La mentira que nos gobierna

Editorial para DENAES

15 de diciembre de 2020.

Son tantos los temas que atender, son tantas las tropelías que denunciar que faltan vidas si uno se lo propone. Y no sería de extrañar que fuera ese el objetivo, ya se sabe que las avalanchas continuas, por horas, de información también son una efectiva manera de generar desinformación, y son capaces de sepultar cualquier falta de vergüenza e imprudencia por parte de nuestros gobernantes.

Un ejemplo puede encontrarse en el tira y afloja, en el juego del gato y el ratón que se traen desde hace semanas entre el PSOE y el PP, que por ahora siguen siendo los principales partidos políticos de España –por ahora y mientras aún se puede hablar de España– con motivo de los indultos a los secesionistas encarcelados y el acuerdo acerca del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Hace unos días la gran oradora Adriana Lastra intervino a raíz de unas declaraciones del vicesecretario general de comunicación del PP, Pablo Montesinos, el cual indicó que el indulto a los secesionistas –nosotros les decimos secesionistas aunque en el PP no suelen usar esa palabra– no favorecería el acuerdo con el PSOE para la reforma del CGPJ. Para Montesinos, como declaró en TVE, sería un escándalo dicho indulto y en el PP quieren que quede claro si va a haber indulto o no. Lastra, portavoz del PSOE en el Congreso, aseguró que tales declaraciones no eran más que otra excusa del PP para no pactar. Y sin contestar a los requerimientos de Montesinos volvió a pasar la pelota al tejado pepero afirmando que espera que los populares no estén pidiendo al PSOE o al Gobierno que incumpla la ley, ya que «Cualquier persona privada de libertad por sentencia judicial tiene derecho a pedir el indulto y lo que está haciendo el Gobierno es tramitarlos», de modo que espera que el PP no esté pidiendo al Gobierno que prevarique. La portavoz socialista se escondía tras un formalismo jurídico para no responder a la pregunta y afirmó que la decisión compete al Ministerio de Justicia, sin embargo que nadie tema porque van a intentar «pacificar un poco el debate». Aunque nosotros nos preguntamos a qué viene ese intento de pacificar o de lo que sea si es todo pura cuestión de seguir la ley y el Gobierno lo único que hace y puede hacer, según las propias declaraciones de la portavoz, es seguir la ley.

Como dijo días atrás también Carmen Calvo, otra gran oradora, el Ejecutivo tomará la decisión acerca de los indultos «cuando toque», ya que se trata de un procedimiento protocolizado y puede demorarse de cuatro a cinco meses. Pero, nos preguntamos de nuevo, si se trata de un procedimiento protocolizado ¿qué decisión hay que tomar cuando toque? Si simplemente se trata de seguir los protocolos y la ley no hay decisión alguna que tomar por parte del Ejecutivo. Es más, el Ejecutivo y sus intereses ahí no pintan nada, el Ejecutivo simplemente tiene que «dejar que la ley siga su curso». A no ser que no interese y todo este acuerdo, todo este tira y afloja, todo este pasarse la pelota de un partido a otro no sea más que un trampantojo configurado entre ambos partidos, un juego de niños con el que ocultar acuerdos y democráticos diálogos para «pacificar» al margen de los protocolos legales que se supone deberían resolver este asunto.

Otro ejemplo que nos puede hacer sospechar que la mentira y la desinformación se han convertido en la norma de la política española está en el escándalo protagonizado por el Ministro del Interior. A raíz de la crisis inmigratoria en Canarias, en la que sólo los malpensados podrían afirmar que Marruecos ha tenido algo que ver, el Ejecutivo que se limita a seguir los protocolos comenzó a trasladar inmigrantes desde las islas africanas y por ahora españolas a la península –tomando, eso sí, todas las medidas sanitarias de seguridad, no puede dudarse–. Pero se produjo una esquizofrénica y ridícula situación: a la misma vez que se estaban produciendo dichos traslados el Ministro del Interior afirmaba que tales traslados no se podían hacer porque son ilegales. Quizá es que el ministro no se explicó bien y quería decir que son ilegales para unos y no para otros, según interese al Ejecutivo o no; o quizá lo sea según acuerdos que los españoles no conocen; o simplemente, quizá lo más probable, se deba a mera improvisación por no saber qué hacer, que también es otra de las normas políticas que los españoles padecemos hace años.

Ante tamaña contradicción, imprudencia e insulto a la inteligencia el PP no desaprovechó la ocasión para criticar al Gobierno, tildando Pablo Montesinos a éste como «el Gobierno de la mentira». Y en consonancia con lo que comentamos la portavoz del PP en el Congreso, Cuca Gamarra, afirmó que el Gobierno ha convertido la chapuza y la mentira en principios políticos. Ana Vázquez, portavoz de Interior del PP, se sumó a las críticas pidiendo la dimisión por tantas mentiras.

Todo el asunto no hizo más que agravarse al saberse, fortuitamente o no,  gracias al sindicato policial Jupol, de la existencia de mensajes en los que se detallaba uno de los traslados realizados ya el 23 de noviembre, en el que se trasladaron unos 80 inmigrantes a la Península. Al parecer esos mensajes se difundieron entre los agentes que se extrañaban de tales acciones y de tener que enterarse extraoficialmente de las mismas. Y tampoco es de extrañar esa extrañeza al poder escuchar días después a su Ministro del Interior afirmar que los inmigrantes debían quedarse por el momento en Canarias, para frenar el efecto llamada. Por todo esto Antonio González Terol, vicesecretario territorial del PP, aprovechó de nuevo para calificar al ministro Grande Marlasca como el campeón de la mentira de este mes –llamamos también la atención sobre lo ridículo de estas calificaciones–, y se mostraba muy preocupado en Canal Sur porque todos estos movimientos de inmigrantes «no ya por las ciudades de España, sino por la UE» daña la relación de España con los miembros de la UE. Lo importante para González Terol, al parecer, es que circulan por fronteras de la Unión Europea, no ya de España.

Pero si tan grave es todo lo que ha hecho el ministro, y lo es, y tantas son las mentiras, ¿por qué el PP no hace más que pedir una transparencia que sabe que no va a conseguir, quizá porque no se puede, y se contenta con pedir dimisiones que no se van a producir, con el insulto y con la descalificación infantil? Cualquiera podría llegar a pensar que tanta indignación y tanta declaración no es más que otra oportunidad más para sacar pecho, llamar la atención y seguir en el juego del más mentiroso.

Desde DENAES no podemos más que denunciar las mentiras flagrantes que continuamente se producen en el ámbito político de la nación española, con el mayor de los descaros. Y no porque ingenua y puritanamente reneguemos de la mentira política, ya que debemos reconocer que el secreto y la mentira son consustanciales a la política. Que en ocasiones lo más prudente políticamente es la incoherencia y la mentira. Pero eso es muy distinto a convertir la improvisación, la falta de ideas y la mentira en la norma de la política olvidándose de la necesaria prudencia, de la estabilidad, fortaleza y perdurabilidad del Estado. En DENAES siempre debemos estar atentos a las derivas que se produzcan en la política nacional (e internacional si afectan a la nación), y es nuestro deber advertir a los españoles de la posibilidad de que los intereses partidistas estén fagocitando los intereses estatales, el interés común. Los españoles deben hacer todos los esfuerzos posibles por mantenerse bien informados y alertas ya que sólo desde el estudio continuo y el conocimiento de nuestra realidad será posible desbaratar las mentiras e imprudencias que, desde los puestos dirigentes, se puedan manifestar. Sólo en un constante estado de alerta y de escepticismo ante las informaciones que nos llegan en avalancha podemos llegar a sospechar si más que del Gobierno de la mentira hay que hablar de la mentira que nos gobierna, en la que unos y otros pueden estar implicados. Sólo desde el permanente esfuerzo del conocimiento podemos juzgar si las acciones de nuestros gobernantes son más o menos prudentes y, en consecuencia, exigirles, como hacemos desde DENAES, que gobiernen siempre por mor del bien común y dejen a un lado, o reduzcan al mínimo posible, los trampantojos, las mentiras y los juegos al servicio de los intereses partidistas.

Quien esté de rodillas… que se levante.

Artículo para Posmodernia.

13 de noviembre de 2020.

Reseña de “El Dominio Mental. La geopolítica de la mente”

Reseña de El dominio mental. La geopolítica de la mente.

Autor: Pedro Baños

Editorial: Ed. Ariel, Barcelona, 2020, 544 págs.

