El panpsicologismo y el constante reduccionismo subjetivista que desde hace mucho padecemos nos ha llevado a una cansina y peligrosa situación de ofendidismo. Gran parte de nuestros conciudadanos, incapaces de tratar las cosas objetivamente -lo que no tiene por qué significar neutralmente-, han perdido la perspectiva social, moral, normativa hasta el punto de basar su identidad personal en las ideas que «tienen» o les hacen tener. Con lo que cuando atacas esas ideas los atacas a ellos, atacas «su identidad». Y se sienten ofendidos.
No queremos decir con esto que la identidad personal de tal o cual individuo (o individua) -y nótese aquí la diferenciación que hacemos entre individuo y persona- no tenga que ver con el sistema de ideas o la ideología -lo sepa o no- con que se mueve. Tiene que ver, y mucho. Pero no sólo. La persona, que siempre hace referencia a las otras personas, a la sociedad de personas, no se reduce a su ideología o a su sistema de ideas -pues puede haber personas que organicen su vida desde un sistema filosófico y no desde un sistema ideológico-. Por tanto su identidad, determinada siempre por la interacción o codeterminación en el seno de esa sociedad de personas, no se reduce a ello. No saber diferenciar esto, no ser capaz de discriminar, es lo que lleva a esta epidemia sensiblera y lacrimosa de ofendidos.
Una epidemia que, aunque en primera instancia se diría que es de carácter cognitivo y personal, adquiere enseguida, por ello, una dimensión política y nacional; más aún en cuanto empieza a afectar a grandes masa de la población española, así como a los cada vez mayores colectivos -en número y miembros (y miembras)- y grupos de presión, así como a las medidas económicas y presupuestarias del Estado. Cuando nos vamos a este nivel la cosa ya no parece una anécdota con la que reírse aunque sea con desagrado y resignación, el asunto se pone algo más serio. Y desde nuestra plataforma, siempre al tanto de todos los problemas o desajustes que puedan afectar a los españoles y a España en general, no podíamos pasar sin comentarlo.
Y es que esta situación de ofendidismo general, esperamos se nos disculpe el uso de este vocablo pero tampoco nos lo acabamos de inventar, es un resultado entre otros de diversos desajustes que la sociedad española sufre. Un desajuste del que nos atrevemos a aventurar una hipótesis de cómo se vendría gestando en un círculo vicioso entre los españoles. Y hablaremos de los españoles a pesar de que la española no es la única sociedad que cuenta con estos problemas, como el lector ya sabrá.
En primer lugar, como hemos dicho, se trataría una situación producida por un desajuste cognitivo en los individuos. Individuos que a pesar de están insertos desde pequeños en un sistema educativo que, en principio, les ofrece la instrucción necesaria para adquirir el conocimiento adecuado para manejarse en el mundo y con sus semejantes -no hay praxis sin teoría y viceversa-, acabarían totalmente perdidos entre las nebulosas ideológicas en las que son educados -nótese la diferencia entre instrucción y educación-. Unas nebulosas ideológicas educativas que fagocitarían en los colegios, institutos y universidades los resultados que la instrucción recibida, cuando esta es asimilada, pueda proporcionar. Esto estaría dando como resultado entonces a individuos que apenas si saben expresarse, leer y escribir, que no han asimilado debidamente la instrucción que el sistema educativo podría proporcionarles y que, sin embargo, habrían acumulado una buena cantidad de dogmas educativos, y por tanto políticos (e ideológicos), con los que tampoco sabrían muy bien qué hacer. Pero con los que se desenvuelven como pueden.
Estas personas -se podría hablar de personas malformadas, haciendo un símil con la terminología lógica-, cargadas de falsa conciencia, con unas estructuras cognitivas muy débiles aunque difícilmente reformables, tenderían a buscar su propio camino dentro del mercado pletórico de ideas, buscarían aquel conjunto de ideas que más se adecúen a lo que están buscando en su vida. Porque los españoles, claro está, buscan su camino, buscan construir una vida en el ejercicio de su libertad. Y en una sociedad desarrollada como la nuestra esto no se puede hacer sin un mínimo sistema de coordenadas. Por tanto, estas personas, estos españoles -éste sería el siguiente paso del problema tal y como conjeturamos-, de mejor o peor manera irían conformando un mapa ideológico con el que alcanzar sus metas. ¿Pero qué pasa si ese mapa no es adecuado? Ese es el problema. Puede que, ante tales debilidades, múltiples individuos confluyan intencionalmente o no en el mismo mapa y se refuercen mutuamente en sus errores e intereses, llegando a formar colectivos de presión social y política. Colectivos en los que cada individuo -pues no hay individuo sin clase- se inserta distributivamente en cuanto en tanto comparte el mapa ideológico que infiltra y se ejerce en sus acciones. De tal modo que cada individuo, sin perjuicio de su pertenencia al colectivo y de la existencia de éste, resultaría un absoluto respecto a los demás dentro del colectivo. Su identidad no se conformaría diaméricamente, esto es, entretejido por sus interacciones y codeterminaciones con el resto de personas, de elementos del colectivo, sino que se configuraría en absoluto según el paquete ideológico en cuestión. Así pues, sucedería que la identidad personal de cada uno de los elementos adquiriría una férrea simbiosis con las ideas conformadas, y un ataque a dichas ideas o a dicho sistema de ideas, por más precario que éste sea, se convierte en un ataque a la propia persona.
Si bien, como hemos dicho, estas personas blindadas y malformadas, sea por su cuenta o reuniéndose en colectivos, en cuanto personas no dejarían de formar parte de una sociedad, incluso de una sociedad política. En este caso España. Estaríamos hablando entonces de personas que querrían ser escuchadas, que tendrían unos objetivos y unas reivindicaciones -del tipo que sea-, y como tales podrían ejercer presión política para que se cumplan. Es más, podría suceder que hubiera partidos políticos -que, en cuanto tales, siempre están a la expectativa de poder ampliar el número de sus votantes- que estuviesen dispuestos a dar cobertura, fuerza o incluso a dar lugar y financiación a esos colectivos; a esas personas que tanto se ofenden en cuanto se cuestiona alguna de las partes de su blindado mapa.
A su vez, si nuestra conjetura va por buen camino, podría suceder que los medios de comunicación privados y públicos, siempre dependientes de las derivas políticas y sociales, enseguida vieran la oportunidad e incluso la necesidad de dar cobertura a dichas personas. Cobertura y apoyo. Y tampoco sería extraño que dichos medios de comunicación, en algunos casos verdaderos emporios relacionados con organizaciones económicas y políticas nacionales e internacionales de primer orden, pudieran ver la conveniencia de negocio tanto a nivel de los consumidores como a nivel político, yendo a la par con tales o cuales partidos políticos y en contra de otros.
Tendríamos así todo un circuito corrupto que, al margen de su eficacia, puede constituir un peligro para los españoles y para toda la nación política española. Y es que sin ciudadanos capaces de desenvolverse en sociedad y capaces de ejercer una libertad crítica -si es que puede haber una libertad acrítica- al margen de las imposiciones ideológicas es muy difícil que una democracia, aunque siga funcionando, no se corrompa hasta pudrirse. O no llegue a tal grado de corrupción que se descomponga y desaparezca, como podría pasar en la sociedad política española si dejamos que esta clase de personas -seguimos sin especificar o señalar a unos grupos u otros, pero el lector podrá encontrar fácilmente muchos por su cuenta- sigan teniendo tal influencia creciente. Y es que esto también es responsabilidad del ciudadano, no sólo de la «clase política» -al margen de lo competente o incompetente que sea o de su grado de corrupción-. Ser un ciudadano de un Estado titular significa contar con los derechos y obligaciones civiles y políticos de dicho Estado, significa estar sometido a esas leyes y también amparado por ellas, injertado en su territorio y protegido por sus fronteras. Por ello carece de sentido ser ciudadano del mundo, puesto que no hay ningún Estado mundial; a no ser que regresemos a las categorías teológicas cristianas y nos creamos insertos en la ciudad de Dios en la que todos somos hermanos. La ciudadanía es una figura jurídica que supone al Estado, con y frente a otros, pero que a su vez implica en dicho Estado al ciudadano. Y en una sociedad política como la española, democrática además, cada ciudadano (y ciudadana) es soberano de dicho Estado, le pertenece como ciudadano. ¿Y esto qué significa? Significa que cada español es también, quiéralo o no, responsable de su Estado, de su continuidad en el tiempo y de la fortaleza del mismo. Pues de ello depende su vida y la de los que le rodean.
De modo que desde estas páginas queremos animar a todos los españoles a «tomar conciencia» de la importancia que tienen los peligros a los que nos podemos exponer si no contamos con un adecuado conocimiento de nuestro mundo y de nuestro papel como ciudadanos. También es deber -un deber ético, moral y político- de los españoles forjarse una personalidad bienformada, que no caiga en males de nuestro tiempo como el reseñado ofendidismo, en el subjetivismo más feroz capaz de corromper las estructuras dialógicas y normativas de una sociedad, las cuales le dan cohesión y fortaleza. Es deber del ciudadano exigir, participar e influir por los medios que pueda -aunque sólo sea no dejándose engañar- en los sistemas educativos, políticos, económicos, informativos y sociales, haciéndolos lo más eutáxicos posible.
Es deber pues de todo español y de toda española, en la medida de sus posibilidades, defender España y buscar su bien.
Empezando por el propio Marx, casi todos los marxistas, sin duda, se han equivocado una y otra vez en sus previsiones políticas o económicas. Y ello se explica porque el marxismo es una práctica revolucionaria, si algo es, y toda práctica tiende a secretar su propia ideología, es decir, un sistema más o menos coherente de ideas, valores, normas, emociones, que justifique la acción revolucionaria y que, por ello, tiende inexorablemente a presentar sus objetivos como próximos, como alcanzables. Pero el hecho de que el marxismo, precisamente porque es práctica de masas, si algo es, conlleve esa secreción ideológica deformante y subjetivista, y no pueda nunca jamás se una ciencia pura, no exacta ni natural, no quiere decir que haya que dar por bueno aquel aspecto, y hasta glorificarlo. Muy al contrario, todos los marxistas serios, empezando por el propio Marx, se han pasado la vida analizando, poniendo al descubierto y criticando los errores subjetivistas de sus previsiones.
Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez, Colección Premio Planeta, pág. 175.
Editorial: Ediciones Deliberar, 2ª edición. 2019, 493 págs.
CON Y CONTRA DEMOCRACIA, ISLAM, NACIONALISMO
El título quizá no nos diga mucho, Democracia, Islam, Nacionalismo. Así te lo encuentras, de sopetón. Pero es importante fijarse también en su autor, Ignacio Gómez de Liaño, un autor español con múltiples y variados escritos a sus espaldas y al que tener muy en cuenta a pesar de que, como veremos, no se pueda estar de acuerdo con él en muchas cosas -y cuyo libro sobre Carlos III aprovechamos para recomendar-. Como recomendamos desde ya la lectura de este libro. Un libro con una abundantísima documentación y múltiples argumentaciones en el que se tratan multitud de temas pasados y presentes que gravitan en torno a los que el título deja entrever.
Comienza con un capítulo dedicado a las que el autor va a considerar religiones políticas: el comunismo marxista, el fascismo mussoliniano, el nazismo y el islam. A este último dedicará a continuación tres capítulos bastante estimables. El primero de ellos, segundo del libro, recorre toda la biografía de Mahoma y sucesores; el segundo, tercero del libro, lo dedica a analizar el Corán; el tercero, cuarto del libro, al islam y la modernidad, como reza su título. Sigue después con otro de los elementos clave que para el autor será el fundamento de esas religiones políticas: el puritanismo y el gnosticismo, que se contrapondrá al catolicismo en el siguiente capítulo (ambos escritos apoyándose en diversos trabajos del también filósofo español Jorge Santayana). Los tres últimos capítulos los dedica Gómez de Liaño al nacionalismo, en un constante ir y venir de tiempos pretéritos a la España contemporánea, conjugado todo ello con un análisis sobre lo que va a considerar qué debe ser un Estado y una serie de propuestas para la reconstrucción de la democracia española.
Pero, como no debe extrañar, y aun a pesar de nuestra recomendación, hay muchos aspectos del libro en los que no podemos estar de acuerdo. Uno de ellos, fundamental y que es base de todo el libro, por eso se comienza con él, es el de la religión política. Y es que, a nuestro juicio, la expresión religión política es muy confusa, puesto que la religión y la política, a pesar de tener intersecciones muy abundantes, como es normal, tienen ámbitos distintos aunque muchas veces no sea fácil demarcarlos bien. Pero tratar de fundirlas no hace más que embrollar todavía más el asunto.
Tampoco nos proporciona Gómez de Liaño una teoría o filosofía de la política que nos permita entender a qué se está refiriendo cuando habla de política -aunque, como ya se ha indicado, esboza un modelo de Estado al final del libro; si bien un modelo de carácter idealista, a modo de ideal regulatorio perfecto y prescriptivo, pero tampoco nos parece aceptable esto ya que desde nuestra perspectiva la filosofía tiene más que ver con el deshacer que con el prescribir, o, por decirlo así, es más proscriptiva que prescriptiva-. Mucho menos, por tanto, podremos entenderle con claridad cuando habla de religión política, aunque se apoye en autores importantes que desde hace décadas han tratado de este concepto tan confuso. Y que pecan del mismo vicio. De ahí que, a la hora de hablar de estos temas, desde nuestra perspectiva y sin perjuicio de estar de acuerdo en muchas de las cosas que Gómez de Liaño dice, sea preferible y más claro hablar en todo caso de religión de Estado. Pero esto cuando podamos decir que una religión (ya sea la católica, la luterana o la islámica, por citar algunas que el autor trata) es requerida o asumida desde un Estado por y para sus intereses políticos -el anglicanismo nos puede valer como botón de muestra-; en tanto en cuanto todo Estado, como esencia antropológica que es, está involucrado en un espacio antropológico en el que lo religioso -que situamos principalmente el eje angular- está necesariamente presente. Esto tiene la virtud de remitirnos a una teoría política con mayor claridad y potencia; lo cual podría haber hecho el propio autor usando su propia concepción del Estado -a pesar de las críticas que puedan hacerse-. Porque, efectivamente, las religiones tienen que ver con la política, no se puede negar, pero esta involucración no puede llevar a la fusión. La religión no puede convertirse en política por más involucraciones o similitudes que se aprecien. Moviéndonos en el terreno de las generalidades, los lisologismos, podemos identificar muchísimas cosas, demasiadas. De ahí que también debamos criticar al autor que considere al mismo nivel y con los mismos baremos las ideologías del marxismo o el nazismo, que adquirieron escalas imperiales -por muy criticables que estas sean, eso no se discute-, que las ideologías de los nacionalismos regionales. Precisamente porque las primeras están en una escala política, imperial, con unas consecuencias históricas y políticas enormes, y las segundas se encuentran en un marco intraestatal y que no tienen ni pueden tener una relevancia de la magnitud de las anteriores -a pesar de que puedan tener como consecuencia la destrucción de España-. Y todo ello junto al puritanismo, el gnosticismo y el islam, a pesar de que los capítulos y críticas que dedica a estos últimos sean de lo más atinado del libro.
