La moneda siempre fue compañera del Imperio

Artículo para El Basilisco.

La moneda siempre fue compañera del Imperio (Luis Carlos Martín Jiménez, El Mito del Capitalismo. Filosofía de la Moneda y del Comercio, Pentalfa, Oviedo 2020).

El Basilisco. Revista de materialismo filosófico. Número 55 (2020).

https://fgbueno.es/bas/bas55g.htm

Lección 3 sobre Marx: Teoría del valor y crítica a la Economía política clásica.

Cuaderno de Bitácora o Diario de Navegación: “Navigare necesse; vivere non est necesse” (Cneo Pompeyo Magno, general romano, según Plutarco en “Vida de Pompeyo”) Marzo de 2018: Lección 3 sobre Marx: Teoría del valor y crítica a la Economía política clásica.

Lección 3 sobre Marx: Teoría del valor y crítica a la Economía política clásica.

Lección 2 sobre Marx: Crítica al Idealismo humanista de Feuerbach.

Cuaderno de Bitácora o Diario de Navegación: “Navigare necesse; vivere non est necesse” (Cneo Pompeyo Magno, general romano, según Plutarco en “Vida de Pompeyo”) Marzo de 2018: Lección 2 sobre Marx: Crítica al Idealismo humanista de Feuerbach (Tesis 11ª sobre Feuerbach) y la nociones de ideología y de alienación.

Lección 2 sobre Marx: Crítica al Idealismo humanista de Feuerbach.

Lección 1 sobre Marx: Crítica al Idealismo absoluto de Hegel.

Cuaderno de Bitácora o Diario de Navegación: “Navigare necesse; vivere non est necesse” (Cneo Pompeyo Magno, general romano, según Plutarco en “Vida de Pompeyo”) Marzo de 2018: Lección 1 sobre Marx: Crítica al Idealismo absoluto de Hegel.

Lección 1 sobre Marx: Crítica al Idealismo absoluto de Hegel.

Contra la reducción cerebrocentrista

Artículo para Posmodernia.

18 de diciembre de 2020.

I. El cerebrocentrismo puede definirse como la tendencia a explicar todos los asuntos humanos –todo el espacio antropológico– de forma reduccionista, esto es, refiriéndolos únicamente al cerebro –reduciendo el espacio antropológico, alotético, relacional, a propiedades autotéticas, esto es, aquellas que en las que la predicación se resuelve en el propio ámbito de cada uno de los términos de la clase–.Tendencia que puede encontrarse en libros de neurocientíficos famosos como Antonio Damasio –que cuenta con un libro de elocuente título para lo que nos incumbe: Y el cerebro creó al hombre–, Zemir Seki, Francisco Mora o Gazzaniga, en libros de divulgación científica como los de Eduard Punset, en libros de autoayuda, en tertulias televisivas, etc.

Desde hace unas décadas, y más exactamente desde la llamada «década del cerebro», la de 1990, hemos podido ver la proliferación de disciplinas neurológicas que invaden todos los espacios de nuestras vidas (educación, ética, religión, economía, filosofía, política, etc.). Son las neuro-X, que pretenden absorber en sus campos, cual agujero negro, a multitud de disciplinas, en especial a las ciencias sociales o a las humanidades. Tampoco hacen ascos a cualquier otro tema que se tercie: amor, elección de trabajo, márquetin, altruismo, redes sociales, egoísmo, la felicidad, etc. Hablamos de un reduccionismo casi infinito, ya que estas neuro-X pretenderían tener la respuesta para casi todo. Si todo lo humano es susceptible de ser reducido al cerebro, ¿cómo no iban a poder explicar las neuro-X todos los aspectos que se imaginen, cómo no fagocitar en su campo toda la realidad?