«No podemos seguir haciendo como el avestruz que mete la cabeza bajo tierra y creer que no va con nosotros, que es responsabilidad de otros solucionar los problemas, nuestros problemas. Debemos levantar la cabeza, bien alta, para mirar con fondo y amplitud hacia el futuro común. ¡Es ahora o nunca!». Con estas imperiosas palabras termina el coronel Baños la última parte de su trilogía sobre geopolítica, en esta ocasión sobre la geopolítica mental. Así termina –aunque el libro continúa con cuatro meritorios apéndices de cuatro autores diferentes– esta bofetada amable pero firme que Pedro Baños nos da con éste libro. Sí, una bofetada, una verdadera bofetada que necesitamos y que él nos brinda con un estilo sencillo pero directo. Porque a pesar de ser una bofetada que nos mueva del sitio y saque de la apatía en que por lo general estamos instalados, como el autor mismo explica al final, no es una bofetada que busque hacer daño, sino abrirnos los ojos, animarnos a ser libres, busca proporcionarnos información y herramientas para poder comprender un poco mejor nuestro pasado, nuestro presente y a vislumbrar algo de nuestro futuro.

Y vaya si da herramientas. Porque la información que nos proporciona a lo largo de sus siete capítulos, su epílogo y los mentados cuatro apéndices es abundantísima. Es cierto que se le puede sacar algún pero, ninguna obra es perfecta. Por ejemplo, una cosa importante que se puede echar en falta es que, tratando el tema que trata, el autor en ningún momento nos ofrece una definición clara y precisa –siquiera aunque sea una más o menos técnica, categorial– de qué es la mente. Se da por supuesto. Y aunque por los desarrollos y temas tratados en sus páginas se pueda saber de qué nos habla el coronel, en ocasiones puede surgir alguna confusión. Hay momentos incluso en los que no se sabe bien si se nos está hablando específicamente del cerebro, de la conciencia o de la mente. Pues no son lo mismo. Y es que definir el cerebro y saber a qué nos referimos es relativamente fácil, quizá sólo requiere que nos acerquemos a alguna definición e imagen que ciencias como la anatomía o la neurociencia nos facilitan. Pero al hablar de la conciencia o de la mente la cosa se complica bastante más si cabe, ahí ya entramos en el terreno filosófico, un terreno mucho más resbaladizo ya que, como mínimo, requiere adoptar una definición que proporcione no la filosofía, así en general, sino alguno de los sistemas filosóficos disponibles, y justificar por qué esa definición y no las otras.

Y aunque esto pueda parecer una precisión innecesaria, incluso rizar mucho el rizo, es sin embargo de una importancia crucial, ya que es la idea centrar sobre la que gira todo el muy meritorio libro. Esta definición, aunque reconocemos que no es fácil y que el autor ya hace mucho con lo que nos ofrece, nunca sobra aunque sea expuesta sólo en unas pocas líneas.

Pero a las herramientas. Decíamos que son muchas. Es apabullante la cantidad de información y la variedad de temas que Pedro Baños trata a lo largo de las 544 páginas que componen el libro, el más largo de la trilogía. Son tantas que es vano intentar hacer un mero bosquejo de las mismas, entre otras cosas porque merecen una buena lectura en profundidad. Y cuando decimos lectura queremos decir lectura y relectura de las maniobras de distracción y entretenimiento, de desinformación –que también es posible con avalanchas continuas de información–, de manipulación y adoctrinamiento, de miseria intelectual… todos esos métodos y más pueden servir y sirven para moldear nuestros pensamientos y sentimientos y, por tanto, para condicionar nuestros comportamientos. Pero no acaba ahí, porque las técnicas y dispositivos de vigilancia, como nos muestra en el segundo capítulo, no hacen sino crecer. Para empezar gracias a todos los datos que proporcionamos nosotros mismos sin darnos cuenta a través de nuestros móviles, las redes sociales, las tarjetas bancarias…, datos que son almacenados y vendidos por los grandes monopolios de la información como Google o Facebook. Y para continuar por las crecientes tecnologías de seguimiento y control como la geolocalización o las cámaras de vigilancia, por citar sólo dos casos.

Y continúa. Porque a todo esto, por si es poco, debemos añadir el nivel gubernamental y geopolítico. La lucha a muerte –la conocida guerra híbrida– que existe entre las potencias mundiales por el control de las propias poblaciones y las ajenas, lucha que Pedro Baños trata en los tres siguientes capítulos. La guerra psicológica, ahora llama operaciones de influencia, las grandes campañas de manipulación, los diversos y perversos subterfugios psicológicos bien para adormecer o bien para enaltecer, según interese, a las masas… Las más variadas tecnologías conocidas, y que todavía no conocemos, para acceder a las ondas cerebrales, para estimularlas o para controlarlas; nanotecnología que analiza o modifica nuestro cuerpo, manipulación genética, soldados biónicos, cíborgs… Tampoco faltan las más diversas armas electromagnéticas, lumínicas o sónicas con las que afectar a los cerebros, pensamientos y sentimientos; por no mencionar la gran variedad de torturas psicológicas posibles como la privación del sueño o la privación sensorial. Hasta la parapsicología y los fenómenos paranormales han tenido cabida –y no sabemos si tienen– en esta geopolítica mental aunque pueda parecer descabellado.

Si bien, después de todo esto, el libro –aquí sólo hemos mencionado una pequeña parte– en sus últimos capítulos, a pesar de ofrecernos un panorama muy difícil, como se puede ver en el sexto capítulo, culmina en su capítulo séptimo y en el epílogo esa bofetada amable que mencionábamos antes. Esa bofetada amable pero contundente. Porque el presente pandémico que vivimos es poco halagüeño, desde luego. Pero sólo irá a peor si no sabemos a qué nos enfrentamos y no hacemos nada para enfrentarnos a todos los problemas que están desgastando, corrompiendo hasta la médula, nuestro Estado y nuestra democracia. Porque si seguimos siendo ese avestruz escondido, narcotizado, que no quiere ser libre, que se sigue nutriendo de falsas esperanzas, que se deja manejar como una triste marioneta, sólo nos quedará vivir en el mundo feliz más distópico que nadie haya podido imaginar jamás.

En manos del lector queda.

Rendidos y resignados.

Hemos llegado a una situación en la que da igual que nuestros dirigentes sean acusados en firme por abusar de su posición, de prevaricación, de apropiarse o malversar fondos públicos, de corrupción, de conducta sexual o moral impropia del cargo, de mentir descaradamente o de escándalos de todo orden. Sea un secretario de Estado, un ministro o incluso el propio jefe del Estado.

Parece que ya todo nos da igual, que no nos importa nada. Hagan lo que hagan nuestros líderes, por mucho que se burlen de nosotros, estamos tan sumamente adormecidos, aletargados, nos tienen tan entretenidos con banalidades, que han conseguido nuestra pasividad absoluta incluso ante los mayores escándalos.

Por supuesto, ante esta perversión absoluta de la democracia, la disculpa —¡cómo no!— es que son otros países, a los que llaman «adversarios de Occidente», los que están intentando desprestigiar y acabar con la democracia. Y no es verdad. Quienes la han minado, deshonrado y desacreditado han sido, y son, nuestros propios políticos. Solo tenemos que ver los múltiples ejemplos que ofrecen los que están inmersos en procesos judiciales o directamente en prisión por delitos absolutamente impropios de personas en las que los ciudadanos hemos depositado nuestra confianza, a las que hemos entregado nuestro presente y el futuro de nuestras vidas y de las de nuestros descendientes.

Y si dejamos de lado a los políticos nacionales para hablar de los vinculados a la Unión Europea, la resignación se magnifica. Muchos de los eurodiputados y funcionarios viven en un limbo, en un universo paralelo. Están inmersos en una gran indiferencia hacia los problemas cotidianos de los ciudadanos, quizá cegados por la venda que supone tener el privilegio de contar con sueldos, prebendas y pensiones inalcanzables para los que les mantienen con sus impuestos.

Ya que hemos entrado en el terreno de la Unión Europea, hagámonos esta pregunta: ¿realmente podremos aguantar mucho tiempo más su acusada y manifiesta inoperatividad? Los casos son tan abundantes que sonrojan. A pesar de sus cincuenta mil funcionarios, prima la ineficacia de una burocracia lentísima, elefantiásica. Con dirigentes tantas veces incapaces de llegar a ningún acuerdo con rapidez y solvencia, si es que finalmente son capaces de acordar algo, incluso en los temas más importantes y estructurales (inmigración, política fiscal, mercado digital, ayudas económicas…). Eso sí, no escapan a la misma tentación de culpar a alguien —países, grupos políticos o particulares— de los males de su ineficacia, de su torpeza. Por supuesto, para justificar la propia inoperancia, hay que culpar a alguien de querer desprestigiar las instituciones europeas y el mismo fundamento de la Unión. La realidad es que no hace falta que la denigre nadie. Ya lo hace por sí misma.