No podemos decir lo mismo, como ya venimos indicando, de las páginas que dedica al marxismo, al nazismo y al fascismo, demasiado vagas y abundantes en lugares comunes -como el topicazo de los cien millones de muertos del comunismo- y sin precisar las políticas reales en las que se encauzaron y las causas históricas por las que, con mayor o menor fortuna, se ejercieron. Por ejemplo en sus consideraciones sobre el marxismo que considera, al igual que Voegelin, como un gnosticismo en el que «respira una supervivencia del dualismo maniqueo» (pág. 26) por su doctrina de la explotación y de la lucha de clases y la culminación en la sociedad comunista -y, sin embargo, a su vez encuentra en él importantes paralelismos, por no decir sorprendentes, con el islam (ver pág. 61)-. Pero desde esta interpretación gnóstica -en algún momento llega a reducir a todas estas ideologías y religiones en el gnosticismo- Gómez de Liaño se olvida de que lo esencial del marxismo, el núcleo de su doctrina, pasa por su implantación política y su praxis revolucionaria. Dicho de otra forma, el marxismo sería todo lo contrario de un gnosticismo, pues toda salvación en el marxismo pasa por la praxis revolucionaria y la acción política; y por tanto su racionalidad es histórica, secular, no gnóstica ni religiosa. Sin perjuicio de sus componentes aureolares y metafísicos. Y es que aunque Marx hable del mal no habla de un mal místico, sino de la explotación de los hombres por los hombres, y por más idealista que pueda ser en algunos tramos de su pensamiento no considera que la salvación, la salvación del proletariado, pase por el conocimiento sino por la revolución. En definitiva, no se puede meter todo en el mismo saco.
Otro aspecto que debemos apuntar, por lo que respecta a la religión política y al nacionalismo, es que el autor tampoco nos proporciona en ningún momento una teoría sobre la nación o sobre los tipos de naciones existentes, aunque sí resalta la diferencia entre nacionalismo y patriotismo. Pero debemos decir que si nos oponemos al nacionalismo no es por ser antinacionalistas en general, sino porque se está en oposición a un tipo de nación en concreto -en este caso las naciones fraccionarias dentro del territorio español- en la medida en que, en nuestro caso, somos españoles y no queremos dejar de serlo.
Todas estas precisiones son importantísimas, pero son precisiones que no pueden hacerse si se parte, como declara Gómez de Liaño desde el inicio del libro, de la perspectiva de la Declaración de los Derechos Humanos, porque esta perspectiva universalista y generalísima constantemente borra, tapa, las diferencias históricas y antropológicas. Y con ello se vicia desde el principio el enfoque. De ahí, por ejemplo, que nada más empezar el libro (página 14) el autor pretenda definir la civilización, y su mantenimiento, como unida a ciertos valores morales y ciertos derechos fundamentales, o sea, los derechos humanos. Pero claro, eso nos lleva a preguntarnos si es que es imposible la civilización al margen de los derechos humanos, lo cual llevaría a negar que se pueda hablar de civilización antes del 10 de diciembre de 1948. Lo cual es harto dudoso. El propio Gómez de Liaño nos señala en la siguiente página que civilización viene de civis, ciudadano, «condición a la que va unida la de persona en su sentido más pleno». Y apostilla: «Solo se puede llegar a ser persona cabal si el Estado garantiza el respeto a ciertos derechos y valores fundamentales derivados de la condición de ciudadano». Pero, si esto es así, ¿estos derechos y valores fundamentales no dependerán del tipo de ciudadano que se sea, esto es, de civilización en que se esté? ¿Y no han existido y existen múltiples tipos de ciudadano -y por tanto de derechos y valores fundamentales- distintos a los impulsados por la Declaración de los Derechos Humanos tras la Segunda Guerra Mundial? ¿No hay tampoco personas cabales al margen de los Derechos Humanos? ¿Qué hacemos con toda esa historia anterior?
Y, aunque pueda hacer de esta reseña crítica algo árido o repetitivo, aduciremos otro ejemplo en el que la generalidad generalísima nos lleva a perder la perspectiva, el que nos encontramos en las páginas 278 y 279. En ellas Gómez de Liaño nos proporciona siete puntos que considera los siete esenciales en los que el islam, referencia como religión política, y el marxismo, el nazismo y el fascismo, como religiones políticas, coinciden. Estos siete puntos son, en resumen: 1. La importancia que otorgan a lo colectivo, 2. La guerra a quien no acepta la ideología de esas religiones, 3. La oferta de un Paraíso, ya en este o en el otro mundo, 4. La idolatría a determinados personajes clave, 5. El conjunto de ritos con los que enseñorearse de la vida de los súbditos, 6. El uso de la coerción y el miedo, 7. El uso de la propaganda, los medios, la enseñanza y la cultura como medio de adoctrinamiento. Pues bien, aunque aceptásemos que el islam y el marxismo, el nazismo y el fascismo tienen estos puntos en común, nos encontraríamos con una supuesta enumeración específica, con intenciones definitorias, que de específica tiene poco. Porque estos siete aspectos podríamos encontrarlos en el islam y siguientes, pero también podríamos encontrarlos en la China mandarina, en el imperio hitita, en el Japón imperial, en la Iglesia de Roma, en el imperio mexica, en el imperio turco, en la antigua Persia, en el Egipto faraónico, etcétera, etcétera, etcétera.
Desde nuestra perspectiva materialista estas vaguedades y generalidades no son admisibles. No podemos andar en las imprecisas alturas de la ética universal y de la democracia ideal cuando lo que hay que hacer es, precisamente, cortar por las junturas naturales y ver que el hombre no existe como una entidad general -al margen de como especie zoológica-, como bien se trata de mostrar desde el espacio antropológico del materialismo filosófico. Un espacio antropológico cuya estructura trimembre o triaxial -eje circular (en el que se incluirían las relaciones de los hombres con los hombres), radial (en el que encontraríamos las relaciones de los hombres con otras entidades objetuales y fenoménicas de su mundo entorno) y angular (en el que se darían las relaciones de los humanos con otras entidades personales pero no humanas que se pueden considerar centros operatorios y de volición; los animales y númenes en general)- no admite reduccionismos como los que pretendería el concepto de religión política -que supondría una reducción del eje angular al circular, dando como resultado una antropología plana (sólo eje circular y radial), de estructura biaxial-. Al subsumir la religión en la política cuando hablamos de religión política hacemos una amputación ontológica, por decirlo así, al quitarle su sustantividad a una gran cantidad de materiales antropológicos como son los religiosos. De modo que estaríamos obligados a decir que la religión es política y, también, que la política es religión. Y entonces nos sería imposible explicar qué es la política y qué es la religión, cosa que desde una estructura triaxial como la materialista no pasa.
El espacio antropológico vendría, por tanto, a romper esta idea simple del hombre; si se quiere, con la idea predicativa de hombre (por ejemplo: hombre como animal racional). Y es que para hablar del hombre, o de los hombres, es mucho más preciso y claro no ya recurrir a supuestas propiedades diferenciales, sino al material antropológico al que han dado lugar los grupos humanos a lo largo de sus cursos históricos. Materiales técnicos, tecnológicos, sociales, políticos y, también, religiosos. Sin poder reducir unos a otros pero sin negar, a su vez, precisamente por sus cursos históricos, las relaciones que unos con otros puedan tener, aunque en algunos casos sean tan profundas que es muy difícil distinguirlos. Sin necesidad de negar que haya instituciones políticas que se involucren a menudo muy estrechamente con instituciones religiosas, y viceversa; pero sin llegar a identificarlas nunca. Porque bien es cierto que múltiples instituciones, componentes del espacio antropológico, pueden coincidir en un plano general, lisológico -como puede suceder en el caso de un parlamento democrático (circular) y una curia papal (angular)-. Pero por más difícil que sea encontrar esas junturas naturales, esto es, las estructuras morfológicas, no lisológicas, que las diferencian es necesario precisarlas, pues al hablar de política y de religión constantemente estamos removiendo esos materiales antropológicos -independientemente de que nos queramos situar en una escala diferente-. Como hace de hecho el propio autor, por ejemplo, en el último de los capítulos, en el que trata a través de las cuatro causas aristotélicas de un modelo de Estado, y al hacer eso remueve leyes, territorios, administraciones, ideas filosóficas, ciencias, creencias, ideologías, religiones, constituciones, organismos internacionales, etc.
Por otro lado, y ya para terminar, hay una duda que asalta a lo largo del libro -un libro que se podría haber titulado para mayor precisión, por ejemplo, Las amenazas de la religión política a la Democracia liberal occidental-, a saber: ¿la democracia, o las concepciones de la democracia liberal de mercado pletórico, no puede caer también en esa religiosidad? Quizá sí, como reconoce el propio autor y que, al hacerlo, a nuestro juicio refuta la propia tesis que está manejando. Y es que, como afirma cuando está hablando del nazismo «aunque la transposición al terreno político de términos típicamente religiosos, como «fe», «credo», «confesión», «resurrección», «sacrificio» y otros semejantes, no fuese un rasgo exclusivo del nacionalsocialismo, ya que todo político, incluidos los de las democracias liberales, hace algo parecido si la ocasión se lo aconseja, Hitler explotaba a menudo en sus discursos paralelismos que se podían encontrar entre su vida y la del Mesías» (pág. 40 [La cursiva es nuestra]). Al decir esto Gómez de Liaño está reconociendo que hay una diferencia esencial entre lo religioso y lo político, pues si no la hubiera esos términos que considera típicamente religiosos no se transposicionarían en el terreno político, serían directamente políticos. Y viceversa. Es decir, está desmontando, quiéralo o no, el propio concepto de religión política. Pero además está reconociendo que también en las democracias y sus nematologías esta religiosidad nociva se puede dar, con lo que la democracia, si la ocasión lo aconseja, se podría convertir en un peligro para la propia democracia al dar lugar a una religión política. Tenemos así que el propio criterio que usa el autor para juzgar las demás formas de gobierno, la democracia liberal occidental, puede llegar a dar pasos hacia la religiosidad y convertirse en una amenaza de sí misma. Vemos, pues, que la perspectiva universalista y generalísima de los Derechos Humanos y de la religión política nos ha llevado a un callejón contradictorio y sin salida.
Terminamos, que esta reseña a pesar de ser crítica no deja de ser una reseña. Pero no sin decir que si hemos hecho todas estas críticas al libro de Gómez de Liaño, y nos dejamos otras muchas más que pueden hacérsele, es porque lo consideramos un ensayo que, como otros del mismo autor, en muchos aspectos es digno de tenerse en cuenta y que también tiene sus aciertos. Aunque sólo sea porque es más fácil estar de acuerdo en la pars destruens que en la pars construens. A juicio del lector queda.
José Luis García Delgado me pasa la entrevista que Lola Mateos ha hecho a Miguel Artola y me conmina a que, en horas, haga a mi vez algún comentario para la semanal Revista de Asturias. Sospecho que mi gran amigo me ha enseñado esta entrevista con intención parecida a la del torero que enseña al toro el trapo rojo. Aquí está mi embestida.
Vaya por delante mi reconocimiento al Artola historiador y maestro de historiadores, al Artola que trabaja sobre las reliquias de los afrancesados españoles, o de la España del Antiguo régimen y construye teoremas históricos de diversa significación y diferente alcance. Pero en esta entrevista Artola ya no actúa como historiador, sino como ciudadano («filósofo mundano») que reflexiona sobre la ciencia histórica (sobre la Historia). Y tras escuchar sus palabras, acude a mi cabeza aquel precepto que Goethe daba a los escultores: «Escultor, trabaja y no hables». Historiador, trabaja sobre tus reliquias y no hables sobre tu trabajo (a menos que lo que vayas a decir valga más que el silencio).
Siempre ha sido para mí fuente de admiración la enorme desproporción que suele mediar entre el talento (talento crítico, sin duda) de los artistas –o de los historiadores– y la ingenuidad (acrítica) de sus reflexiones acerca del significado de su obra. «Lo que busco con mis esculturas, con mis cuadros, con mi música, es reconocerme con autenticidad a mí mismo, expresarme y realizarme como la persona que soy dentro de la sociedad» –o bien (cuando el entrevistado es más «político» que «lírico»): «Lo que busco con mis obras es transformar la realidad». (Artola parece decir: «Lo que buscamos los historiadores es hacer posible que los individuos se reconozcan a sí mismos dentro del grupo social», y también: «Lo que busco como historiador es suministrar una palanca capaz de cambiar la realidad»). Y si son ingenuas las respuestas de este tipo es, no solamente porque están adheridas a una ideología (inconsciente) de contenido sustancialista-metafísico (el «sí mismo», la «autenticidad»), sino también porque, aún desde su propia perspectiva, resultan ser inútiles (ociosas), por cuanto son absorbentes (no modulantes), y esto, porque al estar formuladas mediante una previa evacuación de contenidos (por eso son vacías), pueden ser aplicadas a cualquier obra y actividad y, por tanto, no son capaces de ejercer la función de fórmulas diacríticas a que aspiraban. Comparten así la misma carga que bloquea al llamado «argumento perezoso» de la teología, el que apela a la Providencia para dar razón de algún acontecimiento histórico o social entre otros posibles: «La conversión de Constantino fue providencial» –pero también habría de serlo la reconversión de Juliano y, en general, cualquier acontecimiento, porque «Providencia» es un concepto formal absorbente y, por ello, ocioso en sus servicios diferenciales y explicativos.
Así también, toda obra humana, artística o no artística, buena o mala, podrá considerarse como autorrealización del hombre y como expresión de su autenticidad (si la obra es mala, expondrá auténticamente la realidad del mal artista) sin que ello añada nada al conocimiento de la estructura de la obra. Y toda obra humana (artística o no, historiográfica o geométrica) será siempre una transformación de la realidad (una «palanca»), porque la realidad es ella misma transformación, e incluso los que trabajan para que «todo quede como está» también han de transformar a las fuerzas revolucionarias (la transformación idéntica es una transformación más en el conjunto de las transformaciones del sistema). «Transformar la realidad» es una fórmula absorbente, por ser formal, como «Providencia». Y, por ello, no explica absolutamente nada ni sirve para nada cuando se utiliza como característica de una actividad, de un arte o de una ciencia. Habría que establecer la dirección y el sentido de la transformación, en cuanto enfrentada a las otras transformaciones previsibles en el sistema. Y para ello, será necesario reintroducir los contenidos, la materia que ha sido previamente evacuada.