II. Por otra parte, el sujeto (temático) en las neurociencias, y en psicología cognitiva, aparece con un doble papel: como cerebro creador y como objeto de entrenamiento. Parece, según nos dice la neurociencia de la que hablamos,que es el cerebro lo que nos hace humanos. Y así, del campo de una categoría científica, damos el salto a la antropología filosófica, pretendiendo definir (autotéticamente) qué es el hombre. Sin el cerebro, se dice, no seríamos capaces de percibir ni de conocer el mundo. Y se dice con razón, nadie lo negaría. Pero tampoco se puede negar, a nuestro juicio, que esto constituye una falacia que consiste en tomar la parte por el todo. Porque el cerebro, al contrario de lo que podría parecer, no es el que percibe ni el que conoce, sino quelo hace el organismo en su conjunto, que está incluido en un contexto social, cultural y ecológico determinado. La conformación del cuerpo humano se produce en y por su relación ecoetológica con su mundo entorno. Si no fuese de este modo sería algo así como un homúnculo, un «fantasma en la máquina». Por tanto, la importancia del cerebro no estaría sólo en «crear» una cosa u otra (en desarrollar una red de conexiones neuronales u otras), ni en percibir una cosa u otra, sino en mediar en lo que los organismos necesitan para vivir, siempre en función de lo que el medio le exija y le ofrezca. 

Un ejemplo de esto nos lo da la plasticidad cerebral. Esta nos muestra que el cerebro es capaz de variar enormemente en sus configuraciones para dar respuesta a los mismos fenómenos, y que, por tanto, también es dependiente de las conductas del sujeto y del ambiente ecológico y sociocultural en el que dicho sujeto se encuentre y desarrolle. Por tanto, podríamos afirmar que el cerebro sería, al menos, tan dependiente de esas variables «externas» como causa de ellas. 

III. Otro error que podemos señalar de esta reducción de toda la dimensión humana al cerebro está en tomar al cerebro como objeto de entrenamiento. Y es que el cerebro, a pesar de que se abuse de la metáfora, que no deja de ser una metáfora, no es un órgano que tenga sensibilidad ni pueda ser sujeto de entrenamiento como si fuese un músculo. Las modificaciones que pueda experimentar el cerebro dependen, de nuevo, de las actividades del organismo en su conjunto –actividades que implican a otros organismos, ya sean humanos ya animales o vegetales–, y son estas actividades las que producen y dejan «huellas» en el cerebro y en el resto del organismo. De modo que el cerebro, y su estructura, no podrían tomarse directamente como la causa del conocimiento, o del aprendizaje, sino que sería antes al revés. La estructura del cerebro (de sus redes neuronales) sería la que es porque es producto de los conocimientos que va adquiriendo. Es algo a posteriori, no a priori, por lo que no puede ser entendido como si de una causa primera se tratara.

Recurramos a un archiconocido ejemplo: se sabe que los taxistas de Londres tienen un desarrollo mayor del hipocampo que otros sujetos humanos, pero dicho desarrollo de las redes neuronales del hipocampo no es algo que haya «creado» el cerebro, sino que es producto de su continua experiencia y aprendizaje como conductores. Sería estúpido decir, no conozco a nadie que lo haya defendido, que son taxistas porque tenían ya esa zona más desarrollada –sin negar que haya casos en los que determinados individuos puedan desarrollar mejor que otros ciertas actividades porque hayan nacido con ciertas disposiciones que se las faciliten, pero también es cierto que necesitan entrenar y reforzar dicha actividad para poder desarrollarla–. Lo mismo pasaría cuando hablamos del resto de redes que el cerebro construye a lo largo de su desarrollo en todos los ámbitos del conocimiento. Lo que no quita para que, una vez producidas dichas modificaciones, se entre en un «bucle de recurrencia» en el que el desarrollo del cerebro produzca un mejor y mayor conocimiento, y este mejor y mayor conocimiento pueda provocar nuevos cambios, etc. En esta situación ya podríamos hablar del cerebro como co-causante; es decir, nunca debemos entender que su papel como causa sea de forma aislada, siempre está determinado y acompañado por el organismo al que pertenece y el contexto en que este se encuentra. Y es que, como vimos en un artículo anterior acerca de la causalidad, cuando se elimina, evacúa o ignora el esquema material de identidad en el que tienen lugar los procesos causales, se llega a absurdos de difícil resolución.

IV. A nuestro juicio, lo más importante para entender el cerebro es tener en cuenta lo que ocurre en su desarrollo. Un desarrollo que nunca es aislado, como si fuera un hombre flotante aviceniano. El cerebro no está ya programado, como bien se dan cuenta aquellos que se inscriben en la corriente conexionista; sin perjuicio de pueda contar con funciones –sobre todo vitales–ya dadas. Eso no se puede negar. Si bien, su propia plasticidad muestra, como hemos dicho, los efectos del contexto cultural, conductual y ecológico en que se encuentra el organismo. Podríamos decir por ello que lo que el «cerebro conoce» no lo conoce por sí solo, ni por sí mismo, sino que depende del organismo y de los contextos o entornos culturales y ambientales en los que el organismo, al que pertenece, se encuentra y en los que actúa. En definitiva: la conducta del organismo es esencial para entender el modo de funcionamiento del cerebro. 

