La felicidad, el opio del rebaño satisfecho.

Artículo para Posmodernia.

18 de septiembre de 2019.

La felicidad, el opio del rebaño satisfecho

Es un tema que está, como se suele decir, de rabiosa actualidad. Pero es de esos temas que, como tantos otros tan actuales, es antiquísimo. Se ha tratado desde hace milenios, al menos desde que Aristóteles le dio forma filosófica -como a la idea de Dios; llegando a identificar ambas ideas, pues al fin y al cabo la felicidad acabaría siendo el propio Dios, Acto Puro y pensamiento del pensamiento- y de miles de formas distintas. Sin embargo, dista mucho de estar agotado y debemos preguntarnos por qué…

Quizá no lo sepan, pero si lo dicen es porque pueden. Y pueden porque la felicidad, sea lo que sea, si es que alguien lo sabe, es uno de los valores cardinales (y económicos) de las sociedades democráticas capitalistas y opulentas de nuestro presente. Un valor que, como todos los valores, se contrapone a otros valores: la tristeza, la infelicidad, la insatisfacción.

¿Por qué ese valor recibe una caracterización meliorativa respecto a otros?, debemos preguntarnos. Esto no sucede porque sí, y si se mantiene en el tiempo e incluso incrementa su presencia es porque las sociedades en las que está presente lo admiten, incluso puede que lo fomenten y hasta lo necesiten. ¿Qué función cumple entonces la felicidad? ¿Cumple una o cumple varias? Si está tan presente en estas sociedades, ¿podríamos decir que la felicidad es la idea cardinal de la ideología de nuestro presente? Todo el mundo la busca e incluso hay quien afirma que la consigue. Son abundantísimos los casos en los que ante la pregunta qué buscas en la vida la respuesta es: ser feliz. Es el objetivo vital, el sentido de la vida. Si no eres feliz, ¿para qué vivir? Y si no consigues ser feliz no te preocupes, hay psicólogos y medicinas para todos.

Para responder a estas cuestiones deberíamos dedicar páginas y páginas, y ya Gustavo Bueno en su Mito de La Felicidad se encargó de esta poderosa idea mucho mejor de lo que nosotros podamos hacerlo aquí. Deberíamos determinar qué contenidos puede tener la felicidad, si es un tipo de idea análoga o equívoca, si tiene relación con la ignorancia o no, en qué circunstancias históricas aparece, o qué tiene que ver el cristianismo con nuestra concepción de la felicidad -la felicidad en la unión con Dios, la beatitud- y qué variaciones subjetivistas experimenta la felicidad tras la inversión teológica entre el siglo XVIII y XIX, qué papel tiene Kant en esta deriva subjetivista al separar virtud y felicidad, etc. Pero a pesar de que ahora no entremos en todos estos temas tan necesarios, debemos al menos plantearnos, nosotros y cualquier ciudadano, estas preguntas. Porque al hacerlo ya logramos levantar sospecha, ya conseguimos iniciar el camino a clarificar y distinguir una idea que en primera instancia semeja tan fácil. Parece que todo el mundo la entiende y todo el mundo tiene una respuesta, una opinión, pero es ese precisamente el problema.

A su vez debemos determinar en qué sociedades esa felicidad ha cobrado tanta relevancia; y no son otras que las sociedades democráticas capitalistas de mercado pletórico que disfrutan del llamado Estado de Bienestar. Un modelo de Estado surgido después de la Segunda Guerra Mundial como contrapartida a la URSS -a pesar de que, siendo estrictos, deberíamos decir que todo Estado es un Estado de bienestar ya que si no lo fuera caería destruido, no podría durar en un permanente estado de malestar; igual que todo Estado es un Estado de derecho ya que no hay Estado sin derecho ni derecho sin Estado- y que hoy no son pocas las voces que anuncian su declive. Pero hasta que eso suceda, si sucede, ahí está. Y para estar, como es lógico, necesita de una población que colabore así como de una constante producción y circulación de bienes y servicios que mantengan los gastos que este tipo de Estado genera y dé trabajo a la población que abarca.

¿Podríamos pensar entonces que a este tipo de Estado le interesa que su población esté feliz? Es más, ¿podríamos pensar que este tipo de Estado necesita que su población esté feliz? ¿No estaría el Estado de Bienestar obligado a procurar a su población lo que promete, una serie de instituciones que le garantice su satisfacción y comodidades en su vida, en definitiva, una buena calidad de vida?