En definitiva, los ciudadanos hemos sido estafados con esta democracia. Con pérfida astucia, los políticos nos han convencido de que ya estamos en el mejor sistema posible para nosotros. Cualquier otro régimen político todavía nos perjudicaría mucho más; eso nos dicen y nos inculcan. Amparándose en esa falta de salida, ante la vía muerta en la que nos han metido, consiguen que, efectivamente, pensemos sin cuestionamientos que debemos soportar la situación actual, por imperfecta que sea. Nos convencen de que debemos encogernos de hombros y no pensar en un sistema alternativo, pues a buen seguro, según argumentan, este sería extremista, totalitario o autoritario, lo que resultaría todavía más perjudicial para el conjunto de los ciudadanos.

Pero la única realidad es que, si los ciudadanos no presionamos para reinventar la democracia, si no acabamos con los vicios en que la actual ha caído, si no ponemos coto a políticos que solo aprovechan para medrar, que actúan dando prioridad a su beneficio personal y al de su partido, vamos por muy mal camino. Porque, al final, esta democracia estará tan desgastada que puede ocurrir que, en un día no muy lejano, sea desplazada por un régimen muy diferente, que no tenga nada que ver con un verdadero sistema democrático.

Lo que debemos exigir los ciudadanos es tener la soberanía que nos prometieron, ser dueños de nuestro destino y ejercer un control pleno y permanente sobre aquellos a los que elegimos para regir nuestro destino. Unos políticos a los que hay que dotar de salarios elevados para atraer a los mejores, sin la menor duda, pero a los que hay que someter igualmente a un elevado grado de exigencia y supervisión. Los que nos dirijan deben ser auténticos «padres de la patria». No aceptemos que sean los «parias de la patria», los menos capaces, a los que jamás se les daría un puesto ni de mediana responsabilidad fuera de la política.

Pedro Baños, El dominio mental, Ed. Ariel, Cap. 3.

El zoo de los monos listos.

Como si estuviéramos en un gigantesco zoológico, sus dueños nos quieren listos, con las habilidades justas para entretener al público, a los espectadores. Desean primates listos, divertidos, revoltosos incluso (aunque siempre dentro de un orden). Pero monos de feria al fin y al cabo, que no supongamos ningún riesgo para la autoridad, para el dueño del zoo.

Mientras nos preparan para ser útiles al sistema, a los hijos de las élites los entrenan para ser «el sistema». Así, a unos nos atiborran de dispositivos electrónicos, mientras que los creadores y desarrolladores de esa tecnología prohíben su uso —tanto en la escuela como en casa— a sus propios hijos e incluso a las personas que los atienden. ¿Por qué lo hacen? La respuesta es sencilla: forman a sus retoños para ser la élite dominante.

A nosotros nos dan la formación justa, más técnica que centrada en la profunda reflexión. A ellos la metodología les obliga a pensar, a plantearse el futuro, a diseñar el mundo. Por eso no pierden el tiempo empleando los medios electrónicos que inventan, diseñan y venden sus padres.

Podríamos decir que se ilustra a las poblaciones lo justo para que les lleguen los mensajes con los que se las va a condicionar. Obviamente, si no supieran leer o no tuvieran un mínimo de formación, estos no les llegarían, o al menos no con la misma intensidad. La realidad es que nos han convertido en lelos ilustrados.

Quizá tenía toda la razón Isaac Asimov cuando decía que «ser autodidacta es, estoy convencido, el único tipo de educación que existe». No nos va a quedar más remedio que aprender por nosotros mismos si queremos salir de esta tela de araña educativa.

Pedro Baños, El dominio mental, Ed. Ariel, Cap. 1.

El triunfo de lo efímero.

La realidad es que el contexto actual nos induce al abandono de la lectura, esa placentera práctica que nos hace más libres. No solo por aportarnos conocimientos esenciales, sino por estimular nuestro intelecto, por hacernos pensar. Ni que decir tiene que esto no es por azar. Enlazándolo con la novela: si leemos, tenemos argumentos, opinión propia, sin condicionamientos. Y nada puede haber más peligroso para los que manejan las sociedades. Nos prefieren con pensamientos comunes, que no se salgan de las líneas sibilinamente impuestas. Tranquilizados con la información que nos hacen llegar. Sometidos a su albedrío.

Lo mismo que en la novela de Bradbury se quiere acabar con los libros argumentando que la lectura hace infelices a las personas, ahora han conseguido que no leamos por pura pereza, porque nuestra atención es cada vez menor. Hoy, hacer leer en papel a un niño —nacido en la era digital y rodeado desde su nacimiento por multitud de dispositivos eléctricos (móviles, tabletas, ordenadores) que, en muchos casos, han sido sus niñeras por comodidad de los padres— es casi una misión imposible. No son capaces de disfrutar con lo que leen. Apenas lo consiguen cuando la temática está adaptada a sus preferencias, como pueden ser la vida y aventuras de un youtuber o influencer al que siguen virtualmente. Y si se trata de obras clásicas, llegamos al nivel de odisea.

Si nos cuesta tanto leer es también porque nuestra capacidad de atención se ha reducido notablemente. En este mundo caracterizado por la inmediatez y la aceleración de acontecimientos, la atención es un bien escaso y en constante descenso. En el año 2000, Microsoft hizo un estudio que calculaba la atención del ser humano en doce segundos; para 2013, ese tiempo ya había caído a nueve segundos. Actualmente, se estima que las personas no prestamos atención durante más de ocho segundos seguidos. Tanto es así que, si una página web no se carga en menos de tres segundos, casi la mitad la abandonamos.12 Por eso tienen tanto éxito los vídeos, cada vez más cortos. Se han convertido en la fórmula perfecta para captar la atención, sobre todo de los más jóvenes. Este concepto lo ha entendido a la perfección TikTok, la red social diseñada para crear, editar y compartir vídeos de no más de quince segundos. Así se entiende que se rechacen los libros por el esfuerzo de atención que requieren, prefiriéndose tecnologías que dan las respuestas hechas, por simplistas y viciadas que sean, de modo que resulten fácilmente asimilables sin cavilación alguna.

Los libros en papel tienen una gran ventaja, más aún si los hemos adquirido en una librería tradicional y pagado en metálico: nadie puede saber qué estamos leyendo. Esto nos posiciona favorablemente frente a los intentos de dominación social, aunque en cierto modo nos convierta en rebeldes. Además, alguien puede hackear y modificar, e incluso borrar completamente, lo digital cuando quiera. Pero lo impreso perdura inmutable. Salvo que se destruya, por supuesto.

Al igual que sucede en la obra de Bradbury, ¿seremos todavía capaces de formar una resistencia que luche por no perder el auténtico conocimiento? Si estás leyendo estas páginas, significa que ya eres parte de la nueva guerrilla contra la aniquilación intelectual, contra el Fahrenheit de nuestros días. ¡Vivan los libros impresos!

Pedro Baños, El dominio mental. La geopolítica de la mente, Cap. 1.

Ofendidismo

Editorial para Fundación DENAES.

7 de Agosto de 2019. https://nacionespanola.org/actualidad/editorial/ofendidismo/?fbclid=IwAR0G8Z_IZckoKyuXhjEer1_UdSeQDBQXQ9meyMvzO6p4gLF_M8LIBti7hpU

El panpsicologismo y el constante reduccionismo subjetivista que desde hace mucho padecemos nos ha llevado a una cansina y peligrosa situación de ofendidismo. Gran parte de nuestros conciudadanos, incapaces de tratar las cosas objetivamente -lo que no tiene por qué significar neutralmente-, han perdido la perspectiva social, moral, normativa hasta el punto de basar su identidad personal en las ideas que «tienen» o les hacen tener. Con lo que cuando atacas esas ideas los atacas a ellos, atacas «su identidad». Y se sienten ofendidos.

No queremos decir con esto que la identidad personal de tal o cual individuo (o individua) -y nótese aquí la diferenciación que hacemos entre individuo y persona- no tenga que ver con el sistema de ideas o la ideología -lo sepa o no- con que se mueve. Tiene que ver, y mucho. Pero no sólo. La persona, que siempre hace referencia a las otras personas, a la sociedad de personas, no se reduce a su ideología o a su sistema de ideas -pues puede haber personas que organicen su vida desde un sistema filosófico y no desde un sistema ideológico-. Por tanto su identidad, determinada siempre por la interacción o codeterminación en el seno de esa sociedad de personas, no se reduce a ello. No saber diferenciar esto, no ser capaz de discriminar, es lo que lleva a esta epidemia sensiblera y lacrimosa de ofendidos.