Repetimos que no se trata por nuestra parte de negar la importancia del cerebro en todo esto, eso sería absurdo, sino que lo que pretendemos es señalar que no es «el primero» en estas cuestiones ni «está solo». Es todo el organismo el que participa. Igual que no es sólo el estómago, por ejemplo, el que realiza el proceso digestivo.

De ahí que peguntas como: ¿cómo forma el cerebro al yo (o a la conciencia o el conocimiento)? Son preguntas mal formuladas desde un principio, porque no se pueden formular así, ya que están pidiendo el principio. El yo (o la conciencia o el conocimiento) no es algo que emerja del cerebro, sino que tiene un carácter alotético, que implica relaciones con otras realidades –presentes en el espacio antropológico–. Por ejemplo, se podrán buscar todas las áreas y funciones cerebrales que se quieran implicadas del habla, y no carecerán de una pizca de importancia, pero también es cierto que el mismo hecho de hablar es constitutivamente alotético. Hablamos porque hay otros a los que hablar, porque tenemos un lenguaje intersubjetivo y suprasubjetivo con el que hablar y unos referentes objetivos sobre los que hablar. Como afirma Gustavo Bueno, «el lenguaje, y en particular los lenguajes dotados de pronombres personales, constituyen una categoría que no puede reducirse al terreno psicológico subjetivo del hablante, precisamente porque las palabras, incluso los pronombres personales, no pueden confinarse al terreno de la «mente individual» o del «cerebro individual», sino que requieren contar con contenidos extrasubjetivos, extrasomáticos, a saber, tanto los constituidos por otros sujetos distintos de la primera persona, como con las cosas impersonales significadas mediante las cuales el lenguaje intersubjetivo es posible»[1].

Afirmar que el cerebro creó al hombre es una «salvajada filosófica», un reduccionismo de lo más burdo. Porque supone definir al hombre mediante propiedades que supuestamente le corresponden intrínsecamente, aunque se supongan dadas por la evolución biológica. Porque, como decimos, se está excluyendo en esa evolución al sujeto corpóreo que es el hombre. Y también se excluyen todas las conexiones y relaciones que esos sujetos corpóreos han ido construyendo –y desechando–. Como, por ejemplo, las relaciones que los sujetos corpóreos humanos establecieron y establecen con los animales de su ecoentorno. Excluyendo, por tanto, la necesidad, para establecer una definición de qué sea el hombre –si es que una definición al uso es posible–, de tener en cuenta la relación de dominación que el hombre ejerce sobre los animales a partir de un determinado momento. Excluyendo, en definitiva, la posibilidad de decir que la propiedad alotética de dominación distingue entre hombres y animales, porque los hombres dominan a los animales y no al revés. Pero también distingue a unos hombres con otros, pues hay hombres que dominan a otros.

Lo mismo ocurre con la idea de yo, que si es algo –ahora no nos detendremos en una definición filosófica del yo o ego– es algo sociocultural e histórico, es una construcción histórica y filosófica. Es decir, tanto el yo como la conciencia o como el conocimiento, y tantas otras cosas, tienen un carácter institucional (cultural) e histórico-social, no son asunto exclusivo de la neurociencia o de la psicología cognitiva (sin perjuicio, repetimos, de que lo que estas disciplinas puedan decirnos sobre que el cerebro contribuye en gran medida a entender el yo (o la conciencia o el conocimiento)). Y es que, repetimos otra vez, hasta el propio funcionamiento del cerebro está a expensas de la sociedad. Por ejemplo, se sabe que la invención de la escritura ha reorganizado algunas funciones del cerebro. La racionalidad humana, según esto, no se da a escala intracraneal, sino a escala quirúrgica e institucional.