Pero ocurre que, en el contexto de la entrevista, Artola nos ofrece indicios para pensar que, de hecho, hay en las fórmulas con las que trata de caracterizar a las ciencias históricas algo más que su modalidad absorbente y vacía. Por ello, lo que podría ser sólo expresión inocua, comienza a presentársenos como expresión que encubre una implícita orientación ideológica que, por otra parte, entraña, a mi juicio, una gran peligrosidad. Me refiero a la teoría de la justificación de la Historia por sus funciones señalizadoras: «Yo creo que la histona (por mi parte precisaría: la Historia, Geschichte), como dice Goytisolo, ha de servir para que el hombre encuentre sus señas de identidad.»
Dejo de lado la incoherencia interna que esta tesis guarda respecto a la descalificación de la Historia-batalla (la Historia-teatro, la Historia fenoménica o espectral) a la que se hace mención en otra parte de la entrevista. Para los «servicios de señalización» valen mucho mejor (incluso como insignias) los reyes, las batallas, los gobernantes y sus amantes (dotados de nombres propios) que los procesos económicos o sociales (de naturaleza nomotética). En cualquier caso, me parece, salvo mejor opinión, que la Historia-teatro (que supone un escenario y unos protagonistas) es componente inexcusable de la ciencia histórica, a la manera como la «fenomenología de los espectros» (las series de Balmer, &c.) es imprescindible respecto a la Física atómica. Más aún, me atrevería a afirmar que así como la teoría atómica, expuesta axiomáticamente (al margen de los espectros) se reduce a Geometría o a Mecánica pura, así también la Historia social o económica, desconectada de los fenómenos, se convierte en Sociología o en Psicología, y deja de ser Historia. Es lo que está pasando con esos programas de Historia que permiten creer a los estudiantes que el hablar de la «burguesía ateniense» les exime de la necesidad de pronunciar el contingente nombre de «Pericles» (¿cómo podría un historiador-esencial, que conoce las cosas desde sus causas, como los dioses epicúreos, rebajarse a considerar los nombres propios, esas «cantidades despreciables»?); esos programas que convierten los cursos de Historia en monótonas reiteraciones del concepto fundamental de la «lucha de clases», entendidos desde la perspectiva de un sociologismo perezoso. (Es interesante constatar cómo, en la entrevista, se deslizan, con todo, categorías de la Historia-teatro, a saber, sobre todo, el concepto de «protagonismo» –si bien esta categorización se utiliza metafóricamente referida a los grupos, clases, naciones, más que a los individuos).
Lo importante aquí, sin embargo, es comentar el contenido de esa justificación de la Historia en cuanto suministradora (científica) de las señas de identidad, la justificación de la Historia por el uso señalizador de los pueblos y naciones (¿regiones?) que de ella, al parecer, se deriva. Una justificación que (tal como viene expuesta) aparece dada en el mismo plano en el que alternativamente se justifican las Ciencias Naturales por su uso en las tareas de exploración de las fuentes de energía. Porque un pueblo es, sin duda, resultado de su historia (con minúscula) y esta historia realizada es el presente mismo de ese pueblo. Pero cuando un pueblo o una nación toma su Historia (y particularmente la Historia científica) como «seña de su identidad», es porque asume esa Historia, frente a otras Historias, en cuanto «seña de discriminación» (de otro modo carecería de sentido habla de «señas», en cuanto concepto diacrítico). Y entonces este pueblo está queriendo cristalizarse en sus formas pasadas, coagularse en sus mitos. Y eso es justamente el uso mítico de la Historia (incluso la Historia científica), ese uso que es aliado del racismo (tal es al menos el uso de la Historia que Adolfo Hitler ofreció en Mi lucha, la «comprensión de la Historia» como suministradora de las «señas de identidad» del pueblo ario, del «mito del siglo XX») o, cuando menos, de ese racismo cultural que se llama chauvinismo, y que intenta ser suavizado tantas veces por un armonismo imposible que evoca a Humboldt. En realidad, el racismo y el chauvinismo van siempre, de algún modo, unidos (celtismo, covadonguismo). En mi opinión, uno de los usos más revolucionarios de la Historia científica (frente a la Historia mítica) es precisamente el contrario, a saber: el de la ironización de la propia identidad, puro narcisismo, al mostrar su origen aleatorio, sus fuentes muchas veces inconfesables, su contenido inadmisible, que habrá de ser ocultado (qué más señas de identidad podrían invocar los descendientes de los aztecas que sus asesinatos rituales en el templo de Huitzilopochtli o de Tlaloc), su naturaleza movediza y transitoria y su destino final, a saber, su disolución, por eliminación o por absorción en formas más amplias y comunes a los demás pueblos de la Tierra. ¿No es la Historia –y, en este caso, la Prehistoria– la que ha liquidado las míticas señales de identidad que Klaatsch creía advertir en los negros (como descendientes de algún colateral de los gorilas) frente a los amarillos (como descendientes de algún colateral de los orangutanes)? Es la Historia Natural del Hombre, científica, la que está destruyendo estos mitos raciales, la que está demostrando trabajosamente que esas señas de identidad de las razas actuales son muy superficiales, porque aparecen al final del Pleistoceno y, por tanto, pueden desaparecer por hibridación o, simplemente, perder importancia. Y si fuera verdad que las ciencias históricas interesan cada vez más al público español en virtud de este uso señalizador, habría que declarar que este interés por la Historia, lejos de alegrar al historiador científico, debería condolerle, por su morbosidad narcisista, porque pone en peligro la libertad del hombre –como debe condoler al físico el uso maligno de la ciencia física para fines militares del imperialismo, que no menoscaban la ciencia física, sino al propio imperialismo.
Y, según esto, la Historia, como palanca de destrucción del presente (de los mitos nacionalistas o regionalistas sobre el presente) difícilmente podría servir para atemperar la «angustia existencial» a quien no tenga otros medios de atemperarla. Porque la Historia no es una droga que puede atemperar esa angustia con vapores narcisistas. ¿Acaso la Historia, en esta perspectiva, no es también, y más aún, fuente de la angustia –de la angustia histórica de Jeremías: «Defecerunt prae lacrymis oculi mei, conturbata sunt viscera mea» (II, 11, «Desfallecieron mis ojos de tantas lágrimas, se han conturbado mis entrañas»: es la «angustia histórica» que Jeremías siente ante las ruinas de Jerusalem, causadas por los caldeos)?
Y, por último, un rápido comentario a lo que constituye ya una tesis histórica (no meta-histórica) de Artola, si bien esta tesis se refiere a la Historia de las Ciencias (que, sin duda, es tan Historia como la Historia de la Moneda o la Historia de la Burguesía). Me refiero a la tesis según la cual las ciencias proceden de la filosofía, considerada como madre de las ciencias. Sin duda esta tesis se formula aquí más que como fruto de investigaciones empíricas, como resultado de una tendencia (cerebral, gestáltica) a la simetría. La tendencia a la simetría ha jugado aquí una mala pasada, ha hecho organizarse en el cerebro de Artola la siguiente contraposición: «Así como la Historia total, en cuanto maestra de la vida, se realiza en las Historias especiales –económica, política, social, &c.–, en cambio la Filosofía, como madre de las Ciencias, se deshace de sus hijas, las ciencias particulares, que reniegan, al hacerse adultas, de su estirpe filosófica: la Lógica matemática, la Sociología, la Psicología, &c.» Se diría que, por el contexto, el origen de este automatismo paralelista estaría en la analogía entre la Historia total (maestra de la vida) y la Filosofía total (madre de las Ciencias). Artola, como hombre modesto y riguroso, siente el pudor de la totalidad. Pero como historiador no siente menos la necesidad de discriminase (como científico) de la Filosofía. Y entonces es cuando se organiza automáticamente en su cerebro una forma (Gestalt) interesada: «La Historia y la Filosofía pretendieron ser antaño saberes totales, lo cual era absurdo: pero mientras que la Historia realizó esa vocación de totalidad en sus partes especializadas, sin dejar de ser Historia, la Filosofía se desangró al realizarse en sus partes especializadas, las Ciencias positivas». Semejante contraposición es puramente retórica, porque los términos de su comparación son ficticios. Artola incurre aquí en unos de los errores más arraigados en la Historia de las Ciencias, en el tópico según el cual, siendo la Filosofía la madre de las Ciencias, habrán de ser las Ciencia por definición, hijas de la Filosofía. Pero las Ciencias, históricamente, no son hijas de la Filosofía. No proceden de la Filosofía (que, a lo sumo, ha ejercido funciones de nodriza), sino de los oficios artesanales, de las tecnologías: la Geometría procede de la Agrimensura (no de la Filosofía); la Psicología procede de la tecnología de la domesticación de los animales o de la educación de los niños (no de la Filosofía); la Química procede de la Cocina o de la Metalurgia (no de la Filosofía); la Economía Política procede de la tecnología propia de las banqueros, comerciantes o estadistas (y no de la Filosofía); la Lingüística procede de la tecnología de los traductores y de los escribas (no de la Filosofía); y así sucesivamente. No me atrevería a decir, a contrario, que la Filosofía proceda de las ciencias. Tiene fuentes autónomas (por ejemplo, los grandes mitos etiológicos), pero los desarrollos de las ciencias han entrado de tal modo en el campo de la Filosofía de tradición helénica (particularmente la Geometría) que en cierto modo cabría decir que también las ciencias anteceden y alimentan a la Filosofía. Por tanto, el desarrollo de las ciencias particulares, lejos de suponer una merma del campo de la Filosofía, constituye su ampliación propia: la Filosofía de la Lógica, gracias al desarrollo de la Lógica formal, es hoy mucho más rica y problemática de lo que pudo serlo en tiempos de Aristóteles.
Y las propias obras de Artola como historiador amplían, junto con los demás creadores de la ciencia histórica, el campo de la Filosofía de la Historia que es hoy, sin duda, mucho más rico de lo que pudo serlo en la época de Herodoto o de Tucídides.
Es un tema que está, como se suele decir, de rabiosa actualidad. Pero es de esos temas que, como tantos otros tan actuales, es antiquísimo. Se ha tratado desde hace milenios, al menos desde que Aristóteles le dio forma filosófica -como a la idea de Dios; llegando a identificar ambas ideas, pues al fin y al cabo la felicidad acabaría siendo el propio Dios, Acto Puro y pensamiento del pensamiento- y de miles de formas distintas. Sin embargo, dista mucho de estar agotado y debemos preguntarnos por qué…
Quizá no lo sepan, pero si lo dicen es porque pueden. Y pueden porque la felicidad, sea lo que sea, si es que alguien lo sabe, es uno de los valores cardinales (y económicos) de las sociedades democráticas capitalistas y opulentas de nuestro presente. Un valor que, como todos los valores, se contrapone a otros valores: la tristeza, la infelicidad, la insatisfacción.
¿Por qué ese valor recibe una caracterización meliorativa respecto a otros?, debemos preguntarnos. Esto no sucede porque sí, y si se mantiene en el tiempo e incluso incrementa su presencia es porque las sociedades en las que está presente lo admiten, incluso puede que lo fomenten y hasta lo necesiten. ¿Qué función cumple entonces la felicidad? ¿Cumple una o cumple varias? Si está tan presente en estas sociedades, ¿podríamos decir que la felicidad es la idea cardinal de la ideología de nuestro presente? Todo el mundo la busca e incluso hay quien afirma que la consigue. Son abundantísimos los casos en los que ante la pregunta qué buscas en la vida la respuesta es: ser feliz. Es el objetivo vital, el sentido de la vida. Si no eres feliz, ¿para qué vivir? Y si no consigues ser feliz no te preocupes, hay psicólogos y medicinas para todos.
Para responder a estas cuestiones deberíamos dedicar páginas y páginas, y ya Gustavo Bueno en su Mito de La Felicidad se encargó de esta poderosa idea mucho mejor de lo que nosotros podamos hacerlo aquí. Deberíamos determinar qué contenidos puede tener la felicidad, si es un tipo de idea análoga o equívoca, si tiene relación con la ignorancia o no, en qué circunstancias históricas aparece, o qué tiene que ver el cristianismo con nuestra concepción de la felicidad -la felicidad en la unión con Dios, la beatitud- y qué variaciones subjetivistas experimenta la felicidad tras la inversión teológica entre el siglo XVIII y XIX, qué papel tiene Kant en esta deriva subjetivista al separar virtud y felicidad, etc. Pero a pesar de que ahora no entremos en todos estos temas tan necesarios, debemos al menos plantearnos, nosotros y cualquier ciudadano, estas preguntas. Porque al hacerlo ya logramos levantar sospecha, ya conseguimos iniciar el camino a clarificar y distinguir una idea que en primera instancia semeja tan fácil. Parece que todo el mundo la entiende y todo el mundo tiene una respuesta, una opinión, pero es ese precisamente el problema.
A su vez debemos determinar en qué sociedades esa felicidad ha cobrado tanta relevancia; y no son otras que las sociedades democráticas capitalistas de mercado pletórico que disfrutan del llamado Estado de Bienestar. Un modelo de Estado surgido después de la Segunda Guerra Mundial como contrapartida a la URSS -a pesar de que, siendo estrictos, deberíamos decir que todo Estado es un Estado de bienestar ya que si no lo fuera caería destruido, no podría durar en un permanente estado de malestar; igual que todo Estado es un Estado de derecho ya que no hay Estado sin derecho ni derecho sin Estado- y que hoy no son pocas las voces que anuncian su declive. Pero hasta que eso suceda, si sucede, ahí está. Y para estar, como es lógico, necesita de una población que colabore así como de una constante producción y circulación de bienes y servicios que mantengan los gastos que este tipo de Estado genera y dé trabajo a la población que abarca.
¿Podríamos pensar entonces que a este tipo de Estado le interesa que su población esté feliz? Es más, ¿podríamos pensar que este tipo de Estado necesita que su población esté feliz? ¿No estaría el Estado de Bienestar obligado a procurar a su población lo que promete, una serie de instituciones que le garantice su satisfacción y comodidades en su vida, en definitiva, una buena calidad de vida?
La calidad de vida. Aquí de nuevo caemos en terreno pantanoso. Porque la calidad sólo se puede determinar en función de la cantidad. Por ejemplo, dada una determinada cantidad de coches producidos se puede determinar estadísticamente la calidad de su rendimiento, en función de las unidades que han funcionado mejor o peor en tal o cual elemento y en comparación con los demás modelos presentes en el mercado. Los estándares de calidad sólo se pueden determinar en función de las cantidades y paramétricamente, es decir, en función del parámetro de calidad de cada caso. No es lo mismo establecer calidades en vehículos que en aviones que hacerlo en las vidas de las personas. Así pues, dependiendo de qué aspectos estemos hablando, la calidad, y su estimación, podrá variar. Del mismo modo, cuando hablamos de la calidad de vida de las personas los parámetros son también muy variados, pues dependerá de las situaciones y proyectos vitales o personales. No se pueden medir todos los proyectos vitales con el mismo rasero. ¿Cómo igualar la calidad de vida de una persona cuya felicidad consista en vivir en un tríplex, degustar manjares y conducir el último modelo de Porsche con la calidad de vida de alguien cuya felicidad consista vivir con lo mínimo liberando animales de granjas y comiendo tofu? Y, ante esto, el Estado de Bienestar que debe garantizar esa calidad de vida, esa felicidad, tiene un problema. O muchos. ¿Cómo garantizar la tremenda variedad (desigual) de situaciones en las que sus ciudadanos pretenden conseguir la calidad de vida necesaria para sus proyectos personales? ¿Cómo satisfacer los constantes deseos de la población? Una población que, además, te votará o no en función de ello.