Una epidemia que, aunque en primera instancia se diría que es de carácter cognitivo y personal, adquiere enseguida, por ello, una dimensión política y nacional; más aún en cuanto empieza a afectar a grandes masa de la población española, así como a los cada vez mayores colectivos -en número y miembros (y miembras)- y grupos de presión, así como a las medidas económicas y presupuestarias del Estado. Cuando nos vamos a este nivel la cosa ya no parece una anécdota con la que reírse aunque sea con desagrado y resignación, el asunto se pone algo más serio. Y desde nuestra plataforma, siempre al tanto de todos los problemas o desajustes que puedan afectar a los españoles y a España en general, no podíamos pasar sin comentarlo.

Y es que esta situación de ofendidismo general, esperamos se nos disculpe el uso de este vocablo pero tampoco nos lo acabamos de inventar, es un resultado entre otros de diversos desajustes que la sociedad española sufre. Un desajuste del que nos atrevemos a aventurar una hipótesis de cómo se vendría gestando en un círculo vicioso entre los españoles. Y hablaremos de los españoles a pesar de que la española no es la única sociedad que cuenta con estos problemas, como el lector ya sabrá.

En primer lugar, como hemos dicho, se trataría una situación producida por un desajuste cognitivo en los individuos. Individuos que a pesar de están insertos desde pequeños en un sistema educativo que, en principio, les ofrece la instrucción necesaria para adquirir el conocimiento adecuado para manejarse en el mundo y con sus semejantes -no hay praxis sin teoría y viceversa-, acabarían totalmente perdidos entre las nebulosas ideológicas en las que son educados -nótese la diferencia entre instrucción y educación-. Unas nebulosas ideológicas educativas que fagocitarían en los colegios, institutos y universidades los resultados que la instrucción recibida, cuando esta es asimilada, pueda proporcionar. Esto estaría dando como resultado entonces a individuos que apenas si saben expresarse, leer y escribir, que no han asimilado debidamente la instrucción que el sistema educativo podría proporcionarles y que, sin embargo, habrían acumulado una buena cantidad de dogmas educativos, y por tanto políticos (e ideológicos), con los que tampoco sabrían muy bien qué hacer. Pero con los que se desenvuelven como pueden.

Estas personas -se podría hablar de personas malformadas, haciendo un símil con la terminología lógica-, cargadas de falsa conciencia, con unas estructuras cognitivas muy débiles aunque difícilmente reformables, tenderían a buscar su propio camino dentro del mercado pletórico de ideas, buscarían aquel conjunto de ideas que más se adecúen a lo que están buscando en su vida. Porque los españoles, claro está, buscan su camino, buscan construir una vida en el ejercicio de su libertad. Y en una sociedad desarrollada como la nuestra esto no se puede hacer sin un mínimo sistema de coordenadas. Por tanto, estas personas, estos españoles -éste sería el siguiente paso del problema tal y como conjeturamos-, de mejor o peor manera irían conformando un mapa ideológico con el que alcanzar sus metas. ¿Pero qué pasa si ese mapa no es adecuado? Ese es el problema. Puede que, ante tales debilidades, múltiples individuos confluyan intencionalmente o no en el mismo mapa y se refuercen mutuamente en sus errores e intereses, llegando a formar colectivos de presión social y política. Colectivos en los que cada individuo -pues no hay individuo sin clase- se inserta distributivamente en cuanto en tanto comparte el mapa ideológico que infiltra y se ejerce en sus acciones. De tal modo que cada individuo, sin perjuicio de su pertenencia al colectivo y de la existencia de éste, resultaría un absoluto respecto a los demás dentro del colectivo. Su identidad no se conformaría diaméricamente, esto es, entretejido por sus interacciones y codeterminaciones con el resto de personas, de elementos del colectivo, sino que se configuraría en absoluto según el paquete ideológico en cuestión. Así pues, sucedería que la identidad personal de cada uno de los elementos adquiriría una férrea simbiosis con las ideas conformadas, y un ataque a dichas ideas o a dicho sistema de ideas, por más precario que éste sea, se convierte en un ataque a la propia persona.

Si bien, como hemos dicho, estas personas blindadas y malformadas, sea por su cuenta o reuniéndose en colectivos, en cuanto personas no dejarían de formar parte de una sociedad, incluso de una sociedad política. En este caso España. Estaríamos hablando entonces de personas que querrían ser escuchadas, que tendrían unos objetivos y unas reivindicaciones -del tipo que sea-, y como tales podrían ejercer presión política para que se cumplan. Es más, podría suceder que hubiera partidos políticos -que, en cuanto tales, siempre están a la expectativa de poder ampliar el número de sus votantes- que estuviesen dispuestos a dar cobertura, fuerza o incluso a dar lugar y financiación a esos colectivos; a esas personas que tanto se ofenden en cuanto se cuestiona alguna de las partes de su blindado mapa.

A su vez, si nuestra conjetura va por buen camino, podría suceder que los medios de comunicación privados y públicos, siempre dependientes de las derivas políticas y sociales, enseguida vieran la oportunidad e incluso la necesidad de dar cobertura a dichas personas. Cobertura y apoyo. Y tampoco sería extraño que dichos medios de comunicación, en algunos casos verdaderos emporios relacionados con organizaciones económicas y políticas nacionales e internacionales de primer orden, pudieran ver la conveniencia de negocio tanto a nivel de los consumidores como a nivel político, yendo a la par con tales o cuales partidos políticos y en contra de otros.

Tendríamos así todo un circuito corrupto que, al margen de su eficacia, puede constituir un peligro para los españoles y para toda la nación política española. Y es que sin ciudadanos capaces de desenvolverse en sociedad y capaces de ejercer una libertad crítica -si es que puede haber una libertad acrítica- al margen de las imposiciones ideológicas es muy difícil que una democracia, aunque siga funcionando, no se corrompa hasta pudrirse. O no llegue a tal grado de corrupción que se descomponga y desaparezca, como podría pasar en la sociedad política española si dejamos que esta clase de personas -seguimos sin especificar o señalar a unos grupos u otros, pero el lector podrá encontrar fácilmente muchos por su cuenta- sigan teniendo tal influencia creciente. Y es que esto también es responsabilidad del ciudadano, no sólo de la «clase política» -al margen de lo competente o incompetente que sea o de su grado de corrupción-. Ser un ciudadano de un Estado titular significa contar con los derechos y obligaciones civiles y políticos de dicho Estado, significa estar sometido a esas leyes y también amparado por ellas, injertado en su territorio y protegido por sus fronteras. Por ello carece de sentido ser ciudadano del mundo, puesto que no hay ningún Estado mundial; a no ser que regresemos a las categorías teológicas cristianas y nos creamos insertos en la ciudad de Dios en la que todos somos hermanos. La ciudadanía es una figura jurídica que supone al Estado, con y frente a otros, pero que a su vez implica en dicho Estado al ciudadano. Y en una sociedad política como la española, democrática además, cada ciudadano (y ciudadana) es soberano de dicho Estado, le pertenece como ciudadano. ¿Y esto qué significa? Significa que cada español es también, quiéralo o no, responsable de su Estado, de su continuidad en el tiempo y de la fortaleza del mismo. Pues de ello depende su vida y la de los que le rodean.

De modo que desde estas páginas queremos animar a todos los españoles a «tomar conciencia» de la importancia que tienen los peligros a los que nos podemos exponer si no contamos con un adecuado conocimiento de nuestro mundo y de nuestro papel como ciudadanos. También es deber -un deber ético, moral y político- de los españoles forjarse una personalidad bienformada, que no caiga en males de nuestro tiempo como el reseñado ofendidismo, en el subjetivismo más feroz capaz de corromper las estructuras dialógicas y normativas de una sociedad, las cuales le dan cohesión y fortaleza. Es deber del ciudadano exigir, participar e influir por los medios que pueda -aunque sólo sea no dejándose engañar- en los sistemas educativos, políticos, económicos, informativos y sociales, haciéndolos lo más eutáxicos posible.

Es deber pues de todo español y de toda española, en la medida de sus posibilidades, defender España y buscar su bien.

Falacias para el día a día

Artículo para Posmodernia.

9 de junio de 2020.