V. Una vez dicho todo esto, creemos que ya se podrá comprender lo importante que es resaltar la constante falacia mereológica cometida por muchos neurocientíficos y cognitivistas: se atribuyen al cerebro capacidades que sólo tiene el organismo en su conjunto, es decir, de nuevo se toma la parte por el todo. No es el cerebro el que «rastrea o selecciona la información» que requiere para una actividad u otra, sino que es el sujeto corpóreo con sus operaciones, sus sentidos y su cerebro, su organismo entero en definitiva, el que lo hace, lo cual evidentemente involucra y afecta a su cerebro.

Acciones como pensar, razonar, decidir, así como ver, saborear, etc., no son únicamente funciones cerebrales, sino que tienen una estructura que, a su vez, viene histórica y socialmente determinada (nosotros no percibimos igual, por ejemplo, la Luna o el Sol que otra persona de hace 4.000 años, nuestros conceptos sobre estos astros, que no han emergido del cerebro, son diferentes y por tanto la percepción de ellos también; no podemos percibir ni conocer el mundo al margen de nuestros conceptos y teorías acerca de él, conceptos y teorías que nos son inculcados desde la más tierna infancia). La visión o el habla no están localizados exclusivamente en unas redes neuronales específicas o unas partes del cerebro (en las áreas 17, 18 y 19 de Brodmann (lóbulo occipital) o en el área de Broca respectivamente). ¿Por qué? Obviamente porque sin los órganos de la visión, el modo en que se ha aprendido a ver y el entorno en el que el organismo está, el cerebro no puede participar en el proceso de visión, un proceso mediado por los conceptos que hemos mencionado. Y porque el lenguaje es una complejísima institución supraindividual y temporalmente previa que envuelve al sujeto; es más, da forma a su estructura cerebral.

Este error, esta falacia mereológica, es cometida por muchos cognitivistas y neurocientíficos –no por todos– en el afán por negar el dualismo de corte cartesiano, lo que les hace negar el cogito, la mente cartesiana, para recaer en un monismo reduccionista hipostasiando al cerebro. Sustituyen al yo espiritual e incorpóreo por el cerebro en una cubeta.

VI. Lo mismo podríamos decir cuando se trata de explicar la mente o la conciencia desde una reducción cerebral. Partiendo desde una postura materialista (que no corporeísta, es decir, considerando que no sólo lo corporal es material –un teorema matemático, la distancia entre dos objetos, un dolor, una norma conductual, una sensación, o un campo magnético son tan materiales como un cuerpo–), podríamos decir que en este punto el fallo de las ciencias neurológicas y cognitivas es tratar de explicar «lo mental» o «la mente» como si fuese algo que cayese exclusivamente dentro de su campo gnoseológico, es decir, de su campo de estudio. Porque «la mente», si es algo, no es algo que «esté» en la cabeza, ni en el cerebro, está en lo que los hombres son y en lo que los hombres hacen –como hemos dicho, la racionalidad es institucional–. Es, por ello, una Idea además de un concepto científico. De ahí que no la veamos presente sólo en el campo una ciencia, sino que es estudiada por varias y, también, por la filosofía.

VII. ¿También por la filosofía? ¿Qué pinta aquí la filosofía? Precisamente por lo que acabamos de decir, porque se trata de una Idea. Cuando mediante series de operaciones normadas sobre una diversidad de clases de términos (en este caso las neuronas, el neocórtex, las sinapsis, las áreas cerebrales, los axones, etc., etc.) se consigue establecer un cierre a través de identidades sintéticas (verdades o teoremas), que son las que consiguen cerrar el campo categorial, se constituye una ciencia. La cual en su desarrollo va estableciendo sus principios. Esa ciencia tiene un campo cerrado –que no clausurado– sobre el que opera, ese campo es la categoría científica. En filosofía no ocurre eso, porque las ideas filosóficas se configuran como producto de la confluencia (por inconmensurabilidad, incompatibilidad, etc.) del tratamiento que varias ciencias hacen de un concepto. De modo que en cada ciencia ese concepto (sigamos con el ejemplo de la mente) recibe un tratamiento distinto que no casa del todo con el tratamiento recibido desde otras ciencias, desde otras categorías. Es ahí donde entra la filosofía –por eso la filosofía habría que concebirla más como la «hija» de las ciencias (y de otras disciplinas y prácticas) que al revés, como se hace a menudo–. De modo que ante esa situación «extracategorial», la filosofía tiene que intervenir –aunque pueda hacerlo con operaciones o procedimientos parecidos a las ciencias, esto es, con operaciones de análisis y síntesis–, intentando poner orden con su crítica sistemática en esos choques o inconmensurabilidades categoriales, clasificando las distintas concepciones de esa idea –que es ya idea y no sólo concepto categorial– y presentando sistemáticamente la forma correcta de concebir la idea correspondiente.