Para ello un Estado podrá procurar un nivel mínimo de salud en sus ciudadanos, por lo que desarrollará un sistema sanitario que permita dicha salud. También podrá ofrecer a esos ciudadanos un sistema público de educación con el que optar por unas profesiones u otras, pudiendo ascender en la escala social. Podrá también procurar un sistema de pensiones con el que mantener a la población que ya no esté en condiciones de trabajar, pero sí de votar. Podrá ofrecer también distintas ayudas y subsidios con los que paliar ciertas desigualdades o desventajas, así como asistencia a personas enfermas o accidentadas. También procurará que la felicidad de sus ciudadanos se vea lo menos desestabilizada por el crimen y la inseguridad, por lo que contará con instituciones encargadas de perseguir, detener y enjuiciar a aquellos que perturban la felicidad de otros. Podrá procurar todo eso y mucho más, pero ¿cómo lo procurará? Nada de lo dicho es gratis, ¿cómo conseguirlo? ¿Cómo conseguir estas calidades de vida, la felicidad de los ciudadanos, y además todas aquellas cosas que el propio Estado no puede ofrecer -pues el Estado no puede llegar a cubrir todas las necesidades y caprichos de todas las personas ni controlarlas, esto es, no es posible el Estado totalitario-? No queda otra que recurrir al mercado pletórico de bienes y servicios; un mercado que garantice la producción y consumo constante y creciente de bienes y servicios. Un mercado, pues, que presupondrá la desigualdad en la oferta de productos y servicios y la desigualdad en los consumidores de esos productos y servicios (un mercado con consumidores clónicos no podría ofrecer esa variedad requerida ya que todos consumirían los mismos productos en la misma cantidad); pero que requerirá de la libertad para comprar. Ese tipo de mercado sería capaz de satisfacer todas las necesidades de los consumidores -consumidores que, cuanto más felices sean, ya que su calidad de vida es mejor, más consumen-, y a su vez será capaz de actuar de principal sostén económico del Estado de Bienestar. Siendo así que los ciudadanos del Estado de Bienestar se considerarán felices, con una suficiente calidad de vida, cuando se puedan considerar consumidores satisfechos. Cuando la demanda de bienes y servicios esté suficientemente cubierta por el Estado y el mercado.
Eso a lo que comúnmente hoy se llama felicidad en nuestras sociedades, entonces, no es más que un estado psicológico de identificación subjetiva con unos determinados estándares de «calidad de vida», a saber, con unos niveles de satisfacción de consumo de bienes y servicios. Ser feliz es ser un consumidor satisfecho. Una satisfacción que interesa a los pastores de rebaños sin cuernos de los que hablara Platón, y a los productores de esos bienes y servicios a consumir. El bienestar, la felicidad, una vez eliminada cualquier dimensión filosófica que pueda asumir, queda reducida a algo vulgar, puramente psicológico, propio de plebeyos como decía Goethe. Y es, además, una felicidad repugnante, rechazable ética y moralmente si tenemos en cuenta que para que unos disfruten de esa «calidad» otros tienen que carecer de ella y soportarla. ¿O acaso no resulta repugnante que para que una persona disfrute de la comodidad de recibir su cena en casa otra tenga que cruzar a toda prisa la ciudad en bicicleta a cambio de una miseria de sueldo? ¿No sería esta felicidad canalla, basada en el goce y comodidad más subjetivista, una forma de felicidad degradada o al menos poco loable?
La «calidad de vida» o la felicidad funciona pues como una pauta ideológica, un objetivo a alcanzar y mantener por las subjetividades propias de una sociedad capitalista de consumo que necesita asegurar o aumentar la recursividad de su producción industrial, frente a otras. Es una droga que no estimula sino que atonta y entretiene a los sujetos en su búsqueda y disfrute, un opio para el pueblo, pero a la vez de una gran eficacia. Es una droga que garantiza el funcionamiento del sistema, la ideología de las democracias de mercado pletórico.
Se trata de un libro necesario, muy necesario. De los que deberían salir a montones (aunque algunas importantes figuras hay en ello hace ya unos años). Un libro que no es de historia ni lo necesita porque es un libro de combate. Para ello, dado que su temática es lo que Roca Barea denomina fracasología -aunque, como indica, no es un término que ella inventara-, esto es, el abandono por no decir traición que muchos elementos de las élites intelectuales y políticas -no todas, claro- ejercieron a partir del cambio de dinastía en España, va a recorrer en casi quinientas páginas la historia de España desde mediados del siglo XVII a nuestros días.
Y lo va a hacer con un estilo tan claro como ameno y en tres partes. En una primera, dedicada al Siglo de las luces y las sombras, comienza desgranando el cambio de dinastía y lo que va a suponer para las élites políticas e intelectuales. Nos relata los esfuerzos del embajador Henri de Harcourt para formar un partido francés a favor de la sucesión borbónica poco antes de la muerte de Carlos II, la oscuridad del Motín de los Gatos, así como la gestación de la versión francesa de la leyenda negra y, con la nueva dinastía, el proceso por el que se iría imponiendo y asimilando por los españoles. Un efecto muy destacado, y que Roca Barea señala en repetidas ocasiones, es la ausencia en todo el periodo Borbón de historias de España en el periodo Habsburgo.
En una segunda parte la autora nos adentra en los años que van de la Guerra de Independencia al 98 y su desastre. Aquí el papel de los afrancesados, al lado del absolutismo borbónico y después de Napoleón, va a quedar bien claro, frente al liberalismo, defensor de la soberanía nacional y contrario al francés. Sin dejar de dedicar unas páginas a algunas de las producciones culturales en suelo español durante la época y su significado, como el teatro de Moratín y el flamenco. Aquí también veremos cómo la hispanofobia fracasológica estaría ya incrustada en nuestras élites a pesar de que, como muestra la autora en un ejercicio comparativo con el «imperio» francés, hay pocas razones para ello. El mito de la España exótica y excepcionalidad europea -cuando no ya africana- va tomando buen cuerpo; a su vez, y como corolario, situaciones y hechos históricos que tuvieron lugar en muchas otras partes de Europa se transforman en particularidades españolas. Pero, como decíamos, no todas nuestras élites fueron iguales, por ello, suponemos, Roca Barea termina esta parte destacando la figura de Modesto Lafuente.
La tercera parte, a nuestro entender, es la más firme del ensayo y la más original. En esta parte la potencia deshollinadora, con respecto a nuestra negritud, de la historia comparada mostrará su potencial a la vez que su sencillez. Así, comienza la autora tratando, desde el 98 hasta nuestros días, el problema de España, el regeneracionismo, la generación del 98, la polémica entre Américo Castro y Sánchez-Albornoz sobre el ser de España, el cambio de paradigma en las élites -de Francia a Alemania- y el papel de la Institución Libre de Enseñanza. Hecho esto dedicará 30 contundentes páginas al economicismo protestante y sus mitos, analizando y mostrando las constantes ambigüedades, falsedades y contradicciones de La ética protestante y el «espíritu» del capitalismode Max Weber; ambigüedades, falsedades y contradicciones que muchos historiadores, economistas, filósofos y demás supuesta intelectualidad española asumirá sin más. Seguirá después con un rápido recorrido por el racismo de base de los nacionalismos españoles, tan racistas en su nacimiento como ahora aunque se vistan de izquierdistas y demócratas. Y concluirá mostrando las vergüenzas de los atropellos y genocidios cometidos en California por personajes tan afamados como Stanford, y en otros rincones de Norteamérica; vergüenzas de las que se pretende culpar ayer, hoy y mañana, como no podía ser de otra forma, a la malvada España.
Pero no haríamos justicia a este, como decíamos, necesario ensayo si no señaláramos algunos puntos que consideramos de debilidad. Mayormente de debilidad filosófica, una debilidad que, para este tipo de ensayos es, sin embargo, de gran importancia. Importancia que testimonia la propia autora al confesar, en el mismo comienzo, que el libro «es el resultado de una larguísima discusión con Ortega» (pág. 13). Al que atribuye una «intuición genial» al comprender que España tiene un problema con sus élites, algo discutible -al margen de lo que signifique eso de intuición genial- si tenemos en cuenta algunos datos que ella misma da después. Y sin esos mismos datos. Sólo habría que consultar, por ejemplo, la España defendidade Quevedo, que ya señala cómo hay algunos hijos de España que se tragan las mentiras extranjeras -eso sí, la dimensión y el carácter fracasológico que adquiere después del cambio de dinastía, como estudia Roca Barea, no tiene parangón con entonces-.
Poco después, a nuestro juicio, al comentar el papel de la leyenda negra en la historia de España la autora sobredimensiona el papel de la guerra propagandística -decimos que sobredimensiona, no que esta no tuviera un papel importante o muy importante- al atribuir la caída del imperio español a la propaganda enemiga: «El imperio fue derrotado con un arma nueva, inédita hasta entonces: la propaganda» (pág. 17). Un arma que, de todas formas, y como la autora bien sabe, tampoco era tan nueva. Y seguidamente, cuando afirma que «La propaganda es una forma de gestionar la mentira que el español nunca ha podido aprender» cae en cierto esencialismo metafísico, una de las constantes filosóficas del libro, que curiosamente puede llegar a rozar lo negrolegendario. ¿Qué es eso de el español? Así dicho pareciera un ser perenne con ciertos rasgos sempiternos que le hacen incapaz para ciertos aprendizajes. Sea cierto o no que los españoles nunca han combatido como debían la leyenda negra, han de darse las razones y causas por las que esto ha sido o es así. Pero si afirmas que el españolnunca ha podido aprender tal o cual cosa, sin darte cuenta, caes en lo mismo que estás criticando.
Otro de los esencialismos -entendiendo por esencialismo la hipostatización de algún rasgo, carácter o parte de una totalidad, procesual o no, que lleve a su aislamiento, separándola de las demás partes o del curso procesual- que nos ha llamado la atención en el ensayo de Roca Barea lo encontramos en las constantes referencias a una supuesta inercia históricaque habría tenido el imperio español (los imperios en general). Por ejemplo, cuando en la página 39 afirma que el cambio de dinastía fue tan decisivo que llevaría a la caída del imperio -otros ejemplos puede versen en la página 161 o en la 219-. Si bien, a pesar de ello, éste se mantendría por inercia durante un siglo más, porque, como afirma, sucede que en todo gran impero llega un momento que «ante una circunstancia adversa» que en momentos anteriores no le habría supuesto esfuerzo resolver, en ese momento provoca su caída. Lo mismo sucedería con el imperio otomano, que entre la Guerra de Crimea y la Primera Guerra Mundial seguiría existiendo también «por pura inercia». Pero, nos planteamos, ¿puede simplificarse la caída de imperios mastodónticos como el español o el otomano a una circunstancia adversa? ¿Puede la Primera Guerra Mundial considerarse como una circunstancia adversao puede entenderse más bien como un cataclismo de tal magnitud que pueda hacer caer un imperio, dos y tres? A su vez, ¿puede la historia manejarse con categorías mecánicas como la inercia? Un imperio no es un cuerpo sujeto a inercias, mas que metafóricamente. Un imperio es una estructura política enorme que requiere de un permanente y constante ejercicio de su poder (en todas sus ramas -operativa, estructurativa y determinativa- y en todas sus capas -basal, cortical y conjuntiva-) para el mantenimiento o refuerzo de su eutaxia, y que en el momento que se descuida y deja de tener poder cae, por más poderoso que haya sido el día anterior -lo mismo pasaría con un Estado no imperial y, por supuesto, con un Estado democrático-. Ahí es donde encontramos el esencialismo de Roca Barea, porque sólo desde una metafísica esencialista que suponga, mezclando e hipostasiando además rasgos de otras categorías como la mecánica, una supuesta fuerza inercial histórica subyacente, capaz de aguantar un imperio, es posible obviar la necesidad actualista del materialismo político. El permanente y necesario ejercicio del poder político. Los imperios no siguen sus cursos históricos por inercias, siguen sus cursos históricos porque sigue su acción, su ortograma, imperial. Porque sigue manteniendo el ejército, porque sigue manteniendo la administración y defensa de su territorio, de sus poblaciones, de sus tecnologías, de sus recursos y sus industria; en el momento que no lo haga, al día siguiente, sus enemigos se lo tragan.
De ahí que nos resulte inadmisible que, en la página 219, en la que trata el mismo tema, llegue a afirmar, por ejemplo, que el imperio romano lleva existiendo por pura inerciamucho tiempo cuando Rómulo Augusto es depuesto por Odoacro en el 476. Y esto, además, porque se debe tener en cuenta el prestigio de los nombres. Ya que «A fin de cuentas, las palabras son la más sofisticada herramienta que hemos fabricado los humanos para orientarnos en la realidad. De ahí su inmensa capacidad de desorientarnos también». Es decir, para Roca Barea un imperio como el español, el otomano -o el romano- puede existir durante un siglo por su nombre. Por la fuerza de las palabras. No porque, por ejemplo, su estructuras económicas y administrativas, aunque muy debilitadas y corruptas, puedan aún resistir. No porque su moneda pueda, aunque sea precariamente, seguir asegurando la circulación de mercancías, el comercio y los oficios. No porque pueda seguir pagando ejércitos y mercenarios aunque sea precariamente. No. Por el prestigio de las palabras, que, al parecer tienen hasta la capacidad de crear la realidad (pág. 254). Este esencialismo, este idealismo metafísico tan confuso, nos lleva a pensar que Roca Barea no cuenta con una filosofía de la historia adecuada.
Por otra parte surgen otras dudas: suponiendo que el imperio continúa por inercia, ¿por qué sigue, en el caso español, creciendo durante el siglo XVIII si en verdad está «agonizando»? Y también, si su caída fue rápida a inicios del XIX cuando se le acabó la fuerza inercial, ¿por qué no sucedió a inicios del XVIII? Como cuerpo inercial en el XVIII también había múltiples fuerzas capaces de desviar o frenar su inercia, si estaba ya tan debilitado debería haber agotado su inercia. Suponemos.