Falacias para el día a día

Hoy traemos un artículo distinto y algo largo, aunque esperamos que provechoso. No espere el lector nada muy original ni elaborado, siquiera una exposición de tesis inauditas o reveladoras. Es más, el lector puede encontrar lo que aquí simplemente se va a exponer en cualquier manual de retórica/dialéctica. Es una lista lo que aquí traemos, pero una lista que, aunque un tanto larga y que quizá pueda llevar al tedio en su lectura, es, a su vez, concisa y útil, sobre todo a la hora de analizar los discursos políticos. Nos referimos a una lista de falacias. Es una mera «guía práctica» que esperamos guste a nuestros lectores y que, si es preciso, estos pueden leer hasta por partes en distintas ocasiones. Y es que en nuestros pandémicos y mediáticamente azucarados días, hemos podido ver -igual que se ha podido ver siempre pero, quizá, con una mayor magnitud- que la mentira y la demagogia son armas fundamentales de la política de bajos vuelos de nuestras democracias capitalistas. Tanto en lo que respecta al combate sectario entre partidos como en lo que respecta a la comunicación, con eso que llaman pueblo, por parte del Gobierno. Y si bien ambas, mentira y demagogia, son armas políticas tampoco se puede admitir que toda la política se reduzca a ello, o al menos se intente. Quizá tras esta lectura, a quien interese, le sea posible ver una sesión parlamentaria, un telediario o incluso una rueda de prensa gubernamental -a veces basta con unos pocos segundos- y maravillarse por la cantidad de falacias que comete quien le habla desde la pantalla. Consciente o inconscientemente es, en la mayoría de los casos, lo de menos, como veremos.

Así pues, comenzaremos aclarando que, a la hora de ver la argumentación (posiblemente falaz) que estos sujetos elegidos democráticamente nos exponen, hay que ver al menos un par de cosas:

1º. ¿Es un texto o discurso argumentativo? Lo primero que hay que ver es si es un texto o discurso argumentativo, es decir, si se pretende argumentar, defender, una determinada tesis alegando razones o pruebas. Pues bien podría ser un texto o discurso que trate de convencer sin argumentos. Hay que ver qué posturas asume el autor y qué argumentos alega.

2º. ¿Hay argumento? Lo segundo sería determinar si en el texto o discurso hay en verdad argumento. Porque puede que no los haya, y para ver si sí o si no se hace necesario ver las falacias. Una falacia no es algo sinónimo de falsedad ni de mentira, esto hay que tenerlo claro. La falacia tampoco implica de por sí una valoración moral. No son tampoco argumentos manifiestamente erróneos. Las falacias son argumentos que son malos argumentos pero que pueden parecer buenos argumentos, no son falsos argumentos sino argumentos falsos. Son maneras de argumentar que son susceptibles de error y, sobre todo, que llevan a error, intencional o no. Si bien, también hay que tener en cuenta que aunque las falacias suelen ser vistas como argumentos falsos, pueden no resultar del todo incorrectas o inadecuadas dependiendo del contexto en que se enuncia. Este último punto no es baladí.

Dicho esto entramos al tema:

Un tipo de falacia, que casi no es argumento pues no hay premisas, sólo conclusión, a el argumento ad lapidem (lapidario). Consiste en querer aparentar una absoluta certeza de algo, como si fuese algo definitivo, con total seguridad. Hay un énfasis y seguridad en la afirmación, pero sin exponer una argumentación propiamente, que se da implícita, tan sólo es una afirmación lapidaria. Y esta seguridad puede llevar al auditorio a creer que es verdad esa falacia. Aunque hay situaciones en las que el auditorio puede estar en condiciones de inducir las razones de la afirmación, también puede suceder que el auditorio no esté en condiciones de entender las razones y, entonces, casi de una forma paradójica, estas afirmaciones lapidarias puede que no estén tan fuera de lugar. Estas afirmaciones lapidarias serían falacias, por tanto, cuando sí que hubiese posibilidad de argumentación.

Otra manera de falacia emparentada con esta es la argumentación ad nauseam. Consiste en intentar convencer al auditorio mediante la repetición continua del argumento o la afirmación hasta la náusea, de ahí el nombre. Aunque no se proporcione una prueba o un argumento, la misma repetición hasta el paroxismo lleva al convencimiento -como decía el ministro de propaganda nazi: no hay mentira que no se haga verdad si es mil veces repetida-. Tampoco hay argumentación propiamente dicha, sino que se da una reiteración continua de una conclusión. Caso típico es el de la propaganda política o en la comercial.

Otra falacia que también rehúye la argumentación es la falacia relativista. Es una manera, un recurso defensivo, que tiene como objetivo el blindaje contra todo tipo de argumento en contra de tu propia posición. Sería el caso de un texto o discurso descriptivo en el que únicamente se exponen las propias opiniones sin argumentarlas. Se relativiza la conclusión y se elude el debate y la argumentación: «Para ti no lo será, pero para mí sí»; «Respeto tu opinión, pero me quedo con la mía», «Es lo que opino y debe respetarse». Ahí queda la cosa, en puro subjetivismo. No hay razonamiento ninguno, ni premisas aceptables por el interlocutor, no hay discurso posible. Es un refugio en el que se sustituye la argumentación por la información de las opiniones propias que rompe todas las reglas del discurso. Puede ser una falacia en el sentido de que puede ir acompañado de un «metaargumento».

Estas tres falacias o malos argumentos podemos entenderlas, por tanto, como una negativa a dar razones. Ya sea simplemente porque sólo afirma, porque sólo repite o porque lo relativiza todo.

Otra forma más sutil de falacia emparentada con estas tres anteriores es la de eludir la carga de la prueba. Aquí tampoco hay argumento propiamente dicho. Porque cuando alguien defiende algo lleva la carga de la prueba[1], es quien defiende, afirma o demuestra algo quien tiene que cargar con la prueba de lo que defiende. Quien hace una afirmación es quien tiene la carga de la prueba de que eso que afirma es verdadero, probable o al menos verosímil. Y eludir la carga de la prueba es una forma de no argumentar; no es que el argumento sea malo, sino que directamente no lo hay. Y la forma más típica de eludirlo es atribuírselo al otro. Esto, en la situación más simple, es un contexto dialógico, hay dos posturas. Pero ¿tienen ambas la misma carga? Hay veces que no, se producen disimetrías. Por ejemplo, en las afirmaciones de existencia: si lo que se discute es si algo existe o no la carga no es simétrica, quien dice que algo existe es quien debe cargar con la prueba, pero no quien lo niega. Por decirlo así, y aplicando el modelo de la pretensión de inocencia jurídica, que «nada existe hasta que no se demuestre lo contrario». Otra asimetría son las tesis afirmativas: quien afirma es quien tiene más peso en la prueba. Otra es la acusación: es quien acusa, y no quien se defiende, quien tiene la carga de la prueba. Otra serían las tesis contrarias o la opinión común: si se defiende algo contrario a la opinión común quien lo defiende es quien tiene que probar que eso que contradice la opinión común es verdadero. Y por último podemos encontrar los actos no obligatorios: se da en aquellos casos en los que te piden que hagas algo, como un favor, es decir, en contextos no obligatorios, y sin embargo se te pide alguna explicación si no se quiere hacer eso que se te pide. En lugar de intentar convencerte a ti te obligan a alegar tú razones para negarte. Suelen utilizarlos las sectas y cosas por el estilo.

También podemos encontrar en este contexto la argumentación ad ignorantiam. Consiste en obligar a los demás a demostrar que es falso lo que tú defiendes en lugar de argumentar a favor de lo que se defiende. Más que un mal argumento es una elusión del argumento, se descarga de la carga de la prueba. Aunque, como siempre, esto no siempre es malo, hay situaciones o contextos en los que liberarse así la carga de la prueba es legítimo.

Hay otras maneras típicas de no argumentar debidamente, o, más bien, de hacer como que se argumenta. No es que no haya argumento, como en los anteriores casos, pero es sólo un argumento aparente. Una es la presuposición, otra es la petición de principio, otra es la circuncidad (en caso de círculo vicioso) y otra es la remisión al infinito. En todas estas formas hay argumento en el sentido de que hay premisas y hay conclusión, pero son pseudoargumentos puesto que en todos ellos se está presuponiendo lo que se quiere demostrar, y un argumento debe ser tal que las premisas justifiquen la conclusión, pero no la contengan. Si se hace esto en realidad no se argumenta. Son argumentos válidos, pero no cogentes, no son aceptables (por alguien, eso sí, que no acepte de entrada la conclusión).

La presuposición es la más engañosa, es dar por supuesto algo. Presuponer algo es dar algo por supuesto, pero no afirmarlo explícitamente. Tú afirmas algo si es verdadera o falsa otra cosa anterior, que es lo que se presupone (pero no se dice).

A presupone B si y sólo si:

Si B es V, entonces A es V o F.

Si B es F, entonces A no es ni V ni F.

Si quieres demostrar, por acudir a un ejemplo de lo más clásico, que el rey de Francia es calvo y alguien te quiere decir que no, que es melenudo, la verdad o la falsedad de esa afirmación es irrelevante, porque ya se está presuponiendo la existencia del rey de Francia. Se ha aceptado el presupuesto. Ya te han concedido lo que a ti te interesa. Este es el truco y el engaño de la presuposición. Las preguntas complejas es el caso típico de presuposición. Si te preguntan si has dejado de beber (alcohol, se presupone) y contestas da igual si contestas que sí o que no, pues respondas lo que respondas al responder presupones ya que bebías. Se acepta la presuposición sólo por el hecho de responder la pregunta. Es una pregunta que no deja opción, para responderla hay que aceptar la presuposición. La trampa. Cuando haces una afirmación presuponiendo algo, en este contexto lo importante no es la verdad o la falsedad de lo que se afirma, sino que se presupone la verdad de lo presupuesto de lo que se afirma.