La idea de mente, o de conciencia o de yo es un caso de esto. De modo que nuestra crítica sería esta: a las ciencias cognitivas y neurológicas no les corresponde, al menos en exclusividad, el estudio de la mente o de la conciencia o del yo. La mente, o la conciencia o el yo no son sólo conceptos, son también ideas, construidas históricamente, en ocasiones a lo largo de siglos. Por eso a las ciencias neurocognitivas les corresponde el estudio de las redes neuronales, de los sistemas perceptivos, de la plasticidad cerebral, de las diferentes funcionalidades del cerebro, de la interacción entre el cerebro y el resto del cuerpo, etc., que pueden ser muy importantes para el conocimiento de la mente. Pero no les corresponde propiamente el estudio de la mente, porque no es algo que se pueda tratar (sólo) científicamente. Como tampoco podemos decir que a la biología le corresponda el estudio de la vida, o a la zoología el estudio del animal. ¿Esto significa que las ciencias pertinentes no tengan nada que decir? No, claro que no. Y menos si, como decimos, no puede hacerse filosofía ni hay ideas filosóficas al margen de las ciencias, porque sin estas no existirían. Por eso el filósofo, a la hora de tratar de estas ideas tiene que tener en cuenta los materiales y resultados, las verdades, que le proporcionan las ciencias, pues este es el material sobre el que trabaja. Y gracias a esto, al trabajo de las ciencias, el filósofo tiene las armas e instrumentos, junto con un sistema filosófico, con el que afrontar el tratamiento de las ideas pertinentes.

VIII. Concluimos. El cerebro, o su estructura, no puede ser visto en principio y antes que nada como causa, sino más bien como efecto de las conductas orgánicas en un entorno etoecológico y de los sistemas institucionales o culturales. Sin negar nunca las estructuras cerebrales básicas que, evolutivamente, hayan podido constituirse y con las que nacemos.

El carácter constitutivamente aliorelativo, alotético, de los hombres, que marca su evolución biológica, es fundamental para entender al cerebro y sus estructuras y redes neuronales. Lo que no quita para que, una vez constituidas, esas redes o estructuras cerebrales incidan a su vez en las conductas y los sistemas culturales. Es un proceso de retroalimentación continuo. Porque el cerebro rige las funciones del cuerpo y sin él el cuerpo no funcionaría, sí, nadie lo negaría, pero sin el cuerpo, sus desarrollos, sus operaciones y sus relaciones con otros sujetos y otras realidades de su entorno tampoco se puede entender el funcionamiento del cerebro. La reducción cerebrocentrista implica una concepción antropológica de orden autotético, como si fuera una sustancia aristotélica, cuando los hombres deben definirse alotéticamente, en referencia a otros sujetos y a otras realidades que le rodean. En tanto en cuanto el sujeto es sujeto corporal –no un «sujeto cerebral»– y por tanto operatorio, está inserto en un contexto social, cultural y etoecológico que determina el comportamiento y curso del cuerpo y con él el del cerebro, así como esos sujetos determinan en muchas ocasiones los cursos y estructuras que le rodean (es una relación dialéctica de construcción, y destrucción, mutua). Dicho de otra forma: Naturaleza y Cultura –dos mitos hipostasiados, dos ideas metafísicas–están trabadas y conjugadas indisolublemente. No hay una dicotomía, ni, a raíz de dicha dicotomía, es posible reducir la una a la otra; lo que hay, a nuestro juicio, son múltiples involucraciones (con sus distinciones pertinentes).


[1]Gustavo Bueno, Individualismo y colectivismo en el siglo XXI. Perspectivas. Disponible en: http://fgbueno.es/gbm/gb2011ic.htm.

Contra la reducción cerebrocentrista. Emmanuel Martínez Alcocer

Filosofía y Democracia

Artículo para Posmodernia.

24 de noviembre de 2020.