La calidad de vida. Aquí de nuevo caemos en terreno pantanoso. Porque la calidad sólo se puede determinar en función de la cantidad. Por ejemplo, dada una determinada cantidad de coches producidos se puede determinar estadísticamente la calidad de su rendimiento, en función de las unidades que han funcionado mejor o peor en tal o cual elemento y en comparación con los demás modelos presentes en el mercado. Los estándares de calidad sólo se pueden determinar en función de las cantidades y paramétricamente, es decir, en función del parámetro de calidad de cada caso. No es lo mismo establecer calidades en vehículos que en aviones que hacerlo en las vidas de las personas. Así pues, dependiendo de qué aspectos estemos hablando, la calidad, y su estimación, podrá variar. Del mismo modo, cuando hablamos de la calidad de vida de las personas los parámetros son también muy variados, pues dependerá de las situaciones y proyectos vitales o personales. No se pueden medir todos los proyectos vitales con el mismo rasero. ¿Cómo igualar la calidad de vida de una persona cuya felicidad consista en vivir en un tríplex, degustar manjares y conducir el último modelo de Porsche con la calidad de vida de alguien cuya felicidad consista vivir con lo mínimo liberando animales de granjas y comiendo tofu? Y, ante esto, el Estado de Bienestar que debe garantizar esa calidad de vida, esa felicidad, tiene un problema. O muchos. ¿Cómo garantizar la tremenda variedad (desigual) de situaciones en las que sus ciudadanos pretenden conseguir la calidad de vida necesaria para sus proyectos personales? ¿Cómo satisfacer los constantes deseos de la población? Una población que, además, te votará o no en función de ello.

Para ello un Estado podrá procurar un nivel mínimo de salud en sus ciudadanos, por lo que desarrollará un sistema sanitario que permita dicha salud. También podrá ofrecer a esos ciudadanos un sistema público de educación con el que optar por unas profesiones u otras, pudiendo ascender en la escala social. Podrá también procurar un sistema de pensiones con el que mantener a la población que ya no esté en condiciones de trabajar, pero sí de votar. Podrá ofrecer también distintas ayudas y subsidios con los que paliar ciertas desigualdades o desventajas, así como asistencia a personas enfermas o accidentadas. También procurará que la felicidad de sus ciudadanos se vea lo menos desestabilizada por el crimen y la inseguridad, por lo que contará con instituciones encargadas de perseguir, detener y enjuiciar a aquellos que perturban la felicidad de otros. Podrá procurar todo eso y mucho más, pero ¿cómo lo procurará? Nada de lo dicho es gratis, ¿cómo conseguirlo? ¿Cómo conseguir estas calidades de vida, la felicidad de los ciudadanos, y además todas aquellas cosas que el propio Estado no puede ofrecer -pues el Estado no puede llegar a cubrir todas las necesidades y caprichos de todas las personas ni controlarlas, esto es, no es posible el Estado totalitario-? No queda otra que recurrir al mercado pletórico de bienes y servicios; un mercado que garantice la producción y consumo constante y creciente de bienes y servicios. Un mercado, pues, que presupondrá la desigualdad en la oferta de productos y servicios y la desigualdad en los consumidores de esos productos y servicios (un mercado con consumidores clónicos no podría ofrecer esa variedad requerida ya que todos consumirían los mismos productos en la misma cantidad); pero que requerirá de la libertad para comprar. Ese tipo de mercado sería capaz de satisfacer todas las necesidades de los consumidores -consumidores que, cuanto más felices sean, ya que su calidad de vida es mejor, más consumen-, y a su vez será capaz de actuar de principal sostén económico del Estado de Bienestar. Siendo así que los ciudadanos del Estado de Bienestar se considerarán felices, con una suficiente calidad de vida, cuando se puedan considerar consumidores satisfechos. Cuando la demanda de bienes y servicios esté suficientemente cubierta por el Estado y el mercado.

