considerando que una democracia puede funcionar como democracia a pesar de contar con listas cerradas y bloqueadas, sí que podemos afirmar también que los electores españoles, y los de cualquier democracia semejante, dada esta situación, ciertamente se encontrarán con una libertad para elegir las alternativas políticas muy estrecha. Tanto que los electores no tendrán más remedio que votar aquello que se les ofrece por parte de los partidos, tendrán que especificarse en función de ello, sin posibilidad de influir en los planes y programas que estos proponen, por más perniciosos, delirantes o estúpidos que les parezcan.
A su vez, y en lo que respecta a las elecciones, dada la situación de sufragio universal habría que señalar que también en este caso el poder político de cada ciudadano, su libertad positiva en este aspecto, es una parte alícuota y minúscula (más minúscula cuanto mayor sea la democracia en cuestión). Y es que son muy pocos los ciudadanos que han intervenido en los programas electorales, pero muchos los destinados a elegirlos. Y cada voto individual será más insignificante cuantos más sean los electores. De modo que podríamos decir que aquellos hombres demócratas que, en los días de elecciones, tras el sesudo y subjetivo día de reflexión, se dirigen a su colegio electoral, papeleta en mano, disfrutando del momento en el que introduzcan su voluntad en la urna, son presos de la ilusión democrática. Es decir, presos de la falsa creencia que tienen estos votantes en el efecto de su voto. Creen transformar a través del voto sulibertad deenlibertad para, en poder, cuando, en realidad. la mayoría que gana sólo es un resultante aleatorio de la composición sintética de millones de votos independientes. Todavía mayor será la ilusión democrática de esos hombres demócratas cuando alientan a sus compatriotas a ejercer el voto, porque su democracia los necesita, sin percatarse de que, de ese modo, lo que están haciendo es reducir aún más la significancia de su voto.
Y en esta situación, esa reducción de la libertad positiva que nos proporciona la democracia parlamentaria será igual tanto si se convocan elecciones cada cuatro años, como si se convocan cada diez o cada semana. Es por ello, en fin, por ser la mayoría ganadora tan sólo una resultante aleatoria producto de la mera suma de votos independientes, por lo que resulta absurda una idea tan metafísica como la de la voluntad general. Una voluntad general que, en todo caso, el propio resultado de las elecciones mostraría siempre como dividida, al resultar una cantidad de votos favorables a un partido o candidato, otra cantidad a otro, etc.
Pero no queda la cosa ahí. La libertad positiva que proporciona la democracia puede quedar aún más mermada incluso después de las elecciones. ¿Cómo? Al darse la posibilidad de coaliciones entre minorías. Cuando tras las elecciones la opción mayoritaria no consigue una mayoría suficiente o absoluta como para formar gobierno, es posible que otras opciones menos votadas pero en coalición se hagan con el poder, desplazando a la opción mayoritaria. Así, el supuesto mandato soberano indicado por el voto mayoritario queda en nada, y la asamblea nacional es la que pasa a ejercer realmente la soberanía nacional. Una asamblea o parlamento democrático que, además, como en el caso español, puede llegar a parcelar el voto de los españoles. No basta con que el voto de cada ciudadano, su libertad positiva al respecto, quede reducido de forma irrisoria en la masa aleatoria de votos, sino que, además, el Parlamento -que para eso es el representante de la soberanía nacional- puede aprobar Estatutos de Autonomía -como de hecho ha aprobado- que parcelen el territorio español y excluyan a esos territorios en algunos tramos de la legalidad vigente para el resto. De modo que el limitadísimo voto de algunos españoles queda reducido aún más ya que, con su voto, no tienen potestad, esto es, libertad, para decidir en lo que se refiere a la legislación y la administración (por ejemplo, de los tributos) en esos territorios blindados por los Estatutos y aprobados por el Parlamento de todos los españoles. ¿No supone esto también una ruptura brutal de la igualdad democrática de los españoles? ¿No queda reducida de nuevo la libertad positiva de los españoles por más que estén en democracia? ¿Qué poder de decisión o de influencia tendrán los españoles con su voto dadas estas condiciones? ¿No podríamos llegar a pensar que en estas situaciones lalibertad dela tiranía que ha proporcionado la democracia ha servido a los españolesparabien poco? ¿No podría llegar a ser, si continúa así o va a más, el progreso aportado por la democracia una mera apariencia falaz o incluso un retroceso? ¿Es posible estar orgulloso de una democracia así? ¿Es posible sentir afecto por una democracia que no sólo limita hasta lo irrisorio el poder de voto de sus ciudadanos sino que además admite y hasta financia a sediciosos capaces de destruirla? ¿Es posible estimar a una democracia que, como diría Cervantes, es capaz de criar a la sierpe en su seno? ¿No hay que tener muchas tragaderas para estar orgulloso y creer firmemente en el poder del voto y en el progreso democrático dadas estas condiciones?