La petición de principio es aquel argumento en el que se parte de la propia conclusión. Se presupone aquello que se quiere demostrar. Sólo convence a aquellos que ya están convencidos de la conclusión.

El círculo vicioso es una variante de lo anterior, que no termina nunca (de ahí que se le llame círculo).

La remisión al infinito es un argumento parecido al anterior, pero que admite añadir nuevos elementos. En la remisión al infinito en el argumento contamos con una premisa tan cuestionable que, para defenderla, tienes que argumentar con otra premisa igualmente cuestionable, y, a su vez, tienes que argumentar con otra igualmente cuestionable, etc. Es un argumento no concluyente porque, aunque se concluya, no hay razón para ello, pues lo mismo se podría parar al principio que nunca.

Todas estas falacias son cosas que se pueden hacer para convencer sin siquiera argumentar. Basta con que haya argumentación aparente. Aunque, como hemos recalcado ya varias veces, no es necesariamente malo eludir la argumentación, depende del contexto.

Otra forma sutil de eludir la argumentación, aunque, al menos formalmente, hay argumentación puesto que hay premisas, es la argumentación ad hoc. Se ha visto a veces en algún caso de alguna teoría científica, cuando se quiere blindar una teoría que tiene visos de refutarse (por ejemplo: el caso del flogisto). Una explicación ad hoc es una explicación que se proporciona sólo para explicar un caso, pero una explicación verdadera debe ser capaz de explicar no sólo un caso. De hecho, estas explicaciones bloquean la posibilidad de extender la explicación a otros casos. Estas explicaciones o hipótesis ad hocno permiten predecir nada más que ese hecho, es una explicación a la medida del hecho o del caso, pero que ni siquiera se puede contrastar pues permite blindar la explicación contra toda refutación. No hay forma de demostrar que es falsa esa hipótesis ni de realizar nuevas predicciones a partir de esa hipótesis o argumento. En una argumentación ad hoc la argumentación se aplica a ese caso y sólo a ese caso (aunque el caso pueda ser prácticamente el mismo en otras situaciones). Pero para aplicarlo en un caso y en otro idéntico no debe ser justificado, debe justificarse por qué para ese otro caso no se utiliza, cosa que, de todas formas, el que argumento ad hoc no suele hacer. Un ejemplo típico es el de la parapsicología.

Razonar ad hoc suele utilizarse también para salvar las contradicciones -o cabalgar las contradicciones, como se ha puesto de moda decir-, suspendiendo las premisas que llevan a contradicción cuando conviene. Pero, en una argumentación seria. se tienen que asumir todas las consecuencias que se sigan de todas las premisas, siempre.

Una vez que hay argumento (y ese argumento es cogente), la segunda norma que debe cumplirse en una argumentación es que sea una argumentación honesta. Hay varias formas de no cumplir esta segunda norma. Para que un argumento sea honesto el que argumenta debe utilizar premisas y conclusión verdaderas, que la conclusión se sigua de las premisas y que las razones del que argumenta sean sus verdaderas razones (que el que argumenta lo haga verdaderamente por las razones que da, y no por otras)[2].Esto último se suele llamar como «dar la razón buena». Dicho en corto, no se debe mentir en ni sobre una argumentación.

Un ejemplo característico de deshonestidad filosófica o argumentativa en general es aquella en la de aquellos que razonan deshonestamente y no lo saben, creyendo que argumentan por una razón y con unas premisas en las que el argumentante se autoengaña sobre la verdad de las razones y las premisas. Es lo que se llama pensamiento desiderativo, que no es otra cosa que confundir los deseos con la realidad. Crees algo no porque sea real, sino porque desearías que fuese realidad. Y si se argumenta apoyándose en ello se argumenta deshonestamente, aunque no intencionalmente, sino de forma autoengañada por el interés propio de que lo que se dice sea verdad. Es un caso bastante frecuente, puede que incluso más frecuente que las argumentaciones deshonestas intencionales. Y esta deshonestidad se nota mucho si vemos que es algo irracional, es decir, que entra en contradicción con otras cosas que el propio argumentador defiende. (Decimos irracional aquí en el sentido de que, dentro de las propias convicciones del que argumenta, no cuadra esa otra creencia o defensa). Por ello es muy difícil argumentar contra el que argumenta así, pues todo lo que le puedas decir ya lo sabe él mismo. Esta forma de argumentar bloquea, a su vez, la argumentación en contra. No es sólo que el otro no se dé cuenta de que se está autoengañando, sino que no quiere darse cuenta. Por eso al principio señalamos que una falacia lo es lo sepa o no quien la está cometiendo, lo pretenda o no.

La más destacada argumentación deshonesta es la falsedad manifiesta, en la que se ve a las claras que las premisas y la conclusión no son consideradas verdaderas ni por quien argumenta, pero tampoco cree que la conclusión se sigue de las premisas y tampoco cree en las razones que ha dado para argumentar sobre algo.

Ahora vamos a centrarnos en las falacias que sí tienen argumento propiamente dicho.

Un posible argumento falaz es aquel en el que la conclusión es algo muy vacuo. Bien porque no tenga contenido o bien porque es muy obvia. Se supone que la conclusión de un argumento tiene que tener un contenido que sea relevante, que sea con contenido. Por ello, a la hora de evaluar un argumento, es importante que se defienda realmente una tesis, aunque pueda ser discutible. Si no queremos caer en una falacia no debemos nunca defender dicha tesis de tal forma que se convierta en una tautología. Ni tampoco hay que cambiar la conclusión del argumento sobre la marcha.

Un argumento no válido es lo que se suele llamar un argumento non-sequitur: aquel argumento en el que la conclusión no se sigue de las premisas. Como es el caso de la afirmación del consecuente (si A → B, luego si B → A) o el de la negación del antecedente (si A → B, luego si ¬A → ¬B) (ambas tienen que ver con los formatos condicionales). Estas confusiones se dan a menudo porque en el lenguaje natural o coloquial cuando decimos «si…., entonces…», lo que queremos decir en realidad es que «si y sólo si». Metemos una premisa implícita sin darnos cuenta. Estas son falacias típicas en argumentos deductivos.

Otras falacias, pero en argumentos inductivos, tienen que ver por ejemplo con la generalización precipitada. Una generalización es precipitada cuando los casos en los que se basa la generalización no son suficientes. Es decir, cuando los casos recogidos no justificanla conclusión. La generalización precipitada suele derivar a menudo del prejuicio que uno puede tener sobre algo. Debido a ello, a ese prejuicio, podemos llegar a considerar que un caso concreto justifica una generalización. Por tanto, un tipo de generalización precipitada es cuando se realiza con casos insuficientes. Pero, en general, las generalizaciones precipitadas no se producen por falta de casos. Las más frecuentes son por casos sesgados. La cuestión falaz no estaría en estos casos por la cantidad de datos sino por su calidad o fiabilidad. Y es que en muchas ocasiones cuanto menos sesgados sean los datos menos datos necesitas para hacer la generalización, lo importante es que sea una muestra representativa o parte alícuota. Muestra que puede ser recogida al azar o de forma planificada.

Otro tipo de generalización precipitada frecuente es la que se hace a partir de los casos conocidos. En este tipo de generalización no se investiga o no se buscan más casos, sino que se tiende a generalizar a partir de uno, dos, o unos pocos casos conocidos por todos. Y otra generalización precipitada parecida a los casos conocidos es la realizada a partir de los casos llamativos, no a partir de casos conocidos o famosos pero sí llamativos, curiosos, que mueven al interés. Aunque no tiene nada de malo a veces la generalización a partir de un solo caso -como venimos remarcando, los contextos ontológicos no se pueden eludir-. Por ejemplo, si pones una vez la mano sobre una plancha muy caliente y te quemas no necesitas repetir el caso para generalizar y decir que eso es peligroso. Otro ejemplo es el caso en el que se hace un experimento científico muy bien preparado, con todas las garantías, y se hace una sola vez; de ahí se puede generalizar a partir de un solo caso. Si el caso está bien elegido, si no hay ningún factor diferencial que haga diferente ese caso de los demás, es legítima la generalización a partir de un solo caso. Lo contrario de todo esto es la generalización por accidente. En la que se atribuye la razón de algo a un caso que es puramente accidental, que no tiene importancia en el asunto. Se atribuye como parte de la explicación un dato que es puramente accidental.