Eso a lo que comúnmente hoy se llama felicidad en nuestras sociedades, entonces, no es más que un estado psicológico de identificación subjetiva con unos determinados estándares de «calidad de vida», a saber, con unos niveles de satisfacción de consumo de bienes y servicios. Ser feliz es ser un consumidor satisfecho. Una satisfacción que interesa a los pastores de rebaños sin cuernos de los que hablara Platón, y a los productores de esos bienes y servicios a consumir. El bienestar, la felicidad, una vez eliminada cualquier dimensión filosófica que pueda asumir, queda reducida a algo vulgar, puramente psicológico, propio de plebeyos como decía Goethe. Y es, además, una felicidad repugnante, rechazable ética y moralmente si tenemos en cuenta que para que unos disfruten de esa «calidad» otros tienen que carecer de ella y soportarla. ¿O acaso no resulta repugnante que para que una persona disfrute de la comodidad de recibir su cena en casa otra tenga que cruzar a toda prisa la ciudad en bicicleta a cambio de una miseria de sueldo? ¿No sería esta felicidad canalla, basada en el goce y comodidad más subjetivista, una forma de felicidad degradada o al menos poco loable?

La «calidad de vida» o la felicidad funciona pues como una pauta ideológica, un objetivo a alcanzar y mantener por las subjetividades propias de una sociedad capitalista de consumo que necesita asegurar o aumentar la recursividad de su producción industrial, frente a otras. Es una droga que no estimula sino que atonta y entretiene a los sujetos en su búsqueda y disfrute, un opio para el pueblo, pero a la vez de una gran eficacia. Es una droga que garantiza el funcionamiento del sistema, la ideología de las democracias de mercado pletórico.

Toca, pues, ser felices.

Teleologismo metafísico, ese corrosivo del presente.

Artículo para Posmodernia.

El teleologismo metafísico, ese corrosivo del presente.

Ese mundo por llegar, esa teleología política y metafísica, ese idealismo, es lo más peligroso que se ha inventado en toda la historia. Ya Benito Espinosa, en pleno siglo XVII, ejerció una crítica demoledora contra tan perniciosa metafísica. Pero como él mismo sabía, las ideas verdaderas, por la propia fuerza de su verdad, no se imponen. El error persiste. Un error, un cáncer metafísico, que actúa tras muchas de las ideologías políticas hoy presentes. Por desgracia. Cada vez que se habla de una democracia perfecta por venir, que se dice que lo que tenemos no es una verdadera democracia, cada vez que se pide «más democracia», que se habla de déficits democráticos, ese mal teleológico está actuando. Olvidando el presente por mor de un futuro aureolar. Y justificando en su bella utopía cualquier error, cualquier atrocidad.

Nada mejor que hacer un breve repaso por la historia del siglo XX para darse cuenta al instante. Ese fin de la historia, ese sistema perfecto que se supone que llegará, no trae sino catástrofe justificada en un bello delirio. Y el martillo de una razón materialista, racionalista, no puede dejar de machacar esta idea una y otra vez. Aun sabiendo que poco se conseguirá. O nada. No puede dejar de golpear.

Adyacente a este teleologismo está el voluntarismo. No son exactamente lo mismo, pero no se entienden por separado. ¿Cómo si no a base de una ciega voluntad se conseguirá ese futuro perfecto (ario, comunista, democrático, anarquista)? Esa Arcadia feliz tiene que ser amada, querida, buscada. Tiene que generar ilusión. Y para ello es necesaria una fuerza histórica que la realice; bien el individuo, bien la raza aria, bien el proletariado, bien el pueblo, bien la nación oprimida, bien la gente… Sólo con la voluntad, a poder ser ciega, de esa fuerza histórica –manipulada, loca, estúpida– podrá hacerse tan excelso fin. Pero esto a su vez introduce un perverso juego. A tal proyecto siempre se va a oponer otra supuesta fuerza reaccionaria; bien el Estado, bien el judío, bien la burguesía, bien la casta, bien el capitalismo, bien el comunismo… Es necesario marcar a ese enemigo, identificarlo, retratarlo. Clasificarlo. Criticarlo en definitiva. Un enemigo siempre ignorante, sometido al error, incapaz de ver la bondad y belleza de ese feliz porvenir prometido. Un enemigo que quizá en un primer momento hay que intentar convencer, pero si resiste no quedará más remedio que neutralizarlo. Y si eso no sirve, aniquilarlo. Que no quede rastro de él, pues ese fin, ese al parecer claro fin, lo justifica e incluso lo requiere. El que se resiste no sabe lo que se hace y hay que convertirlo o eliminarlo (como pasa, por ejemplo, en el Islam).