Unas páginas después, en la 61, la autora vuelve a realizar una afirmación un tanto idealista al tratar sobre la moral y las ideologías. Comenta el nacimiento de la figura del intelectual como creador de opinión pública a partir de la ilustración francesa, como consecuencia de una religión que «ha dejado -o está dejando- de cumplir su función social, como explica Habermas». Y si bien podríamos admitir que la función de los intelectuales sea la de generar opinión, o la de administrar la opinión para su clientela, también consideramos exagerado afirmar que a inicios del siglo XVIII la religión -la cristiana, se entiende- está dejando de cumplir su función social. No podemos admitir tales afirmaciones, aunque lo explique Habermas[1], ya que, por un lado, la pujanza de la religión -explicitemos: la religión católica o cristiana- en esos momentos tenía tanta fuerza o más como en el siglo anterior, y en el XIX no será poca. Por otro lado, a esos generadores de opinión los leían unos pocos en realidad, las élites si se quiere, o partes suyas, pero la sociedad en su conjunto seguía siendo tan cristiana como antes. Pero es que, además, tampoco consideramos admisible, por idealista, afirmar que las ideologías sean a partir de ese momento «las productoras de moral». Y es idealista porque las realidades morales no surgen de las ideas o de las ideologías, estas, las ideologías, sirven para agrupar y conformar el entendimiento de unos grupos frente a otros en sus posiciones acerca de las realidades políticas, sociales, culturales, artísticas o lo que se quiera, pero no son las que generan las normas morales. Porque estas son producto de cursos históricos de rutinas victoriosas que se van desplazando continuamente unas a las otras en función de las necesidades de pervivencia del conjunto social -y de los distintos grupos que componen dicha sociedad-. Es más, distintas ideologías pueden compartir normas morales sin por ello dejar de ser ideologías y sin haber dado lugar a estas, pudiendo incluso estas normas morales ser determinantes de algunos tramos de esas ideologías. Roca Barea, a pesar de sus múltiples aciertos, y no son pocos, muestra aquí de nuevo reseñables debilidades filosóficas.
Otra debilidad filosófica también puede verse en el capítulo tercero cuando trata sobre la literatura y se adentra en definir qué es la literatura. Y afirma, página 108: «La literatura es un alimento espiritual necesario para el ser humano en todo tiempo y lugar. Existe con el lenguaje y no depende de la escritura». De nuevo aquí los tintes idealistas lo manchan todo y las dudas surgen. ¿Qué es eso de un alimento espiritual? ¿Qué es el espíritu, y de qué espíritu hablamos? Nos dice también que es necesario, ¿pero por qué, qué razones hay para ello? Si las hay la autora debería darlas. Y añade que es necesario para el ser humano, pero ¿para el ser humano como especie animal o el ser humano ya como hombre, como realidad antropológica? Y si es necesario para ser hombre, ¿es porque el hombre se puede definir como «el animal literario»? ¿Es una necesidad de la «condición humana», sea cual sea el grupo humano del que estemos hablando y del momento histórico e incluso filogenético del que estemos hablando? Parecería que no, puesto que nos dice que la literatura existe con el lenguaje y no depende de la escritura. Pero entonces, si es necesario para el ser humano en todo tiempo y lugar, como si fuera una característica nuclear suya, habría que admitir que antes del surgimiento del lenguaje no habría seres humanos entendido antropológicamente. Necesitaríamos, pues, para entender la literatura, una teoría antropológica que Roca Barea no nos proporciona.
Al mismo tiempo nos preguntamos si es posible hablar en general de la literatura o si existen muchos tipos -la autora al menos parece que distingue dos géneros generalísimos: la literatura que depende de la escritura y la que no-, en qué condiciones surgiría la literatura -si es que se puede hablar de laliteratura-, qué estructura lógico material tiene, cuáles serían sus cursos o su cuerpo… Quien esto escribe no está en condiciones de aportar una respuesta a qué sea la literatura, pero sí vemos todos estos problemas filosóficos que nuestra autora pasa por alto; problemas que restan mucha eficacia a sus atinadas críticas en otros momentos.
Mismo idealismo esencialista se puede detectar en el capítulo dedicado a los afrancesados. Y es que en el momento de tratar el teatro de Moratín llega a afirmar que la influencia de las élites afrancesadas haría que el Romanticismo se manifieste muy tarde en España (pág.192). Y al margen de la típica suposición negrolegendaria del atraso español en todo, en lo que Roca Barea no sólo no cae sino que critica y duramente, sí que podemos decir que estas afirmaciones indican que la autora se maneja en una filosofía acrítica, una metafísica más bien. de la historia basada en la idea de progreso (ascendente). Ya que si el Romanticismo se manifestó tardíamente es que, obviamente, no se manifestó antes. En el curso lineal de la historia la época romántica, en España, nos dice, empezó más tarde no por culpa de una especie de atraso congénito español, sino por culpa de los franceses y su influencia. Pero, nos preguntamos, ¿por qué hablar siquiera de romanticismo tardío? ¿El romanticismo supone un avance al que hay que llegar? ¿Si no se hubiera dado aunque fuera tardíamente habría significado un atraso, un vacío en la cultura española, aunque fuera por culpa de la influencia francesa? ¿Debe darse un romanticismo en España? Las dudas nos asaltan otra vez; no sabemos por qué un movimiento artístico o literario ha de darse tardía o tempranamente o no darse, por qué han de tener algún momento en concreto de manifestación o por qué, por tanto, podría suponer un avance o no. Roca Barea tampoco aclara estos puntos a nuestro juicio necesarios.
Otro momento un tanto chocante, en continuidad con el anterior, lo encontramos en la página 231, en la que empieza a tratar acerca de la España exótica y la subordinación cultural. Aquí la autora nos comenta que la reacción liberal y patriótica contra el afrancesamiento fue intensa, pero insuficiente para evitar el derrumbe moral -aunque no sabemos en qué consiste esto; siquiera sabemos si categorías psicológicas como la autoestima (porque en este sentido habla Roca Barea de derrumbe moral) se pueden aplicar a categorías políticas- del imperio español, que en realidad habría empezado un siglo antes -y, suponemos, llevaba existiendo por inercia desde hacía un siglo-. Y es que el rechazo del afrancesamiento por parte de los liberales habría afectado casi en exclusiva a la sumisión política y territorial, pero poco o nada a la cultural, «que es la que de verdad importa», como los franceses habían «descubierto» un siglo antes. Y nos preguntamos, si esto es así, si la que importa de verdad es la subordinación cultural, ¿no tendríamos que admitir que la no sumisión política y territorial por parte de los liberales no habría significado nada, que sería una mera apariencia de insumisión sin ningún efecto histórico real? Si, por decirlo así, la cultura es lo verdaderamente determinante, la base, y la política y el territorio la superestructura, ¿no sería toda la reacción liberal y la revolución española una apariencia histórica, una anécdota en la historia de la sumisión española puesto que continuaba sumisa culturalmente?
Y no sólo eso, tenemos más dudas. Porque ¿qué está entendiendo Roca Barea por cultura? ¿Se está refiriendo al arte, a la literatura, a la música? ¿Es, por ejemplo, la política cultural o no? Y si no lo es, ¿por qué no lo es y cómo se puede separar de la cultura? ¿No estará de nuevo la autora deslizándose hacia el esencialismo y haciendo de la cultura un todo megárico separado en mayor o menor medida del resto de fenómenos antropológicos y/o políticos? ¿No estaría cayendo en lo que desde el materialismo filosófico se denomina mito de la cultura? No lo sabemos, la autora en ningún momento lo deja claro.
Pero sea así o no, a nuestro juicio, un ensayo dedicado, nuclearmente, a la sumisión de las élites españolas a la cultura francesa debe contar, necesariamente, con una teoría de la cultura. Y que no dispongamos de ella a lo largo de sus páginas es una de las grandes debilidades, si no la mayor, del ensayo de Roca Barea. Porque al no disponer de ella no podemos saber qué partes de la cultura española, lo más importante a la hora de la subordinación, son sumisas o no, o en qué grado lo son. Ni podemos saber exactamente qué élites caen en la fracasología y qué élites no. Por eso cuando páginas después, en la 243, Roca Barea habla de «las élites que condujeron el Imperio español a su fragmentación y luego han dirigido los destinos de las partes fragmentadas a ambos lados del Atlántico» no podemos saber tampoco a qué se refiere con precisión. Porque, en primer lugar, no podemos sustancializar a las élites y tratarlas como un continuum que se van desplegando a lo largo de los siglos sin tener en cuenta las diversas causas y razones para sus actuaciones -fracasológicas o no-. Es decir, no podemos considerar que son el mismo tipo de élites en un momento u otro. Y por otro lado, si la subordinación cultural es la verdaderamente importante habría que establecer con la mayor precisión posible en qué caso las élites culturales fueron sumisas -y entonces si las élites políticas hubieran opuesto resistencia habría sido inútil-, y en qué casos no -y entonces por más afrancesadas que hubieran sido las élites políticas habría dado lo mismo porque no habrían tenido efectos-. Pero tampoco esto podemos saberlo como se debiera.
Otra puntualización podría hacerse en diversas manifestaciones que la autora nos ofrece al comentar la generación del 98 y su problematización de España. Roca Barea, con toda la razón, señala los tintes negrolegendarias de muchas de las discusiones sobre España de miembros de esta generación, pero también manifiesta en varias ocasiones su extrañeza por la necesidad de problematizar España que tienen dichos autores. Llega incluso a confesar, en la página 337, que no ha entendido nunca este asunto sobre el ser de España y que no parece posible que tal enormidad pueda definirse. Y no lo ha entendido nunca porque, como ya podemos comprobar, Roca Barea no dispone de una adecuada teoría sobre el imperio (o los imperios); una teoría filosófica que le permita distinguir distintos tipos de imperio y entender que dicha constante problematización sobre el ser de España es completamente normal. ¿Y esto por qué? Porque, como bien señala la autora, España ha sido el mayor imperio moderno y además un imperio civilizador, generador. Es su condición de imperio civilizador, generador, y aun más su norma imperial universalista (católica), lo que convierte a España en un problema filosófico que nos debemos plantear, y batallar, una y otra vez. Sólo los imperios universales tienen este alcance en la historia universal y esta problematicidad filosófica, por eso esto no pasa con imperios como el inglés, el francés o el holandés -que la autora erróneamente no llegaría a considerar imperios en sentido estricto pues para ella sólo serían auténticamente imperios los imperios civilizadores (generadores), pero no los depredadores-.
Pero no sólo eso, es que dos páginas después, mientras trata la polémica entre Américo Castro y Sánchez-Albornoz llega a decir que «no se sabe de qué están discutiendo don Américo y don Claudio. ¿Eran los visigodos españoles? Cualquiera sabe». ¿Pero cómo que cualquiera sabe? ¿Cómo puede la autora de un ensayo dedicado a España no saber qué es España ni tener una teoría de sus orígenes históricos para poder determinar estas cosas? Y sigue: «Si Pelayo hubiera sido coetáneo de Ramsés II, ¿esto cambiaría mucho las cosas?». Con afirmaciones y comentarios de este tipo la autora nos deja estupefactos, no podemos entender cómo se puede escribir un ensayo sobre España y sus élites sin saber qué es España, siquiera en molestarse por saberlo. Cosa que extraña aún más sabiendo que la autora ha puesto prólogo, y leído por tanto, libros como los de Iván Vélez y Pedro Insua, en los que se ejercen y se explican adecuadamente, entre otras, las doctrinas filosóficas del materialismo filosófico acerca de España y de los imperios. Roca Barea, a nuestro juicio, debería al menos haberlos tenido en cuenta.
Estas y otras debilidades filosóficas, como las hemos denominado -no decimos ausencias filosóficas porque la autora ejerce en todo momento, como no podía ser de otra forma, alguna filosofía aunque sea esencialista o de forma galeata-, podemos encontrar en el ensayo de Roca Barea. Un ensayo que, a pesar de todas las críticas señaladas, las ausencias indebidas y las importantes dudas comentadas consideramos que es necesario, como decíamos al inicio. Quizá no sea el mejor ensayo para entender qué es y qué ha sido España, pero sí lo consideramos un ensayo muy apreciable contra la leyenda negra pues cuenta, como ya también se ha dicho, con muchísimos aciertos y páginas muy meritorias. Y si no las hemos reseñado aquí es porque preferimos y animamos a que el lector las encuentre, si no las ha encontrado ya.
[1]En otros momentos, como en la página 187, más que explicaciones habermasianas se pueden encontrar tintes heideggerianos, o puede que orteguianos, en cualquier caso idealistas de nuevo, al hablar de las existencias auténticas e inauténticas.
Las concepciones individualistas o subjetivistas de la libertad, a mi juicio, son otra de las víctimas de la pandemia del Covid-19. Esta terrible pandemia mundial que está dejándonos a todos en jaque. Y es que podemos decir que las situaciones tan tremendas que estamos viviendo han evidenciado -aunque siempre hay quien no quiere enterarse- que en cuanto personas somos seres sociales, determinados por las otras personas y por las instituciones y ceremonias que nos han formado. Instituciones y ceremonias que necesitamos para vivir y que determinan los rumbos que cada persona -que si es persona, insistimos, lo es porque vive entre otras- puede ejercitar en su vida. De ahí, por ejemplo, la lógica preocupación que podemos tener todos por aquellas personas que pasan el confinamiento solas, o el dolor que genera no poder pasar por las ceremonias de duelo de todos aquellos que pierden a un ser querido por el Covid-19 y ni se pueden despedir.
A su vez podemos observar que este virus ha determinado un recorte drástico de nuestra libertad de movimiento, por ejemplo, o de reunión. Por nuestra propia supervivencia. Incluso nos ha impedido poder trabajar y consumir, siendo así que la economía española está sufriendo una debacle de tal magnitud que sólo se puede comparar con una guerra. Es decir, estamos completamente determinados tanto por factores sociales y culturales como naturales (radiales).
Pero no queda la cosa ahí. Que ahora mismo no seamos libres de y para hacer una gran cantidad de cosas, que no contemos con una gran cantidad de libertades se debe a que el Gobierno así lo ha ordenado por razones de salud pública -órdenes que procura que se cumplan con sus limitados medios-, y muestra que nuestras libertades también dependen del Estado y los grupos humanos en los que nos encontramos. Depende de la capacidad de los Estados, de su libertad, de su fortaleza para garantizar la salud y la seguridad de sus ciudadanos que estos puedan ejercerla o no. Cuanto más débil sea el Estado menos libres seremos. Por eso podemos ver que ya hay países que han iniciado, escaladamente, el desconfinamiento, porque han tenido la fortaleza y la prudencia como para abastecerse y proveer a sus ciudadanos (incluyendo a todos aquellos que han luchado contra el virus) de los medios necesarios para protegerse. Desgraciadamente en España no se ha tenido esa prudencia y fortaleza -de ahí que tengamos, a día de hoy, el mayor índice de mortalidad por millón de habitantes y el mayor número de sanitarios infectados- y la desescalada va a costar bastante más suponiendo que no haya graves repuntes. No digamos ya la recuperación económica.