Otro tipo de error de argumentación es el de la falsa causa, en la que podemos diferenciar al menos tres tipos: en primer lugar la post hoc ergo propteroc, que es deducir de la causa de una cosa que otra segunda cosa tenga la misma causa (después de…, luego, a causa de…); en segundo lugar laconfusión causa/efecto, en la que puede haber una conexión causal pero la consideras al revés, puedes considerar que la causa es el efecto; y por último la falacia de ignorar la causa común, que es pensar equivocadamente que hay una conexión causal entre dos hechos cuando lo que hay es en realidad una causa común.

Otras falacias emparentadas con esas serían los argumentos de falsa consecuencia -que no hay que confundir con la argumentación ad consecuentiam, que consiste en rechazar algo debido a que no agraden las consecuencias de algo, rechazar una tesis porque no agradan las consecuencias (no es, por otro lado, argumentar ad consecuentiam no aceptar una tesis porque las consecuencias sean falsas, esto no sería una falacia)-. La falsa consecuencia es establecer una conexión causal en hechos o cosas totalmente independientes, es pensar a partir de datos previos que va a ocurrir algo sin tener en cuenta las variables y probabilidades sobre ese algo -es decir, pensar cosas sin justificación alguna-, o intentar racionalizar algo que no tiene sentido racionalizar. Es una falsa consecuencia a partir de datos previos. Otro argumento falaz de falsa consecuencia es el argumento de pendiente resbaladiza, que consiste en argumentar añadiendo cosas que no tienen por qué suceder.

Respecto a las falacias en lo que corresponde a la elección de las premisas un caso muy común es el del falso dilema. Se caracteriza por permitir sólo dos opciones a elegir, cuando puede haber más. Se parte de A v B y puede ser un falso dilema porque haya otra opción, que sea C, o que haya otra opción que sea A ^ B. Es muy típico de posturas maniqueas («o estás conmigo o estás contra mí», «si no eres de derechas eres de izquierdas»). El caso contrario está en negarte a que haya un dilema cuando realmente sí lo hay, que es la falacia del término medio. Es decir, introducir un término medio donde no hay término medio. Cuando hay que elegir entre una opción u otra, el que argumenta mediante una falacia del término medio introduce una opción más que no existe para no tener que elegir, o para justificar una postura que no está en esas dos opciones ni existe. Se suele utilizar esta falacia para disfrazar posiciones muy agresivas y extremas, intentando rebajar las otras dos opciones y poniendo esa como más modesta y no tan extrema cuando sí lo es.

Otro tipo de falacias que tiene que ver con la mala argumentación es la falacia de composición y la falacia de división. La falacia de composición es atribuir al todo las propiedades de una parte, y la falacia de división es atribuir a las partes las propiedades del todo. También están los errores categoriales en los que se le atribuye a un todo o a una parte propiedades que no puede tener.

Otra manera de argumentar mal es la supresión de prueba. Consiste en obviar datos relevantes para el caso en la argumentación. El caso más típico es el de ocultar pruebas en los juicios o en las investigaciones policiales.

Falacias que eluden la cuestión, falacias que argumentan por exceso y falacias que apelan a las emociones.

Vayamos ahora a por otro tipo de falacias. Y las distinguimos porque todas estas falacias no necesariamente lo son, sino que pueden serlo, son tipos de argumentos que pueden caer en falacia. Ni tienen por qué ser irrelevantes. Normalmente se suele pensar que una falacia lo es porque las premisas son muy pocas o son débiles, pero también puede ser que haya demasiadas premisas o la argumentación sea excesiva, pues si algo que no necesita demasiada argumentación la argumentas mucho lo que haces es debilitar tu posición. Este exceso lleva al auditorio a dudar sobre la consistencia de aquello que defiendes. Por tanto el sobre-explicar o sobre-justificar algo puede ser perjudicial, pues haces que aquello que puede ser obvio o claro deje de serlo, y el auditorio puede empezar a pensar que hay algo que no percibe que en realidad no hay.

En estos casos puede hablarse de premisas redundantes. En las que las premisas se repiten y hay más de las necesarias, lo cual lleva al interlocutor a realizar el esfuerzo de tener que asimilar más de lo adecuado. También está el error de la premisa de no independencia, que se da cuando una de las premisas es deducible de algunas otras pero que aun así la introduces de manera innecesaria; esto no quita validez al argumento, pero sí le quita cogencia al argumento. Otro tipo de falacias muy frecuentes son aquellas en las que lo importante no es si las conclusiones se siguen del argumento, sino que eluden la cuestión y los argumentos; si es que lo son, no vienen a cuento y lo único que pretenden es desviar la cuestión, sin relevancia. Uno de estos casos es el conocido como el del hombre de paja, que consiste modificar la postura del otro y en lugar de rebatir su posición, rebatir otras posiciones, deformándolas y criticándolas, pero sin rebatir la del oponente. Es una falacia que pretende parecerse a un argumento por analogía, que sí es totalmente válido. Pero aquí hay otro tipo de falacia de tipo del hombre de paja, que es la extensión de la analogía, que consiste en llevar la analogía más allá del argumento, exagerar la analogía de tal forma que ya explica demasiado.

Otra forma de eludir la argumentación, frecuentísima, es el argumento ad hominem, que consiste en criticar a la persona que defiende el argumento en lugar del argumento en sí (es la forma más habitual entre parlamentarios). Aunque, de nuevo, no siempre es falaz este tipo de argumentación. Hay muchas formas de argumentar así, como puede ser el ataque personal, en la que se ataca personalmente al oponente. Otra es la de envenenar el pozo, que consiste en predisponer al auditorio contra el otro, manipularlo para que los demás ya vean mal al otro y, por tanto, a sus argumentos como malos o falsos, y también a los que sigan a ese otro. Otra forma muy frecuente de argumento ad hominem es el tu quoque, que consiste en acusar al otro de hacer cosas peores o iguales a las que te acusa él, cosas por el estilo como «pues tú más» o el «y tú también». Tristemente esto también podemos verlo a diario entre nuestros dirigentes.

Sin embargo, los argumentos ad hominem no necesariamente tienen que ser atacar a la persona eludiendo la cuestión, sino que a veces es relevante si la persona es atacable por su condición moral o por su falsedad en sus intenciones, o cosas por el estilo.

Otro tipo de argumentación que puede eludir la cuestión es la utilización de las buenas intenciones para convencer a alguien («yo pretendía tal cosa, pero…»). Pero las buenas intenciones no hacen bueno el argumento, aunque puede conseguir predisponer al auditorio a la aceptación de tu argumento. Es una forma de falacia que apela a cuestiones no estrictamente relevantes a lo argumentado.

Otra posible falacia son los argumentos de autoridad. Consisten en argumentar basándote en la autoridad de lo que han dicho otros. Lo primero para argumentar así es asegurarse de que a la persona a la que se cita es realmente una autoridad en la materia sobre la que se está argumentando, y, además, si eso que dice la persona con autoridad tiene apoyo por parte de otros especialistas en la materia y no es sólo una opinión suya. Estos argumentos no tienen buena fama, sin embargo no tienen nada de malo siempre que no se usen maliciosamente, pues la mayoría de nuestros conocimientos se basan en la autoridad de otros que son considerados expertos en eso que dicen. Así que un argumento de autoridad es, en principio, bueno, pero tiene que cumplir las condiciones para que sea bueno. Ocurre que cuando se cuestiona un argumento de autoridad también suele ser un argumento ad hominem, pues se cuestiona la elección y la intención del que argumenta. Pero no por ello la acusación tiene que eludir la cuestión, pues en caso de ser cierta sería relevante

Otras falacias que introducen cuestiones que no vienen a cuento son la de novedad/antigüedad. La de novedad consiste en decir que algo es bueno porque es algo nuevo, y la de antigüedad en decir que algo es bueno por ser antiguo. Muchas veces cuando se defiende lo nuevo no se argumenta sino que sólo se califica algo como nuevo, y también ocurre que se presenta como nuevo cuando en realidad no lo es. Se puede ver muy a menudo en los anuncios comerciales. También ocurre con la antigüedad, se presenta algo como antiguo cuando no lo es o se presupone que es bueno por su longevidad. La argumentación incluye, como vemos, elementos axiológicos.

Otra posible falacia es argumentar apelando a una práctica (o creencia) común (ad populum). Es un tipo de argumento de autoridad, una argumentación populista que a veces concuerda con la de envenenar del pozo. Se dice que algo es bueno porque todo el mundo lo hace o lo cree. Si bien es cierto que esto no tiene por qué ser siempre una falacia, pues puede ser legítimo y relevante apelar a una creencia o una práctica común.