Se genera así un maniqueísmo de buenos y malos (buenos y malos catalanes, o buenos y malos vascos, por ejemplo) que no hace más que enquistarse y crecer, radicalizándose. Muy poco a poco unos y otros van encarnizado sus odios y sus posturas ideológicas. Hasta que no cabe otra solución que dar muerte. Hasta que quien hablan son las balas. ¿Y todo por qué? Por el sueño de unos locos seguido, ciegamente, por masas de estúpidos. Y es que el mal nunca es inocente. El mal es siempre incentivado y consentido. Y eso que parece tan extraño, está entre nosotros; después de tanto sigue entre nosotros.

Todo esto, debo recordarlo, no está sólo presente en el ámbito político. En el religioso por supuesto: nueva venida de Cristo, pueblo elegido, el triunfo sobre el infiel, etc. Pero también, y aunque pueda parecer chocante, en el ámbito científico. No tanto «en la ciencia» como en las ideologías que suelen envolver a las ciencias, y particularmente en el fundamentalismo científico, aquella perversión ideológica –si es que alguna no lo es– que establece que la última palabra en todo lo tiene que tener «la ciencia»; que, en definitiva, lo que no son cuentas son cuentos. También muchas utopías teleológicas se han movido en éste entorno metafísico, peligroso y corrupto. El nazismo o el comunismo, por ejemplo, nadaban en el fundamentalismo científico y lo utilizaban para justificarse. Sus sistemas eran verdaderos porque eran científicos, y por tanto, incuestionables. Al parecer. Pero es que hoy día muchos científicos, y no digamos ya los cosmólogos, siguen en las mismas. La tontería de la ciencia unificada es más de lo mismo: un futuro prístino donde no hay guerras, todo es paz y armonía, porque «la ciencia» (que se supone que involucra la neutralidad moral, nacional e ideológica más absoluta; se supone) erradicará todos los males habidos y por haber. Será el paraíso en la tierra gracias a los triunfos del conocimiento científico y la tecnología. Esto, claramente, no tiene otro fin que justificar la propia actividad científica. Un escudo gremial. Como si los propios logros científicos y tecnológicos no los justificasen por sí mismos. Pero no, como vivimos de cara a la galería, en el espectáculo, y todo hay que enseñarlo –viva la transparencia–, hay que vender algo. Y ese algo debe ser bello, atrayente. Nada mejor que una nueva religión basada en la ciencia, como ya hiciera Comte con su positivismo en pleno siglo XIX.

Tristemente, hay mitos de lo más peligrosos que todo lo impregnan y todo lo dañan. No se puede meter toda la realidad en un tubo de ensayo, ni hay ciencia del todo. Las ciencias, como defendemos desde la teoría del cierre categorial (aunque no somos los únicos), son plurales y nunca podrán estar unidas. Sin perjuicio, claro, de numerosísimas conexiones y cruces entre ellas –cruces de los que en ocasiones han acabado conformándose nuevas categorías/ciencias–. Pero nunca se alcanzará una unidad, porque sencillamente no se puede. Dejarían de ser ciencias. Y esto que digo no es «contra la ciencia» –menudo absurdo–, sino contra esas ideologías o concepciones en torno a la ciencia. El error comienza por suponer que «la ciencia» puede entender y controlar el mundo y nuestras creencias acerca de éste. Porque «el mundo» en «su totalidad» no puede ser abarcado por «la ciencia», ya que ni el mundo es uno y unitario ni la ciencia tampoco. No existe la ciencia, sino las ciencias. Cada una opera sobre unos materiales distintos a las demás. Por ello a veces puede haber compatibilidades o cruces fértiles entre ellas, pero otras muchas veces son inconmensurables. Y es esta inconmensurabilidad, este cierre operatorio y categorial, el desarrollo de principios propios, lo que las hace ciencias. Y a su vez –y esto sólo puede resultar paradójico a aquél que piense la ciencia desde la metafísica unionista– lo que hace imposible su unidad. Por eso es tan importante derrumbar el mito de «la ciencia» y el fundamentalismo científico. Un fundamentalismo tan pernicioso, idealista y teleológico como cualquier otro, sea religioso, sea político. Cualquier delirio idealista es pernicioso por sí mismo, pues lleva a perder de vista en todo momento el suelo que se pisa y la historia que se lleva a las espaldas. Se pierde el sano y racionalista materialismo histórico.