Filosofía y democracia

En estos días de polémica, generada por la próxima ley educativa, ya conocida como ley Celaá, las conexiones y relaciones entre la Educación, o el sistema educativo, y la Nación política (hay quien se limita a hablar de la democracia, o como mucho de la democracia española) se han removido de nuevo. Son muchísimos los aspectos que de esta ley pueden criticarse y que se han criticado: eliminar el español –que no el castellano– como lengua vehicular, esto es, común, para todos los españoles que reciben su derecho a la docencia; los aspectos referentes a colegios de educación especial y colegios concertados; la posibilidad de pasar de cursos y recibir el título académico sin necesidad de haber aprendido siquiera a escribir… Aunque, en realidad, esta ley no viene más que a dar la puntilla, en su imparable progreso, a lo que ya hemos podido ver desde hace décadas.

Pero no es de aspectos criticables de la ley Celaá de lo que queremos hablar, brevemente, en este artículo. Lo que vamos a señalar es más concreto, aunque no por ello menos importante ni menos trascendental, a saber: la importancia de una educación filosófica para una democracia. Una democracia –ya hemos tratado en estas páginas de esta idea, de modo que no profundizaremos mucho– ha de contar con unos mecanismos de elección de gobernantes que se basan en el voto libre de los ciudadanos soberanos. En unas democracias los plazos de voto serán mayores o menores, los mecanismos de voto serán unos u otros, y los ciudadanos que votan podrán ser de mayor o menor número. Pero la elección libre mediante el voto es uno de los aspectos tecnológicos –no ya sólo ideológicos– definitorios de una democracia (en toda institución podemos distinguir unos momentos tecnológicos y otros nematológicos). De modo que podremos decir que una democracia es más libre que otra (u otras) en la medida en que los electores tengan una mayor capacidad de elección que otras. Porque el grado de libertad democrática no se puede medir en función de una idea perfecta de democracia que queramos construir, por más que nos empeñemos, sino en función del resto de democracias existentes.

De ahí se sigue que para que una democracia tenga un mínimo de funcionamiento y recursividad, una mínima fortaleza y capacidad de continuar en el tiempo, requiere de distintas opciones políticas –al menos dos– a elegir por parte de los electores. Y requiere a su vez, por tanto, de electores libres, estando parte de libertad de los mismos en que existan varias opciones a elegir, igual que sucede en el mercado económico de bienes, servicios, activos y capitales. Pero para poder elegir entre las opciones disponibles los ciudadanos deben tener unos criterios mínimos que le permitan discriminar cuál es la mejor de las opciones disponibles. Es decir, los ciudadanos, o al menos un número suficiente de ellos, deben contar con unos conocimientos que les permitan saber en qué situación económica, política, geopolítica, social… se encuentra su Estado, su Nación política y, por tanto, su democracia. Y es en función de esos conocimientos, y de los criterios de discriminación o juicio que esos conocimientos proporcionan, como estos ciudadanos pueden juzgar si los planes y programas que las diferentes opciones políticas proponen son mejores o peores –incluso al margen de que, por las vicisitudes políticas, esos planes y programas se puedan realizar o no–.

Aquí la filosofía, o la educación filosófica, tiene un papel de gran importancia. Porque una de las tareas básicas de la filosofía es ayudar –y decimos ayudar porque otras disciplinas también ayudan–, en una sociedad democrática, a formar ciudadanos libres. Por un lado porque, bien enseñada, enseña a los alumnos, futuros ciudadanos electores, los rudimentos básicos de razonamiento –por ejemplo enseñando lógica proposicional o lógica de clases–. Por otro porque, bien enseñada, enseña a los futuros electores el origen e historia de muchas de las ideas filosóficas presentes en una democracia –la idea de persona, la idea de Estado, de sociedad, de derecho, de democracia, de libertad, de poder, de igualdad, de justicia, etc.– y que la atraviesan de parte a parte. Y por otro porque, si está bien enseñada, enseña, a través de los diferentes sistemas filosóficos y su ejercicio, cómo esas ideas están en constante dialéctica, por lo que es esencial ser capaz de discriminarlas y entender cómo se modulan, se entretejen y cómo no. Es más, diremos que quizá no haya sitio mejor que los colegios e institutos para la educación filosófica. Porque esta disciplina es una disciplina de segundo grado: no se puede filosofar en el vacío o por lumínicas intuiciones. La filosofía es un saber que requiere de saberes y prácticas previas (como los que proporciona la música, la física, la lingüística, la biología, la historia, la matemática o la religión). Saberes con los que se instruye, de mejor o peor manera, en los centros educativos de primaria y secundaria a los futuros electores. De ahí que el intento en una democracia –no entramos ahora en otro tipo de regímenes– de minimizar, anular o desplazar a la filosofía en el sistema educativo, como hemos visto desde hace años en España, da pistas de las derivas que dicha democracia está adoptando.