La libertad, decimos, no reside en la conciencia, no reside en el sujeto, porque no reside en ningún sitio; tampoco es darse a uno mismo la propia autonomía. A lo sumo la podríamos intentar definir, siguiendo a Espinosa, como la conciencia de la necesidad. Porque desde el materialismo pluralista (discontinuista) y actualista defendemos que todo lo que existe y ocurre existe y ocurre, al menos, por una causa o una razón. Una causa o razón que requiere de un contexto o armadura en el que se da el proceso causal. Procesos causales (y contextuales) en los que los sujetos están insertos, fuertemente determinados por ellos y a los cuales con sus acciones u operaciones contribuyen, de ahí que después a los sujetos se les pueda exigir responsabilidad y culpa. Unas armaduras que vienen dadas por las instituciones y ceremonias, que son las que encauzan las operaciones y las vidas en general de los sujetos y de las sociedades de personas. Y es que a pesar del determinismo la libertad, que es poder, no deja de existir. Una libertad que, repetimos, se ejerce en y a través de las instituciones y ceremonias (circulares, angulares y radiales) del espacio antropológico -como el Estado, la familia o el laboratorio, por ejemplo-. Si dejara de existir la libertad por el determinismo -no nos olvidemos de la symploké, pues no todos los procesos causales están entretejidos con todos ni ninguno con ninguno- gran parte de nuestro sistema judicial carecería de sentido. Porque determinismo no es fatalismo. Si podemos atribuir culpa a una persona es porque es posible determinar que es la causa de unos efectos perniciosos para los derechos de otra u otras personas -por ello tampoco sería posible determinar esa culpa sin instituciones como la ley, la policía, los jueces o los tribunales-, y desligar el proceso causal generado por esa persona de otros. Si alguien es culpable de lo realizado es porque ha sido libre.
Y es que la libertad tiene un carácter objetivo que además es irrenunciable, precisamente, en las sociedades democráticas de mercado pletórico. Es esta libertad objetiva democrática -o idea de libertad objetiva-, forjada a través de las diversas transformaciones basales con el desarrollo del capitalismo desde la Edad Media, imperio español mediante, la que permitió la transformación de las sociedades no democráticas en democráticas (antes que la idea de igualdad o de fraternidad)[1]. Siendo quizá los llamados Estados de bienestar su mejor ejemplo.
Es, pues, esta involucración de los desarrollos basales con la armadura reticular del Estado (capas conjuntiva y cortical) los que permitirán nuestras actuales libertades democráticas. Unas libertades que, dado su carácter objetivo, antropológico e histórico, en modo alguno pueden depender de la conciencia subjetiva de cada uno, del propio espíritu o de la voluntad individual.
Demos, pues, una cordial despedida a estas concepciones desbarradas de la libertad -aunque bien sabemos que hay quien no querrá hacerlo ni lo hará nunca- igual que esperamos poder despedirnos pronto de este peligro microscópico que nos ha obligado a renunciar a un buen número de ellas.
[1]En otros artículos en esta misma revista hemos profundizado un poco más en este proceso.
Dado el nuevo periodo electoral que se nos abre a los españoles, el cuarto en menos de un lustro, quizá se impone que en estas páginas comentemos, otra vez, algo acerca de la democracia. Antes de que colapsemos por empacho democrático.
No vamos a decir nada realmente nuevo, muchas cosas ya las hemos dicho e incluso otros lo han dicho mejor que quien esto escribe; pero ante la insistencia en el error, o en el mito, no cabe sino insistir en su corrección, en su desmitificación. Aunque sea sin miedo pero también sin esperanza. Y es que es diario, aunque se agudiza aún más en los periodos electorales, como es normal. La machacona propaganda cuasiteológica sobre la democracia, su progreso y sus virtudes salvíficas. Lo que se refuerza aún más si le añadimos el componente franquista y la exhumación del cuerpo de Franco. Así, podemos ver constantemente a nuestros políticos y a opinadores y contertulios por doquier señalar cómo la transformación de la sociedad española, y de las sociedades en general, de una sociedad dictatorial, despótica, a una sociedad democrática ha permitido a los españoles, o a los hombres en general, alcanzar un elevado grado de libertad e igualdad y la conquista de innumerables derechos civiles y políticos. Es por ello por lo que la bandera de demócrata puede exhibirse con todo el orgullo del mundo; cualquiera que quiera considerarse digno y respetable, una persona humana como el Progreso manda, debe declararse demócrata y disfrutar de su dignidad por pertenecer a una sociedad plenamente democrática. Sólo con la democracia los hombres pueden ser libres de verdad. Sólo en democracia los hombres pueden ser hombres de verdad.
Bien, una vez planteado esto dejemos por un momento el tema democrático. Preguntémonos ahora: cuando el hombre demócrata habla de las sociedades despóticas, ¿a qué se está refiriendo? No a sociedades imaginarias, por supuesto. No puede más que estar refiriéndose entonces a las sociedades del Antiguo Régimen o a las repúblicas y dictaduras modernas como la soviética o la fascista. Estas sociedades, pues, son a las que se opone la democracia del hombre demócrata, que entendería, por tanto, a las sociedades democráticas como aquellas que se organizan en torno al Estado de Derecho y que, con una evidencia clarividente, permiten a los hombres liberarse de las tiranías y dictaduras, de cualquier despotismo en general, y alcanzar la libertad e igualdad plenas. El estado pleno de la humanidad y el fin de la historia.
De un modo fundamentalista, simplista y reduccionista, el hombre demócrata de nuestros días, el hombre transido de democracia, estaría entendiendo que entre las categorías políticas cabe establecer una división tajante: por un lado las sociedades despóticas, y por otro la democracia. La división primordial no es tanto entre derechas e izquierdas, explotadores y oprimidos, ricos y pobres, los de arriba y los de abajo -aunque no se excluyen-, como una división entre demócratas y no demócratas. Ahí está el criterio antropológico, moral y político para el demócrata fundamentalista. O eres demócrata o eres un déspota que se opone al progreso y a la libertad. Todo bien ordenado en paquetes ideológicos compactos. No hay término medio ni más posibilidad. ¿Y qué pasa si esa democracia en la que vive el hombre demócrata no es perfecta? ¿Qué pasa, por ejemplo, si dentro de esa democracia hay una familia que cumple un papel institucional de primer nivel, siendo uno de sus miembros rey y jefe de Estado y eligiéndose a sus sucesores no mediante elecciones o referéndum sino hereditariamente? Esto, seguramente, pueda ser visto por el hombre demócrata como un déficit, pero un déficit menor que se puede admitir circunstancialmente. Un déficit que, en definitiva, aunque rompa toda igualdad democrática no llega a afectar a la estructura democrática de la sociedad, a su esencia. A su vez, la existencia de la extrema derecha en esa democracia, una derecha defensora del Antiguo Régimen o del fascismo y, por tanto, despótica, es algo que no puede ser tolerado. Sin embargo, una derecha democrática que acepte los principios de la democracia parlamentaria y el Estado de Derecho no supone ningún problema. Pero, si es ese el caso, ¿qué diferencia hay entre una izquierda demócrata y una derecha demócrata? ¿No estarían, de hecho, esas derechas demócratas identificándose con las izquierdas en reivindicaciones tradicionales propias de las izquierdas como el sufragio universal, la igualdad y la libertad civil y política? ¿No quedarían pues ecualizadas las derechas y las izquierdas al menos en los elementos fundamentales? ¿No pierde entonces sentido la distinción izquierda/derecha -aunque esta no sea la fundamental-?
Puede que con lo que llevamos dicho haya quien pueda empezar a sospechar que estamos atacando a la democracia, que somos del grupo de los déspotas. Pero nada más lejos, entre otras cosas porque antes de atacar siquiera a la democracia deberíamos preguntarnos: ¿a qué democracia? ¿La democracia es una o muchas? ¿De qué hablamos cuando hablamos de democracia?
Lo primero que deberíamos señalar al hablar de democracia, como en cualquier otra institución, es que hay que distinguir entre su momento tecnológico y su momento nematológico (o ideológico, sobre todo al hablar de cuestiones como las que tratamos). Los cuales se podrán relacionar entre sí -y lo harán necesariamente de algún modo, ya que aunque distinguibles no son separables- mediante yuxtaposición, fusión, reducción -directa o inversa- o conjugación. El momento tecnológico, para decirlo rápido, refiere a aquellas prácticas y acciones implicadas en la institución -como puedan ser, en lo que nos toca, la elecciones, la ley de partidos o electoral, o los mítines-. A su vez, el momento nematológico refiere a las doctrinas que envuelven o se conjugan con esas ceremonias -alguno de esos elementos ya los hemos mencionado y seguiremos en ello-. Ambos momentos, como decíamos, aunque sean distinguibles son inseparables. Podrán variar y combinarse de distintos modos, dependiendo de la situación y el caso, pero nunca darse por separado; demostrando su racionalidad -al menos en algunos tramos de sus momentos- en la trabazón entre sus partes, su composición con otras instituciones y en su recursividad.
Al mismo tiempo, al hablar de democracia, y para clarificar mínimamente el embrollo que estas preguntas nos suscitan, deberíamos distinguir como mínimo entre democracia ideal y las democracias realmente existentes. A su vez, convendría distinguir entre democracia formal -la forma de la democracia- y democracia material -los contenidos de esa forma democrática-. Y si cruzamos estas distinciones conseguiremos al menos una clasificación de los fenómenos democráticos -a nivel tecnológico o práctico y/o a nivel nematológico o ideológico- pudiendo así, por ejemplo, hablar de una democracia realmente existente respecto a sus componente formales, o hablar de los componentes materiales de una democracia ideal. Estas distinciones nos permitirán, por tanto, aunque no entremos ahora en ello, distinguir diversos tipos de democracias ideales y diversos tipos de democracias reales en función de sus componentes formales y de sus componentes materiales. Al mismo tiempo, con estas distinciones podríamos, por ejemplo, analizar las relaciones de una democracia realmente existente respecto al ideal de democracia que esa democracia se propone, o sus diferencias con otros modelos ideales, así como sus relaciones con otras democracias reales que se han dado como guía el mismo modelo de democracia ideal u otros distintos. Nos permite determinar, en definitiva, que hablar de democracia a bocajarro es simplemente un error, una confusión simplista que barre de un plumazo la diversidad de democracias posibles y que impide la compresión de los fenómenos a los que nos enfrentamos. Y es que las relaciones entre las democracias -como pasa con otras categorías políticas y antropológicas- suelen darse entretejidas en diversos planos muy complejos, entrecruzados y en continuo cambio en función de los intereses y necesidades de las sociedades políticas en cuestión. Es lo que sucede cuando algunas democracias parlamentarias homologables como las europeas se oponen a otras no homologables, como la venezolana, la china o la iraní. Unas democracias, estas últimas, que pueden ser consideradas desde las democracias europeas, estimadas como modelo ideal de democracia, como conteniendo una gran cantidad dedéficits democráticosque tendrán que ser salvados si esos países quieren ser considerados como realmente democráticos y disfrutar también de la dignidad y la libertad de la democracia occidental.
Pero el asunto es todavía un poco más complicado, porque a estas distinciones podemos añadir otra más en lo que respecta a la forma democrática o democracia formal, a saber: la distinción entre la democracia en sentido genérico y la democracia en sentido específico. La democracia en sentido genérico sería la democracia entendida en un sentido procedimental, la democracia como el método para tomar decisiones a través del voto y la regla de la mayoría -que es la forma más habitual e intuitiva de entender la democracia-; en un sentido específico, sin embargo, la democracia la entenderíamos en cuanto forma de una sociedad política -lo que obliga ya a distinguir entre una forma y una materia política-.
Así pues, y dado lo dicho, desde nuestra postura materialista -o sea, pluralista y actualista-, consideramos que a la hora de abordar las relaciones entre la democracia realmente existente y la ideal, recurrir al concepto de déficit no es lo más ajustado. Y es que emplear este concepto nos llevaría a tener que reconocer que hay democracias (en el límite todas) que ya no es que no sean reconocidas como plenamente democráticas, es que no lo pueden ser nunca y mientras no alcancen ese ideal de democracia no pueden llamarse democracias. Esto que comentamos lo podemos ver actuar a diario cuando tal contertulio, tal intelectual o tal tuitero o tuitera afirma rotundamente que España no es una democracia por tal o cual corrupción, o porque las listas están cerradas, o por la monarquía, o porque no se cumplen tales o cuales condiciones en las circunscripciones, etc. Esta es una postura claramente fundamentalista, esto es, idealista, que se niega a reconocer que esas realidades que denomina déficits son en verdad las condiciones materiales que han sido necesarias para que la democracia en cuestión existiese. Así, por ejemplo, quien reniega de la monarquía española, la considera un déficit y no la admite en la democracia española (esta democracia libre del déspota), o en cualquier democracia, será incapaz de admitir que fue la monarquía, aprobada por las Cortes franquistas, una de las instituciones fundamentales que permitió la transición a la democracia -por mucho que hoy pueda ser estimada como una institución prescindible que cumplió su papel, de lo cual estamos muy agradecidos-.
De modo que, a la hora de abordar las realidades políticas como la democracia, el modo más correcto de enfocar los fenómenos es desde un funcionalismo materialista[1]que nos libre de desviaciones imposibles, hipostatizaciones y de reduccionismos simplistas. Poniendo el objetivo, pues, en las condiciones materiales de existencia de los regímenes políticos y de las complejísimas relaciones pasadas y presentes que entre ellos se dan.
¿Y cómo se hace esto? No es fácil, en absoluto. Pero más difícil es cuando nos perdemos entre las brumas metafísicas del fundamentalismo. Por ello, desde el materialismo, para entender la democracia no tenemos más remedio que partir no de la forma ideal, sino de los contenidos materiales. Unos contenidos, un material, que no está dado desde siempre ni desde hace cuatro días, sino que está dado históricamente. No podemos partir, como hace por ejemplo Rousseau, por citar un ejemplo clásico -aunque al menos el francés distinguirá entre voluntad general y voluntad de todos-, de una supuesta situación originaria y a partir de ahí deducir todo lo demás. Debemos partir de los materiales que nos dan la historia y la antropología y, a partir de ellos, entender cómo, en el desarrollo dialéctico, histórico, de estos materiales, se da lugar a las sociedades democráticas.
Es un proceso este que, si atendemos a las formas democráticas actuales, aparece de manera bastante reciente; por ello sería abusar de los términos e irnos muy lejos si empezásemos a hablar de la famosa democracia griega, pues esa democracia tiene poco que ver con las democracias en sentido moderno -a pesar de que esto sea algo que sólo podemos decir una vez que hemos explicitado cómo son las democracias en las que vivimos hoy-, o de formas democráticas medievales. Aun en el supuesto de que hayan de ser consideradas como formas precedentes.