Como prueba por vía negativa (aunque no por ello menos efectiva) que se puede aportar a lo dicho podríamos señalar el continuo y estrepitoso fracaso de todo intento que se ha hecho para esa unificación científica. Ni los habidos ni los que hay lo han conseguido. Por algo será…

Como dijo el filósofo norteamericano Dewey: «El intento de asegurar la unidad mediante la definición de las términos de todas las ciencias en términos de alguna ciencia única está condenado de antemano al fracaso». Por otro lado, la creciente e imparable especialización científica en todas las áreas, que alejan entre sí a los propios científicos dentro de las propias ciencias, hace, también, imposible cualquier tipo de unión armónica.

Otro olvido imperdonable es el enlace político de las ciencias. Suponer que las ciencias, a pesar de su autodeterminación interna, avanzan por sí mismas. Porque las ciencias, como todo lo humano, están sometidas a las necesidades históricas. Y muy en concreto a las necesidades económico-industriales y bélicas de los Estados y los Imperios. Y más en la actualidad, donde la inversión económica y tecnológica que implican los grandes avances científicos requieren de grandes financiaciones empresariales, estatales e interestatales. Ello, ya de por sí, implica conflictos y desuniones que afectan a la propia marcha científica. A pesar y sin perjuicio, repito, de la propia historia interna de toda ciencia, del curso interno que cada una pueda tener.

Otro aspecto de este teleologismo idealista, metafísico, está en la pedagogía actual que impregna nuestros planes y leyes educativas. Y sobre todo en esa manía por poner la salvación de las salvaciones en la educación. Parece que todo se arreglará si conseguimos una «buena educación». Gracias a la educación las guerras, el hambre, la pobreza…, se acabarán y todos viviremos felices y emocionalmente estables. De nuevo una utopía futura (con un claro corte gremialista) actuando. ¿Y quiénes son los que «saben» cómo llegar a esa Arcadia educativa? Los pedagogos, por supuesto. Esos «científicos de la educación» –de nuevo el fundamentalismo científico funcionando–. Ellos tienen la clave. Son gente que enseña lo que no sabe, pero son ellos los que saben lo que hay que hacer aunque no se pongan de acuerdo entre sí y no tengan ni idea de las asignaturas sobre las que hablan. Basándolo todo en la psicología infantil y supuestas estadísticas y encuestas –he ahí su precisa ciencia media– darán con la clave. Aquí tenemos el mito pedagógico en su estado puro. Un mito muy bonito, pero a la vez oscuro y confuso. Y lo malo de todos estos hermosos mitos es que su propia y atrayente belleza (y su indefinición), arrastra con todo. Crea ilusiones que no tienen fundamento. Juega más con las emociones que con las razones. Y sobre todo, olvida el presente sacrificándolo por un incierto e inexistente futuro. Justificando las mayores estupideces o las mayores atrocidades. Y es que esto sobre el papel es muy bonito. Lo malo es cuando ese papel se convierte ley y destroza las cabezas de un país.

Pero sigamos hablando sobre el peligro de la metafísica teleológica. Esta vez centrándonos en los individuos. Pues este teleologismo metafísico es un aspecto tan inconsistente y, como digo, tan peligroso para el individuo como pueda serlo para los grupos y/o las naciones. Y es que la finalidad que introduce la presunción teleológica da a los efímeros y débiles sujetos una certeza y consistencia aparente pero ontológicamente inexistente. Le da un sentido a la existencia, de la cual el porvenir se ignora y, por tanto, se teme. Pero es esa inconsistencia ontológica, esa inexistencia de ese fin futuro, la que a su vez permite el triunfo de la metafísica teleológica. Introduciendo con ello un elemento muy oscuro y difícil de erradicar: los afectos y sentimientos que ese sujeto proyecta en el a su vez proyectado fin futuro y utópico. El sujeto se dota así de una identidad, de la cual se va a resistir por todos los medios de abandonar. Porque una vez introducidas las pasiones, poca fuerza tienen las razones. Se produce así, por parte del sujeto operatorio, un blindaje contra cualquier tipo de derrumbe de esa identidad y fin simbólico, metafísico, irreal. Un blindaje que sólo un duro golpe de realidad será capaz de eliminar, un golpe quizá demasiado fuerte para el propio sujeto.