Un modo de conseguir esto es desprestigiando a la disciplina misma: ¿Filosofía, y eso pa’ qué sirve? Aunque sucede en otros saberes: ¿Integrales, y para qué voy a usar yo esto en mi vida?; ¿Y para qué me sirve a mí saber la estructura de una célula? Es decir, mediante un supuesto pragmatismo vital de corte subjetivista –sólo requiero conocimientos que me sirvan «para mi vida», cuyo desarrollo ya se supone que conozco–, se desprestigian conocimientos a los que se ha despojado de todo valor –otra idea filosófica– práctico o vital.

Orto modo consiste en vaciar a la disciplina de sus contenidos determinantes. Por ejemplo convirtiendo a los profesores en meros expositores, en meros cronistas o en meros lectores de diapositivas –conversión que puede llevar a los propios profesores a pensar en la superfluidad de lo que enseñan–. Esto en filosofía se consigue reduciendo la historia filosófica de la filosofía –que, como hemos comentando antes, enseña la dialéctica polémica entre ideas y sistemas filosóficos– a la historia filológica de la filosofía; reduciendo lo filosófico a lo filológico. Y la reducción de lo filosófico a lo filológico, esto es, la reducción del filósofo o del profesor de filosofía a un simple conocedor y expositor «de lo que dijo» Platón, Suárez o Espinosa, es un modo de desactivar el corrosivo papel de la filosofía. Ese saber de segundo grado triturador de mitos pasados y presentes.

Mitos que no por democrática dejan de estar presentes en nuestra sociedad; hasta podríamos decir que han experimentado un crecimiento exponencial pocas veces antes visto. Pero su condición de mitos –discursos los llaman algunos– no les resta un ápice de capacidad de influencia sobre los ciudadanos electores. Hasta tal punto que son capaces de obnubilar los juicios y condicionar los votos en una dirección u otra.

Por tanto, dado todo lo expuesto, ¿no podríamos decir que una adecuada educación filosófica sería capaz de proporcionar elementos de juicio a los electores que lograran minimizar el impacto y condicionamiento de estos mitos hábilmente vertidos por las diferentes opciones políticas? Y si esto es así, ¿no podríamos llegar a pensar que si no se ofrece una educación adecuada, tanto en filosofía como en otras disciplinas, es porque permite a dichas opciones políticas una mayor capacidad de influencia sobre los electores? Es más, ¿no podría llegar a suceder que una democracia en esas condiciones llegue a corromperse de tal modo que comprometa su propia recursividad, es decir que si eliminásemos la capacidad de elección libre eliminásemos su carácter de democracia, siendo ya otra cosa, pero no democracia? ¿No podríamos decir que en esas condiciones la libertad –libertad democrática, si se quiere– de los ciudadanos electores queda muy reducida, si no anulada? ¿No deberíamos entonces de dejar de hablar de ciudadanos y empezar a habar de súbditos?

El triunfo de lo efímero.

La realidad es que el contexto actual nos induce al abandono de la lectura, esa placentera práctica que nos hace más libres. No solo por aportarnos conocimientos esenciales, sino por estimular nuestro intelecto, por hacernos pensar. Ni que decir tiene que esto no es por azar. Enlazándolo con la novela: si leemos, tenemos argumentos, opinión propia, sin condicionamientos. Y nada puede haber más peligroso para los que manejan las sociedades. Nos prefieren con pensamientos comunes, que no se salgan de las líneas sibilinamente impuestas. Tranquilizados con la información que nos hacen llegar. Sometidos a su albedrío.