Un progreso que los representantes de la soberanía, esos mismos que no tienen tapujos en dividirla, parcelarla, limitarla y comerciarla, no se cansan de abanderar, maquillar y vender a los electores. La democracia, nos dicen, nos ha traído el progreso, el conocimiento, la razón y la libertad. Pero, aun concediendo y reconociendo que la democracia nos ha aportado una libertad de o libertad negativa respecto a regímenes anteriores, que no es poco, ¿no podría resultar excesivo afirmar que sólo la democracia nos ha traído progreso? ¿No son progreso también, por ejemplo, la revolución industrial y científica anteriores a la democracia? ¿Deberemos decir que la URSS, aunque fuera una de las dos superpotencias mundiales del siglo XX, era una sociedad atrasada y sin libertad porque no era una democracia parlamentaria? ¿Cómo explicar entonces todos sus logros científicos, tecnológicos, militares y sociales -al margen de las opiniones que se tengan sobre ella-?
Y no, de nuevo lo negamos, no estamos atacando a la democracia con todo esto que hemos dicho. Sería absurdo. Pero sí creemos que los electores, ante las nuevas elecciones, deben plantearse todos estos asuntos, aunque sólo sea en el día de reflexión. Lo que sí estamos diciendo es que conviene que los electores sean conscientes de cómo la clase política usa de todas estas luminosas ideas que hemos ido mostrando y criticando, unas ideas que son tan luminosas que ciegan. Y conviene, en consecuencia, que se limiten sus pretensiones y sus manipulaciones.
Y no, no estamos atacando la democracia por todo lo dicho, porque ello supondría caer en el fundamentalismo democrático por vía negativa. De lo que se trata, por el contrario, es de concebir a la democracia como una categoría política más. Como un tipo de régimen político al que se ha llegado una vez alcanzado un determinado estadio histórico, no como producto de la voluntad del pueblo o como una explosión de libertad, no, sino como una concatenación histórica de fuerzas y transformaciones que lo han permitido y lo siguen permitiendo (por el momento).
Así pues, defiéndase la democracia española, vótese, búsquese mejorarla. No podemos estar más de acuerdo en ello, y para ello dedicamos nuestros esfuerzos. Pero siempre, a la hora de participar, conociendo tanto sus virtudes como sus vicios. Sin miedo ni esperanza. Y sin necesidad de sentirse orgullosos del supuesto progreso y libertad que nos ha traído. Con que funcione y funcione bien vale, que no es poco.
[1]Pero no de un materialismo cualquiera, sino del materialismo filosófico gestado por Gustavo Bueno y la Escuela de Oviedo, sin el cual no podríamos decir lo que decimos. Para todos aquellos interesados en profundizar más en todos los aspectos aquí tratados recomendamos la lectura deEnsayo sobre las Categorías de la Economía Política,Primer ensayo sobre las categorías de las Ciencias Políticas, elPanfleto contra la democracia realmente existente,Zapatero y el pensamiento AliciayFundamentalismo democráticode Gustavo Bueno. O en su defecto elDiccionario Filosóficode Pelayo García Sierra.