Las democracias modernas aparecerán en el siglo XVIII -yendo, por cierto, paralelas a la inversión teológica y a la transformación del Reino de la Gracia en el Reino de la Cultura-. Y es que las democracias modernas están estrechamente vinculadas a las conformaciones o constituciones (systasis,constitutio) de las naciones políticas. La democracia moderna surge pues a finales del siglo XVIII tras la Revolución Francesa, a partir de una reorganización, por anamorfosis -no por creación espontánea niex nihiloni por emergencia- del Estado del Antiguo Régimen. Es decir, no surgió a partir de sociedades prepolíticas o preestatales organizadas como naciones étnicas o de individuos que se reunieron por mutuo acuerdo -un acuerdo, además, de carácter político que no puede darse antes de la existencia del Estado, sólo podría darse posteriormente-, sino que nació a partir de sociedades políticas previamente organizadas en la forma del Estado del Antiguo Régimen. Es entonces, en esos momentos, por ejemplo en España a partir de 1808/12, cuando es posible hablar de la transformación de una sociedad autocrática anterior en una sociedad en la que existe una libertad política general, a sociedades con una constitución (systasis,constitutio) democrática. Una sociedad libre compuesta por individuos libres. Pero libres de qué: del despotismo.
¿Y no nos lleva esto a un nuevo problema? Si hablamos de las sociedades democráticas como sociedades definidas en función de la libertad, pero de una libertad en un sentidonegativo, comolibertad de-libres del despotismo-, ¿no nos vemos en la obligación de encontrar una definición de libertad en un sentido máspositivo(libertad para), una libertad objetiva que proporcione fundamento a esas modernas sociedades democráticas? Así creemos que debe ser, y para responder a esta cuestión no podemos más que recurrir, de nuevo, a esos materiales antropológicos e históricos. Unos materiales que, como ya hemos señalado, nos indican que las democracias modernas comienzan a finales del siglo XVIII (aunque haya elementos precedentes en épocas anteriores, ya que nada surge de la nada). Estas democracias, como nos manifiestan estos materiales, sufrirán altos y bajos durante todo el siglo XIX y XX, atravesando cataclismos como las dos guerras mundiales o revoluciones antidemocráticas como la rusa, la fascista o la nazi, pero que tras 1989, con el derrumbe de la Unión Soviética, la hegemonía de Estados Unidos, la globalización y la constitución de la maltrecha Unión Europea vivirán, y viven, su época dorada. Pero si bien esto es así, y si nos enmarcamos en una perspectiva materialista, ¿dónde encontrar el mecanismo basal que hizo posible la pervivencia de estas democracias y que dio y da fundamento a la libertad objetiva de estas sociedades políticas? No podemos recurrir más que a uno: al mercado pletórico de bienes y servicios.
¿Y por qué el mercado pletórico? Porque se trata de una categoría económica y por tanto también política que alcanza una importancia filosófico-ontológica de primer orden, como bien supo ver Carlos Marx. Y es que, efectivamente, podemos ver cómo ese recorrido histórico de la historia de las democracias y su transformación desde los estados del Antiguo Régimen -que hemos resumido en apenas tres o cuatro líneas- coincide plenamente con el recorrido de la sociedad capitalista de mercado. Partiendo del descubrimiento de América, que daría lugar a que por primera vez el comercio fuera realmente global. También, en no menos medida y como ya han señalado algunos historiadores de la ciencia, el descubrimiento de América permitiría que las técnicas, las ciencias y las tecnologías, y España y el resto de Europa con ellas, fueran evolucionando para dar solución a unos mercados cada vez más amplios y, por tanto, a una demanda creciente. Llegando poco a poco a las tecnologías basadas en el carbón y el hierro, pasando después a la electricidad y a la energía nuclear. Todos estos cambios económicos, científicos y tecnológicos a lo largo de estos siglos darían lugar a sociedades políticas -algunas de ellas imperiales- en continuo cambio y transformación; siendo así que a través de la ampliación de la sociedad de mercado pletórico se habría ido abriendo paso la idea de libertad objetiva.
Constatamos, entonces, cómo el desarrollo del capitalismo, en sus diferentes etapas y tipos -uno de ellos el actual capitalismo de mercado pletórico-, ha permitido o dado lugar a configuraciones nuevas determinantes para la historia de los últimos siglos. Y es que lo propio del capitalismo no está sólo en la recurrencia productiva, básico, por otra parte, para el sostenimiento de cualquier economía -cualquier economía ha de ser una economía sostenible, al menos en su recurrencia productiva, si quiere seguir existiendo-. El capitalismo es un sistema económico político -desde el materialismo defendemos que la economía es siempre política y no se puede entender al margen del Estado- basado en la producción de mercancías (y servicios) destinadas a ser intercambiadas a través del dinero para su consumo, generando mediante dicho consumo nuevos ciclos de producción, intercambio (dinerario) y consumo cada vez mayores. Pero danto lugar también, a su vez, de manera creciente, a mercancías (y servicios) nuevas -que pueden correr el peligro de no ser compradas-.
Estos ciclos ampliados y recursivos y la búsqueda de nuevos mercados dan lugar a competencias feroces, conflictos, consumos crecientes de todo tipo de recursos (naturales, animales y humanos), superproducción de mercancías (y servicios) -pudiendo ocasionar las padecidas crisis de superproducción-, conflictos territoriales, legales, empresariales y entre capitalistas y trabajadores -así como entre capitalistas entre sí y también entre trabajadores entre sí-. Sin olvidar las terribles y destructivas guerras económicas y militares que pueden motivar y de hecho han motivado. Pero debemos reconocer, a pesar de todo ello, que el capitalismo es un sistema basado en la producción creciente que da y ha dado lugar a obras que no habrían sido posibles en otros sistemas, como puedan ser, por poner unos ejemplos aleatorios, los rascacielos, los submarinos nucleares o internet. Que sea para bien o para mal es algo a lo que ahora no atendemos -no es el tema de nuestro artículo-. Pero sí que podemos afirmar que sólo en el capitalismo se han dado esos resultados y que incluso en la URSS nunca se pudo llegar a dar el salto a otro sistema; siempre fue otra forma de capitalismo, un capitalismo de Estado.
Por tanto, el capitalismo, por suerte o por desgracia, dado el incremento de los ciclos de producción y de población experimentado en los últimos siglos ha demostrado, hasta el momento, su funcionalidad, su capacidad para seguir la marcha aun con múltiples transformaciones (capitalismo mercantil, industrial, financiero…). Al margen de que se rechace o se defienda esta es la realidad del capitalismo, y no admitirlo es cerrar los ojos a la realidad histórica y presente.
Así pues, una vez constatado esto nos queda una pregunta: ¿en qué consiste el mercado pletórico? Ya dijimos algo al respecto en un artículo anterior, pero aquí profundizaremos un poco más. Para empezar, y aunque sea chocante con el pensamiento imperante, la idea de mercado pletórico es una idea, esto es, una realidad, que se funda antes en la desigualdad que en la igualdad, aunque no la excluye. ¿Desigualdad en qué? En los bienes fabricados o mercancías y los servicios que se ofrecen, así como en los compradores o consumidores de esos bienes y servicios. El mercado pletórico capitalista implica, por tanto, una multiplicidad indefinida de bienes y servicios -una multiplicidad que, aunque sea indefinida, no deja de estar clasificada según los tipos de bienes y servicios ofertados- reproducidos serialmente y distributivamente en un número a poder ser creciente -en el caso de que un bien fuera único su «disfrute» sólo podría ser exclusivo; o bien sería de carácter público, para que todos lo disfruten-. Lo que quiere decir que en el mercado pletórico los bienes han de ser sustituidos tan pronto se consumen o disfrutan, de ahí su carácter indefinido aunque serial -lo que ya indica que un mercado de tal clase sólo es posible una vez se está produciendo o se ha producido lo que llamamos la revolución industrial, que permite tal cantidad de mercancías y rapidez en la producción-. Al mismo tiempo, la competitividad ha de ser feroz. Porque la demanda también ha de ser pletórica, constante y por tanto desigual -si los compradores fuesen todos iguales o en gran número iguales comprarían los mismos tipos de bienes y el mercado pletórico sería imposible-. Es este mercado creciente el que permitirá los imperios modernos y el desarrollo de las naciones democráticas (algunas serán democracias imperialistas), que, en su ampliación, expandirán su libertad a costa de la libertad de otras. Es así, pues, con estas condiciones materiales de coexistencia, como la libertad objetiva o la libertad de especificación, de escoger una cosa u otra (lo que hemos llamadolibertad para), se va abriendo paso en ese breve recorrido histórico esbozado.
Unalibertad paraque, no olvidemos, presupone unalibertad de(libertad de acción; de coacciones que me impiden comprar tal cosa u otra, por ejemplo). Pero unalibertad deque sólo cobra sentido, a su vez, cuando se determinan los parámetros en los que se es libre, ylibre para.
Ahora bien, con todo lo dicho, y siguiendo con el desarrollo de la libertad -y de la libertad democrática, por supuesto- no podemos caer en el mito de la libertad individual. A pesar de que la democracia moderna requiera de individuos libres, con capacidad para el voto individual, ya sólo fijándonos en lo que hemos dicho sobre el mercado pletórico y las transformaciones históricas experimentadas por las sociedades democráticas, estamos en disposición de afirmar que la concepción de la libertad (de y para) como algo subjetivo -el individualismo en el que suelen caer las concepciones liberales- no pasa de ser una burda apariencia, un reduccionismo de carácter ideológico. Una democracia o un mercado no pueden funcionar sujeto a sujeto, ni en función de las valoraciones o apetencias subjetivas, aunque después se afirme su unión; de partida, sólo socialmente, grupalmente (aunque se divida en múltiples grupos, ya sean sus relaciones de conflicto o de cooperación) es posible que un mercado y una nación democrática funcione. Al individualismo metodológico es necesario oponer un socialismo metodológico (y ontológico) de carácter materialista que tenga en cuenta las necesidades históricas, no sólo las subjetivas, así como la constitución grupal, plural y dialéctica de las sociedades y de los individuos que viven en ella. El individuo sólo eslibre paraelegir entre lo que hay, no según emane de su capricho o de su voluntad, y siempre está sometido a las presiones sociales y constituido en la medida de estas.
Desde la perspectiva materialista el individualismo es un una ideología metafísica que hipostasia a los individuos. Por eso resulta falaz el constante diagnóstico de nuestra época -aunque esto tampoco es nuevo- como una época individualista -lo mismo pasaría en los frecuentes casos en los que se hace tanto hincapié al señalar que las religiones protestantes, o al menos algunas de ellas, llevan al individualismo-. El individualismo y el liberalismo o el posmodernismo podrán ser una doctrina, pero no una realidad. Y es que el individuo no es más que una abstracción, no existe elsolo con el solo, sino que los individuos ya, desde el principio, están enclasados, constituidos y moldeados por la matriz social -o por las matrices sociales- en las que aparecen y se desarrollan (la familia, el Estado, la nación, los medios de comunicación, los amigos, la escuela, la comunidad, la empresa, el sindicato…). Por ello alcanzar unalibertad deno nos lleva de por sí a la libertad -un error en el que caen, como decimos, muchos pensadores liberales-, porque librarse de unas ataduras no impide que caigas en otras; en realidad esta libertad negativa es librarse de unas cosas para especificarse en otras -no es posible estar libre de todo-, y, además, librarse de algo no siempre tiene por qué suponer que sea para algo mejor.
Sólo mediante estos mecanismos y desde un socialismo metodológico es posible entender, por ejemplo, los movimientos sindicales del XIX y XX. Los individuos libres de la servidumbre y el vasallaje se vieron, en toda su subjetividad, en las nuevas fábricas. Efectivamente, consiguieron ser libres de su señor o de su esclavitud, pero se vieron al momento siguiente en la necesidad de especificarse por un trabajo u otro, a elegir entre lo que se les ofrecía, en una fábrica u otra. Y así, también, se vieron inmersos en mercados que les ofrecían unos bienes u otros a los que podían acceder en función de su trabajo y su ganancia, en gran cantidad de casos a costa de horas interminables de trabajo libre. Es por ello por lo que, para aumentar su libertad para especificarse, para consumir y vivir, eligieron sindicarse para, en grupo, socialmente, ganar otras libertades -librarse de horas de trabajo, por ejemplo- o incrementar su salario. La libertad de elección, como vemos, no tiene sentido individuo a individuo, subjetivamente; la libertad a la vez quelibertad dees libertad de especificación,libertad paraelegir entre las diferentes alternativas ya institucionalizadas o luchar por conseguir nuevas. Siendo así que podríamos decir que una sociedad democrática se podrá presentar como más desarrollada que otras, esto es, más libre, si consigue alcanzar mayor número de alternativas laborales y consumibles a elegir (libertad para), así como mayor número de conductas a permitir (libertad de) y mayor cantidad de electores -sufragio universal- y de compradores. Democracia y mercado pletórico, pues, van de la mano.
Se comprenderá entonces que la libertad haya de ser referida siempre a la libertad positiva o de especificación, una especificación determinada, tanto de bienes como de opciones políticas; y se comprenderá también que el individualismo no podrá ser considerado más que a nivel ideológico, siendo un mero mito a nivel ontológico y gnoseológico. La libertad es social, un poder social. O más bien múltiple, múltiples poderes que los sujetos podrán ejercer, pero siempre enclasados y encauzados en función de las alternativas existentes, institucionalizadas, en una sociedad concreta; alternativas que serán variables o no en función de las transformaciones -que no siembre se producirán de modo pacífico y progresivo- en esa sociedad que, por otro lado, estará continuamente en contacto, en dialéctica, con otras sociedades (democráticas y no democráticas).
Con todo lo dicho se comprenderá, por tanto, que no estamos atacando a la democracia cuando decíamos lo que decíamos al principio -eso sería caer en el fundamentalismo por vía negativa-. Tampoco estamos negando que en las democracias haya libertad. Y todo esto los electores de los próximos comicios lo tendrán que tener presente. Pero, también dado lo dicho, consideramos que a pesar de que en democracia exista libertad y que sin libertad no haya democracia, esa libertad es tan limitada en muchas ocasiones -sin que deje de ser democracia- que resulta del todo ridículo ir dándose golpes en el pecho proclamándose demócrata.
Y es que como también hemos comentado ya, la democracia supone unaliberta derespecto a las limitaciones del Antiguo Régimen (o de otros más modernos pero más despóticos); pero esalibertad desólo tiene fundamento cuando implica y proporciona unalibertad parao libertad positiva. Esto es, la democracia parlamentaria es capaz de proporcionar a sus ciudadanos una libertad negativa respecto a las tiranías o regímenes autoritarios, ¿pero qué libertad positiva es capaz de ofrecer? Además de recordarnos continuamente que se nos ha librado del régimen represivo, en el caso español, que se nos ha librado del tiránico franquismo, ¿qué nos puede ofrecer más la democracia? Evidentemente, si tiene algo que ofrecer no podrá ser una única cosa y, como no podría ser de otra forma desde nuestro materialismo pluralista y actualista, no en todos los sasos ofrecerá lo mismo ni de la misma manera. Dependerá de los tipos y circunstancias de las democracias.