Se cae aquí, a su vez, en otro pernicioso elemento: la ignorancia y supeditación del presente real que es el que limita, determina y a su vez construye e impulsa a cada sujeto. Un sujeto que al proyectar esa teleología cree en la capacidad de libre elección, en que es decisión propia. Y que la fuerza de su voluntad –de nuevo el voluntarismo– será capaz de hacerle llegar a tal fin. Ese convencimiento, en los casos más extremos, se transforma en una patología psiquiátrica. Patología que no deja de ser muy común. La podemos ver en todo sujeto doctrinario, adoctrinado, o incapaz de cambiar de ideas. Es la falsa conciencia. Una conciencia incapaz de rectificar los ortogramas que la conforman. Pero aquí entramos en el meollo: no hay conciencia ni identidad individual, ni propia. Y mucho menos privada. Las conciencias, y los sujetos, son productos, nudos, del entretejimiento de múltiples materiales, sucesos, saberes, historias, personas… muchas veces en conflicto entre sí. De ahí que no haya sujetos homogéneos ni simples, sino multiformes y en constante cambio. Las personas no son monolíticas. Cada sujeto es producto de la determinación que se produce en las interacciones con otros sujetos, causas, dinámicas, culturas… Toda identidad es sintética, y por tanto un resultado antes que un principio. Es un todo pletórico (pléthos, masa, multitud) que sólo es estático en apariencia. Por eso el yo, como algo fijo, algo que pueda dominar su propia persona y marcarse un curso fijo y de seguro cumplimiento, no es más que un monstruo metafísico. No hay cabida para utopías en el cambiante ser del sujeto que vive labrándose un camino en la contingencia de los conflictos e interacciones diarias. La identidad del sujeto sólo puede establecerse al final, cuando es perfecto (hecho, acabado).

Por otro lado, ya lo hemos dicho pero debo remarcarlo, esa identidad, se forja en contextos económicos, sociales, políticos, religiosas y culturales muy precisos. Contextos que están en pugna con otros, que variarán en función de esa pugna, arrastrando consigo a los sujetos insertos en los mismos. Moldeándolos según la necesidad que imponga esa dialéctica. Pero no por ello el individuo, mejor, la persona, es esclava. No por ello deja necesariamente de ser libre, pues la libertad está en la lucha del propio sujeto por la propia determinación. Por buscarse un camino en medio de todas esas codeterminaciones y luchas. Camino que el propio sujeto debe construir para ser persona y libre, pero que también debe ser posible dentro de los contextos en los que se encuentra. Por ejemplo: yo no puedo ser filósofo en una sociedad donde la filosofía no existe, como en una tribu. Las elecciones nunca son totalmente libres. O dicho mejor: no hay libre albedrío. Hay determinación y necesidad, y la lucha por encauzarse dentro de ello. De ahí que la persona, libre, pues si no es libre no es persona, sea un nudo producto del entretejimiento de las determinaciones. Nudo que, en cuanto tal, forma parte de una red (social, cultural, nacional, imperial…) y no es nada sin el resto de hilos y nudos pertenecientes a esa red. Entonces, ¿qué sentido tiene la utopía en todo eso? Nada más que la forja de una falsa conciencia. La creación de un escape idealista que saca al sujeto de esa vorágine dialéctica de redes entrecruzadas. Le hace perder el paso. De ahí el peligro de la metafísica teleológica, metafísica, idealista, en los individuos y en los pueblos.

Juan Valera criticando el fundamentalismo científico:

[La] separación absoluta [entre el Estado y la Iglesia] es considerada como la última palabra, como el non plus ultra de la sociedad. La ciencia, la ciencia en abstracto, es invocada hoy como una autoridad ineluctable. En otras épocas, el médico citaba a Hipócrates o a Galeno; el filósofo, a Aristóteles o a Platón; el teólogo, a Santo Tomás o al Maestro de las Sentencias, y no había más que callarse. Ahora está en moda citar la ciencia: la ciencia dice, la ciencia afirma, la ciencia decide y resuelve, y no hay apelación. Pero ¿qué ciencia es ésta? Aristóteles, Platón, Santo Tomás, Pedro Lombardo son personajes conocidos y autorizados. La ciencia es un personaje misterioso. Si bien se analiza, no es más esta ciencia que la autoridad y el raciocinio de un autor o de un libro cualquiera de tantos como se escriben y publican, y que por acaso ha leído el que habla en nombre de la ciencia. Contra esa autoridad y contra ese raciocinio hay otros doscientos mil raciocinios y autoridades de otros tantos libros y autores, que, o no conoce el que jura en nombre de la ciencia, o, si los conoce, no quiere tenerlos en cuenta ni seguir su opinión.

Juan Valera (1869); La revolución y la libertad religiosa en España. Revista de España, 8, 206-236; página 442.