Lo mismo que en la novela de Bradbury se quiere acabar con los libros argumentando que la lectura hace infelices a las personas, ahora han conseguido que no leamos por pura pereza, porque nuestra atención es cada vez menor. Hoy, hacer leer en papel a un niño —nacido en la era digital y rodeado desde su nacimiento por multitud de dispositivos eléctricos (móviles, tabletas, ordenadores) que, en muchos casos, han sido sus niñeras por comodidad de los padres— es casi una misión imposible. No son capaces de disfrutar con lo que leen. Apenas lo consiguen cuando la temática está adaptada a sus preferencias, como pueden ser la vida y aventuras de un youtuber o influencer al que siguen virtualmente. Y si se trata de obras clásicas, llegamos al nivel de odisea.

Si nos cuesta tanto leer es también porque nuestra capacidad de atención se ha reducido notablemente. En este mundo caracterizado por la inmediatez y la aceleración de acontecimientos, la atención es un bien escaso y en constante descenso. En el año 2000, Microsoft hizo un estudio que calculaba la atención del ser humano en doce segundos; para 2013, ese tiempo ya había caído a nueve segundos. Actualmente, se estima que las personas no prestamos atención durante más de ocho segundos seguidos. Tanto es así que, si una página web no se carga en menos de tres segundos, casi la mitad la abandonamos.12 Por eso tienen tanto éxito los vídeos, cada vez más cortos. Se han convertido en la fórmula perfecta para captar la atención, sobre todo de los más jóvenes. Este concepto lo ha entendido a la perfección TikTok, la red social diseñada para crear, editar y compartir vídeos de no más de quince segundos. Así se entiende que se rechacen los libros por el esfuerzo de atención que requieren, prefiriéndose tecnologías que dan las respuestas hechas, por simplistas y viciadas que sean, de modo que resulten fácilmente asimilables sin cavilación alguna.

Los libros en papel tienen una gran ventaja, más aún si los hemos adquirido en una librería tradicional y pagado en metálico: nadie puede saber qué estamos leyendo. Esto nos posiciona favorablemente frente a los intentos de dominación social, aunque en cierto modo nos convierta en rebeldes. Además, alguien puede hackear y modificar, e incluso borrar completamente, lo digital cuando quiera. Pero lo impreso perdura inmutable. Salvo que se destruya, por supuesto.

Al igual que sucede en la obra de Bradbury, ¿seremos todavía capaces de formar una resistencia que luche por no perder el auténtico conocimiento? Si estás leyendo estas páginas, significa que ya eres parte de la nueva guerrilla contra la aniquilación intelectual, contra el Fahrenheit de nuestros días. ¡Vivan los libros impresos!

Pedro Baños, El dominio mental. La geopolítica de la mente, Cap. 1.

Contrarrevolución tras contrarrevolución.

Quizá la historia no registre ninguna revolución de verdad. Lo que siempre ha habido han sido contrarrevoluciones. Los hombres siempre han estado rebelándose contra los últimos rebeldes, o incluso arrepintiéndose de la última rebelión. Se podría ver esto en las más intrascendentes modas contemporáneas, si la mentalidad de moda no hubiera adquirido la costumbre de ver al último rebelde como rebelde frente a todas las épocas a la vez. La chica moderna de cóctel y labios pintados es tan rebelde frente a la sufragista de 1880, con su cuello duro y su abstinencia estricta, como ésta era rebelde frente a la dama victoriana de los valses desanimados y el álbum lleno de citas de Byron; o como esta última, a su vez, era rebelde frente a una madre puritana para quien el vals era una orgía desenfrenada y Byron, el bolchevique de su tiempo. Sigamos incluso la ascendencia de la madre puritana en la historia, y representa una rebelión frente a la laxitud de la Iglesia anglicana de los Cavaliers, que al principio fue rebelde frente a la civilización católica, que había sido rebelde frente a la civilización pagana. Sólo un lunático defendería que esas cosas sean un progreso, porque obviamente van primero en una dirección y luego en la otra. Sea lo que fuere correcto, una cosa sin duda está equivocada: la costumbre moderna de contemplarlas sólo desde el lado moderno. Pero eso es ver sólo el final del cuento: se rebelan contra no saben qué, porque surgió no saben cuándo. Atentos sólo al final, desconocen su comienzo, y por lo tanto su mismo ser.

G. K. Chesterton, Santo Tomás de Aquino, Ed. Deus Vult.