También se puede cometer falacia cuando se pretende defender algo por el mero hecho de ser original. Es una especie de ad populum pero al revés, en lugar de apelar al consenso común se apela a su originalidad y se pretende demostrar que es algo bueno por ser único y aunque sólo algunos, una élite, lo acepten. También puede ser falaz cuando lo que se presente como original y aceptado por muy pocos en realidad no sea original y sea, además, aceptado por muchos.

El argumento ad rumenam es el argumento que se basa en la imitación de lo que hacen los ricos por el hecho de serlo, porque como son ricos deben de ser lo que saben de cosas. Pero también existe un argumento contrario, que consiste en exaltar lo que sabe la gente pobre.

Estas últimas falacias son falacias que apelan a los sentimientos. Aunque, como siempre, no siempre es irrelevante o malo apelar a las emociones. La parte emocional, dado un contexto de discusión retórica o dialéctica, es siempre necesaria en un argumento. Hay que tener siempre en cuenta el auditorio. Lo que es falaz es dejar de lado completamente la argumentación y centrarse sólo en lo emocional. Pero, insistimos, no toda apelación a las emociones es falaz.

Una falacia que lo es porque apela sólo a las emociones es la ad baculum (del palo). Consiste en utilizar el miedo, la intimidación o aludir malas consecuencias de algo para convencer al otro. Otra sería la argumentación ad misericordiam, que consiste en apelar a la pena, a la piedad o a la misericordia, aunque no tiene por qué ser falaz. Otra sería la argumentación mediante el ridículo, que consiste en presentar algo como ridículo, no como absurdo, sino como algo que provoca risa y que deja al que lo dice o hace como un hazmerreír -aunque tampoco tiene que ser irrelevante-. Otra falacia emocional sería la argumentación bandwagon, es parecido al ad populum pero más emocional. Consiste en presentar los argumentos de forma que creen un vínculo emocional entre el que argumenta y el auditorio, como intentar crear un grupo en el que todos opinan lo mismo.

Modos de la argumentación.

Una vez recorrida toda esta lista de falacias podemos concluir señalando, en lo que respecta a los modos de argumentación, tres aspectos que pueden ser muy importantes -así lo señala el filósofo Grice, y nosotros consideramos que con acierto a pesar de estar en coordenadas muy alejadas a las que solemos manejar-. Aspectos en los que hay formas rectas y formas torcidas de conducirse a la hora de argumentar.

Relevancia de la claridad. Todo esto que hemos visto tiene que ver con la relevancia dentro de la argumentación, que se relaciona con una de las normas de Grice de conversación. Pero también es muy importante otra cosa que también señalan las reglas de Grice: la claridad. Es muy importante porque puede ocurrir que un argumento se convierta en una falacia por la falta de claridad. Pues, recordemos, una falacia no es sólo un mal argumento, sino un argumento que puede parecer bueno. Un mal argumento no sería una falacia, sino un argumento no válido. Lo que hace la falacia en muchas ocasiones es la falta de claridad, de un uso de lenguaje oscuro. Es necesario que el discurso sea claro, lo cual no quiere decir que sus argumentos sean correctos o válidos, lo que no serán los argumentos si son claros es falaces. También hay que tener en cuenta al auditorio, según sea éste el discurso será más o menos claro, ya que dependerá del nivel del auditorio. Por ello siempre que se busque convencer hay que adaptar el discurso al auditorio y hacérselo claro. Pero a su vez hay que tener cuidado de no ser simplista y hacer falsamente claro algo que no es claro, ahí estaríamos tergiversando. Es cuestión de buscar un punto justo entre la necesidad de claridad y la complejidad propia del tema.

Los defectos que podemos encontrar en un discurso respecto a la claridad son:

La vaguedad, que no hay que confundir con la ambigüedad. Un término vago es un término que no tiene sus límites bien delimitados. La vaguedad puede estar causada porque no se defina bien el término, o porque no se delimite bien el contexto en el que se usa ese término, porque no se define bien a qué se contrapone o con qué se compara, etc. Un caso muy típico de la vaguedad en argumentos sofísticos es el de la predicción vaga, es decir, hacer predicciones tan generales o tan poco específicas que lo que se predice pase, ocurra, pero no por ser acierto sino por pura amplitud. Un lugar en el que podemos verlo con facilidad es en los horóscopos: «Debes tener cuidado con la salud», «Se te pueden abrir perspectivas muy interesantes».

La vaguedad da también lugar a una famosa paradoja que es el sorites -que está emparentada con la pendiente resbaladiza -. La paradoja del sorites es a lo que da lugar el uso de términos vagos, y consiste en hacer que cada paso del argumento resulte correcto por el uso vago de los términos. Con esta paradoja se puede demostrar cualquier cosa. El sorites es el paradigma, por decirlo así, de las falacias con los términos vagos. Sin embargo, hay que tener en cuenta, como siempre, que el uso de términos vagos no siempre es incorrecto, depende también del contexto.

Respecto a la ambigüedad, es hacer que un mismo término tenga varios significados, pero bien delimitados. El problema es usarlos bien, pues si un término tiene varios significados pero se deja claro en qué sentido se usa no pasa nada. Pero cuando no se usa de forma consistente el mismo sentido a lo largo de todo el argumento y se van variando los sentidos se incurre en falacia. El caso más típico es el de la falacia de la equivocidad, mezclar sentidos. Un caso extremo es la equivocidad sobrevenida, que es cambiar los términos según vas argumentando. Otro tipo de equivocidad es usar el sentido usual o coloquial del término y el sentido etimológico del término, reintroducir el sentido etimológico muchas veces puede ser totalmente un uso falaz. Otro tipo de ambigüedad es la anfibología, que es ambigüedad por la estructura de la frase y no por el uso de los términos, es la propia estructura de la frase la que no define bien el sentido que tiene. Otra ambigüedad es la que se puede ejercer entre el uso de una expresión de dicto y de re, y es que una oración se puede usar de dicto o de re. Si digo «Pedro es el que está sentado en la quinta fila», cuando digo «el que está sentado en la quinta fila» lo que quiero decir es, de hecho, el que está en la quinta fila, pero si Pedro se sienta en otra fila sigue siendo Pedro; lo que hago es designa a esa persona y hago un uso de re, es una manera de señalar algo. Si yo digo «El presidente del gobierno es el elegido por el Congreso de los Diputados» hago un uso de dicto porque es verdadera sea quien sea el que haya sido elegido. Si esa persona deja de ser la elegida por el Congreso de los Diputados dejaría de ser presidente. Y este es un tipo de ambigüedad muy frecuente y muy peligrosa.

Relevancia de la brevedad. Es importante también que el discurso y la argumentación no sean excesivamente largos, pues esto puede cansar a auditorio -esta queja la hemos podido ver estos pandémicos días cuando Pedro Sánchez ha salido los sábados a hablar a la nación y entre discurso y preguntas ha ocupado más de una hora-. Pero también en la brevedad se pueden cometer errores. Una forma errónea en la brevedad es la pompa y circunstancia, que consiste en no desarrollar y simplemente solemnizar algo excesivamente, utilizando expresiones y términos muy rimbombantes y solemnes, muchas veces con el fin de impresionar e incluso asustar al auditorio para evitar que éste contradiga lo que se diga. Otro error en la brevedad está en la reiteración continua de una idea, ad nauseam, para que la repetitividad sustituya la argumentación.

Relevancia del orden. Es muy importante que el discurso y la argumentación estén bien ordenados, y cuanto más complejo sea el argumento más necesario es, para que el auditorio lo entienda. Una forma de cometer falacias en este aspecto es la de argumentar desordenadamente para confundir al auditorio y persuadirlo. Otra forma de cometer falacias respecto al orden se da cuando uno de los interlocutores desordena el argumento del otro para intentar hacerlo confuso. Un recurso también muy típico es la abundancia de interrogaciones, para no dejar claro cuál es el tema que se discute. Si se plantean muchas cuestiones a la vez o se cambia la interrogación continuamente lo que se hace es bombardear al auditorio, de forma que al final no se sabe de qué se habla. Otro recurso que rompe el orden es modificar progresivamente las premisas, según se vea que llevan o no a la conclusión que se quiere.

Y hasta aquí nuestra lista de falacias. Esperamos que el tedio no haya sido excesivo y que nuestra claridad, nuestra brevedad y nuestro orden haya sido el suficiente como para ser de utilidad a los lectores.


[1]Por ejemplo, en un juicio la carga de la prueba la lleva el que acusa, el acusado es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Es el que acusa el que tiene que demostrar que el acusado es en verdad culpable, pues mientras no se demuestre es tenido como inocente. Pero esto es extrapolable a todo.

[2]Argumentar ad hoc es una forma de argumentación deshonesta.