Para no hablar en abstracto remitámonos a una situación que todos conoceremos, a saber: la democracia parlamentaria española de partidos con listas cerradas y bloqueadas. Un horror antidemocrático para muchos teóricos de la democracia que sólo consideran genuina democracia a aquella que tiene listas abiertas. Desde nuestra perspectiva, aun considerando que una democracia puede funcionar como democracia a pesar de contar con listas cerradas y bloqueadas, sí que podemos afirmar también que los electores españoles, y los de cualquier democracia semejante, dada esta situación, ciertamente se encontrarán con una libertad para elegir las alternativas políticas muy estrecha. Tanto que los electores no tendrán más remedio que votar aquello que se les ofrece por parte de los partidos, tendrán que especificarse en función de ello, sin posibilidad de influir en los planes y programas que estos proponen, por más perniciosos, delirantes o estúpidos que les parezcan.
A su vez, y en lo que respecta a las elecciones, dada la situación de sufragio universal habría que señalar que también en este caso el poder político de cada ciudadano, su libertad positiva en este aspecto, es una parte alícuota y minúscula (más minúscula cuanto mayor sea la democracia en cuestión). Y es que son muy pocos los ciudadanos que han intervenido en los programas electorales, pero muchos los destinados a elegirlos. Y cada voto individual será más insignificante cuantos más sean los electores. De modo que podríamos decir que aquellos hombres demócratas que, en los días de elecciones, tras el sesudo y subjetivo día de reflexión, se dirigen a su colegio electoral, papeleta en mano, disfrutando del momento en el que introduzcan su voluntad en la urna, son presos de la ilusión democrática. Es decir, presos de la falsa creencia que tienen estos votantes en el efecto de su voto. Creen transformar a través del voto sulibertad deenlibertad para, en poder, cuando, en realidad. la mayoría que gana sólo es un resultante aleatorio de la composición sintética de millones de votos independientes. Todavía mayor será la ilusión democrática de esos hombres demócratas cuando alientan a sus compatriotas a ejercer el voto, porque su democracia los necesita, sin percatarse de que, de ese modo, lo que están haciendo es reducir aún más la significancia de su voto.
Y en esta situación, esa reducción de la libertad positiva que nos proporciona la democracia parlamentaria será igual tanto si se convocan elecciones cada cuatro años, como si se convocan cada diez o cada semana. Es por ello, en fin, por ser la mayoría ganadora tan sólo una resultante aleatoria producto de la mera suma de votos independientes, por lo que resulta absurda una idea tan metafísica como la de la voluntad general. Una voluntad general que, en todo caso, el propio resultado de las elecciones mostraría siempre como dividida, al resultar una cantidad de votos favorables a un partido o candidato, otra cantidad a otro, etc.
Pero no queda la cosa ahí. La libertad positiva que proporciona la democracia puede quedar aún más mermada incluso después de las elecciones. ¿Cómo? Al darse la posibilidad de coaliciones entre minorías. Cuando tras las elecciones la opción mayoritaria no consigue una mayoría suficiente o absoluta como para formar gobierno, es posible que otras opciones menos votadas pero en coalición se hagan con el poder, desplazando a la opción mayoritaria. Así, el supuesto mandato soberano indicado por el voto mayoritario queda en nada, y la asamblea nacional es la que pasa a ejercer realmente la soberanía nacional. Una asamblea o parlamento democrático que, además, como en el caso español, puede llegar a parcelar el voto de los españoles. No basta con que el voto de cada ciudadano, su libertad positiva al respecto, quede reducido de forma irrisoria en la masa aleatoria de votos, sino que, además, el Parlamento -que para eso es el representante de la soberanía nacional- puede aprobar Estatutos de Autonomía -como de hecho ha aprobado- que parcelen el territorio español y excluyan a esos territorios en algunos tramos de la legalidad vigente para el resto. De modo que el limitadísimo voto de algunos españoles queda reducido aún más ya que, con su voto, no tienen potestad, esto es, libertad, para decidir en lo que se refiere a la legislación y la administración (por ejemplo, de los tributos) en esos territorios blindados por los Estatutos y aprobados por el Parlamento de todos los españoles. ¿No supone esto también una ruptura brutal de la igualdad democrática de los españoles? ¿No queda reducida de nuevo la libertad positiva de los españoles por más que estén en democracia? ¿Qué poder de decisión o de influencia tendrán los españoles con su voto dadas estas condiciones? ¿No podríamos llegar a pensar que en estas situaciones lalibertad dela tiranía que ha proporcionado la democracia ha servido a los españolesparabien poco? ¿No podría llegar a ser, si continúa así o va a más, el progreso aportado por la democracia una mera apariencia falaz o incluso un retroceso? ¿Es posible estar orgulloso de una democracia así? ¿Es posible sentir afecto por una democracia que no sólo limita hasta lo irrisorio el poder de voto de sus ciudadanos sino que además admite y hasta financia a sediciosos capaces de destruirla? ¿Es posible estimar a una democracia que, como diría Cervantes, es capaz de criar a la sierpe en su seno? ¿No hay que tener muchas tragaderas para estar orgulloso y creer firmemente en el poder del voto y en el progreso democrático dadas estas condiciones?
Un progreso que los representantes de la soberanía, esos mismos que no tienen tapujos en dividirla, parcelarla, limitarla y comerciarla, no se cansan de abanderar, maquillar y vender a los electores. La democracia, nos dicen, nos ha traído el progreso, el conocimiento, la razón y la libertad. Pero, aun concediendo y reconociendo que la democracia nos ha aportado una libertad de o libertad negativa respecto a regímenes anteriores, que no es poco, ¿no podría resultar excesivo afirmar que sólo la democracia nos ha traído progreso? ¿No son progreso también, por ejemplo, la revolución industrial y científica anteriores a la democracia? ¿Deberemos decir que la URSS, aunque fuera una de las dos superpotencias mundiales del siglo XX, era una sociedad atrasada y sin libertad porque no era una democracia parlamentaria? ¿Cómo explicar entonces todos sus logros científicos, tecnológicos, militares y sociales -al margen de las opiniones que se tengan sobre ella-?
Y no, de nuevo lo negamos, no estamos atacando a la democracia con todo esto que hemos dicho. Sería absurdo. Pero sí creemos que los electores, ante las nuevas elecciones, deben plantearse todos estos asuntos, aunque sólo sea en el día de reflexión. Lo que sí estamos diciendo es que conviene que los electores sean conscientes de cómo la clase política usa de todas estas luminosas ideas que hemos ido mostrando y criticando, unas ideas que son tan luminosas que ciegan. Y conviene, en consecuencia, que se limiten sus pretensiones y sus manipulaciones.
Y no, no estamos atacando la democracia por todo lo dicho, porque ello supondría caer en el fundamentalismo democrático por vía negativa. De lo que se trata, por el contrario, es de concebir a la democracia como una categoría política más. Como un tipo de régimen político al que se ha llegado una vez alcanzado un determinado estadio histórico, no como producto de la voluntad del pueblo o como una explosión de libertad, no, sino como una concatenación histórica de fuerzas y transformaciones que lo han permitido y lo siguen permitiendo (por el momento).
Así pues, defiéndase la democracia española, vótese, búsquese mejorarla. No podemos estar más de acuerdo en ello, y para ello dedicamos nuestros esfuerzos. Pero siempre, a la hora de participar, conociendo tanto sus virtudes como sus vicios. Sin miedo ni esperanza. Y sin necesidad de sentirse orgullosos del supuesto progreso y libertad que nos ha traído. Con que funcione y funcione bien vale, que no es poco.
[1]Pero no de un materialismo cualquiera, sino del materialismo filosófico gestado por Gustavo Bueno y la Escuela de Oviedo, sin el cual no podríamos decir lo que decimos. Para todos aquellos interesados en profundizar más en todos los aspectos aquí tratados recomendamos la lectura deEnsayo sobre las Categorías de la Economía Política,Primer ensayo sobre las categorías de las Ciencias Políticas, elPanfleto contra la democracia realmente existente,Zapatero y el pensamiento AliciayFundamentalismo democráticode Gustavo Bueno. O en su defecto elDiccionario Filosóficode Pelayo García Sierra.
Hasta en la sopa. Democracia por todas partes, todo lo consagra y todo lo empapa. No vale con que la forma de una sociedad política sea democrática -considerando entonces a la democracia como una categoría o realidad política, entre otras-, tiene que serlo todo en esa sociedad. Mercado democrático, moral democrática, vida democrática, sexo democrático, ciencia democrática, deporte democrático, ruina democrática… Totalitarismo democrático.
Este formalismo -formalismo democrático-, este idealismo que separa las categorías de los fundamentos de su existencia, en definitiva, es una de las formas de corrupción ideológicas más visibles en nuestras democracias occidentales de mercado pletórico. Una corrupción que hace vacuas a estas expresiones señaladas -y usadas- por la excesiva extensión metonímica del adjetivo democrático. Tan malo es pasarse como quedarse corto.
Corrupción porque las democracias -y lo decimos en plural porque hay más de una, distintas unas de las otras e incluso opuestas- son categorías políticas, formas de organización de las sociedades políticas. Una categoría, por tanto, enfrentada a otras posibles. Porque lo posible es siempre composible, porque lo existente es siempre coexistente. No es que todo esté en todo o se relacione con todo, pero sí necesariamente con algunas cosas (y no con otras). Por ello podríamos hablar de parlamento democrático, de gobierno democrático o incluso de presupuestos democráticos, pero no de felicidad democrática o religión democrática. Y es que no porque pertenezcan a una democracia todas las instituciones de esta son democráticas, o tienen por qué serlo. Ni haberlo sido. Siquiera el hecho de que las instituciones de una democracia sean democráticas garantiza que los resultados de estas sean democráticos. Por ejemplo: dado el caso en que un parlamento democrático determinase la instauración de una dictadura o la implantación de una monarquía hereditaria -lo que rompería el principio de la igualdad de oportunidades de esa democracia-. No por el hecho de que una resolución sea aprobada por mayoría parlamentaria o por referéndum significa que haya garantías de que esa resolución sea democrática, porque eso dependerá más de los contenidos de la resolución y de sus resultados que de su génesis, de la forma de aprobarla. Por muy democrático que sea el método quizá no lo sean sus consecuencias.
Las democracias son productos históricos que no se pueden implantar de un día para otro ni imponer por las buenas en una sociedad, y menos pacíficamente. Y es que las democracias realmente existentes dependen de los diversos materiales -históricos, antropológicos- en los que se implanta cada democracia. Materiales históricos y antropológicos que hay que tener en cuenta. Siempre. Ya que, por ejemplo, las instituciones y los individuos que han de fundar la democracia no se pueden dar por presupuestos ni surgidos de la nada. No hay un estado de naturaleza desde el que los individuos puedan decidir fundar un Estado por un jurídico contrato social. Contrato que no tiene sentido ni posibilidad antes de la existencia de un sistema legal y de un Estado con fuerza para hacerlo cumplir; unos individuos que no son previos a la sociedad política sino producto de ella; una democracia que, por tanto, tampoco puede surgir por las buenas sino de formas políticas previas -con las que incluso tendrá que enfrentarse- no democráticas. Una democracia no puede autoconstituirse igual que una sociedad no puede darse a sí misma una Constitución, por mucho que se diga. No nos podemos saltar la historia como si nada. Y andar a estas alturas teniendo que hacer estas precisiones resulta ridículo.
Así pues, se podrán soñar democracias perfectas, democracias formales, pero no pasarán de un sueño muy bien organizado. Utópico. Infantil. Y si uno decide rechazar y hasta despreciar a las democracias y no participar en ella, o abstenerse, porque no se ajusta a esa forma pura, pues que con su pan se lo coma. No hay más cera que la que arde ni más democracia que la que hay. Y tampoco pasa nada.
Es ese formalismo político, ese idealismo que da lugar a una concepción ideológica -en cuanto que se enfrenta a otras- de la democracia, el que emponzoña la compresión de las realidades políticas, históricas, territoriales en las que vivimos. Bellas formas, tan bonitas y luminosas como fáciles de comprender. Porque cualquiera puede entender en qué consiste esa democracia. Pero con una luz cegadora que no deja ver lo que tenemos enfrente. Así, en sus modalidades extremas puede llevar al anarquismo cuando desde esta concepción prístina de la democracia se observa que las democracias reales no se ajustan al modelo ideal; cuentan con tal cantidad de «déficits» que lo mejor es acabar con la sociedad política, con el Estado. Un obstáculo para que la «genuina y auténtica» forma de toda sociedad que se digne de llamarse tal se realice. Si la democracia es la esencia misma de la sociedad política -otro supuesto gratuito de esta concepción-, toda otra estructura política que no sea democrática pasa a ser espuria, inauténtica. No política.
Un formalismo que, además y por tanto, está cargado de un componente axiológico meliorativo. Lo democrático marca la línea entre el bien y el mal. Si es democrático es bueno, si no lo es lleva directamente al infierno. O peor, al fascismo. Ser demócrata y predicar y extender la democracia te santifica, te eleva sobre la barbarie y los acontecimientos temporales. La acusación de antidemócrata, al contrario, te condena socialmente, te convierte en un enemigo público, un demonio.
La democracia formal, inexistente pero funcional, nos lleva directamente desde el terreno de las categorías políticas al terreno de las categorías teológicas. Y se dirá que cada uno tiene derecho a tener su opinión, a pensar como quiera -como si, por otra parte, el pensamiento fuera libre-. Y efectivamente, claro que cada uno puede pensar como quiera o como mejor pueda. Las democracias, en cuanto realidades políticas, también están envueltas por ideologías, sistemas de ideas para el combate entre facciones -no hay rito sin mito, y viceversa-; sistema de falsa conciencia con una funcionalidad necesariamente partidista. Es justo éste el peligro de estas formalidades, de estos idealismos. Cuando aquellos a quienes el pueblo -ese ente amorfo y poco armónico- da el mando, mediante el voto en unas elecciones, están presos de tales formalismos, nos ponen en riesgo a todos al estar incapacitados para establecer planes y programas adecuados para el Estado, frente a otros. Tan importante es la solución como el diagnóstico, no se puede dar el uno sin el otro, están en codeterminación. Pero cuando quien tiene que hacer ese diagnóstico está cegado por la luz de las formas puras y sagradas, difícilmente va a conseguir dar con las soluciones concretas y generales que esas democracias reales, esas sociedades políticas, tienen.
A su vez, esta diosa que todo lo puede y en todas partes está, también puede justificar, por ejemplo, que un grupo decida separarse del resto legitimado por el poder de la democracia. Si esa separación, si esa secesión, está realizada democráticamente y es para dar lugar a una nueva democracia y, para más inri, sin violencia alguna, ¿dónde está el problema? Si cuantos más demócratas y más democracias mejor, ¿no? ¿No será el sumun de la democracia hacer una democracia de democracias? ¿Hacer de una sola 17 más? Es más, si te opones a esto, ¿no será porque eres antidemócrata, que tu fascismo opresor está asomando la patita?
Y es que si sacas las cosas de quicio no siempre es fácil volver a ponerlas en su sitio. Y es que la corrupción delictiva no es la única y no siempre la más peligrosa.