Quien esté de rodillas… que se levante.

Artículo para Posmodernia.

13 de noviembre de 2020.

Reseña de “El Dominio Mental. La geopolítica de la mente”

Reseña de El dominio mental. La geopolítica de la mente.

Autor: Pedro Baños

Editorial: Ed. Ariel, Barcelona, 2020, 544 págs.

«No podemos seguir haciendo como el avestruz que mete la cabeza bajo tierra y creer que no va con nosotros, que es responsabilidad de otros solucionar los problemas, nuestros problemas. Debemos levantar la cabeza, bien alta, para mirar con fondo y amplitud hacia el futuro común. ¡Es ahora o nunca!». Con estas imperiosas palabras termina el coronel Baños la última parte de su trilogía sobre geopolítica, en esta ocasión sobre la geopolítica mental. Así termina –aunque el libro continúa con cuatro meritorios apéndices de cuatro autores diferentes– esta bofetada amable pero firme que Pedro Baños nos da con éste libro. Sí, una bofetada, una verdadera bofetada que necesitamos y que él nos brinda con un estilo sencillo pero directo. Porque a pesar de ser una bofetada que nos mueva del sitio y saque de la apatía en que por lo general estamos instalados, como el autor mismo explica al final, no es una bofetada que busque hacer daño, sino abrirnos los ojos, animarnos a ser libres, busca proporcionarnos información y herramientas para poder comprender un poco mejor nuestro pasado, nuestro presente y a vislumbrar algo de nuestro futuro.

Y vaya si da herramientas. Porque la información que nos proporciona a lo largo de sus siete capítulos, su epílogo y los mentados cuatro apéndices es abundantísima. Es cierto que se le puede sacar algún pero, ninguna obra es perfecta. Por ejemplo, una cosa importante que se puede echar en falta es que, tratando el tema que trata, el autor en ningún momento nos ofrece una definición clara y precisa –siquiera aunque sea una más o menos técnica, categorial– de qué es la mente. Se da por supuesto. Y aunque por los desarrollos y temas tratados en sus páginas se pueda saber de qué nos habla el coronel, en ocasiones puede surgir alguna confusión. Hay momentos incluso en los que no se sabe bien si se nos está hablando específicamente del cerebro, de la conciencia o de la mente. Pues no son lo mismo. Y es que definir el cerebro y saber a qué nos referimos es relativamente fácil, quizá sólo requiere que nos acerquemos a alguna definición e imagen que ciencias como la anatomía o la neurociencia nos facilitan. Pero al hablar de la conciencia o de la mente la cosa se complica bastante más si cabe, ahí ya entramos en el terreno filosófico, un terreno mucho más resbaladizo ya que, como mínimo, requiere adoptar una definición que proporcione no la filosofía, así en general, sino alguno de los sistemas filosóficos disponibles, y justificar por qué esa definición y no las otras.

Y aunque esto pueda parecer una precisión innecesaria, incluso rizar mucho el rizo, es sin embargo de una importancia crucial, ya que es la idea centrar sobre la que gira todo el muy meritorio libro. Esta definición, aunque reconocemos que no es fácil y que el autor ya hace mucho con lo que nos ofrece, nunca sobra aunque sea expuesta sólo en unas pocas líneas.

Pero a las herramientas. Decíamos que son muchas. Es apabullante la cantidad de información y la variedad de temas que Pedro Baños trata a lo largo de las 544 páginas que componen el libro, el más largo de la trilogía. Son tantas que es vano intentar hacer un mero bosquejo de las mismas, entre otras cosas porque merecen una buena lectura en profundidad. Y cuando decimos lectura queremos decir lectura y relectura de las maniobras de distracción y entretenimiento, de desinformación –que también es posible con avalanchas continuas de información–, de manipulación y adoctrinamiento, de miseria intelectual… todos esos métodos y más pueden servir y sirven para moldear nuestros pensamientos y sentimientos y, por tanto, para condicionar nuestros comportamientos. Pero no acaba ahí, porque las técnicas y dispositivos de vigilancia, como nos muestra en el segundo capítulo, no hacen sino crecer. Para empezar gracias a todos los datos que proporcionamos nosotros mismos sin darnos cuenta a través de nuestros móviles, las redes sociales, las tarjetas bancarias…, datos que son almacenados y vendidos por los grandes monopolios de la información como Google o Facebook. Y para continuar por las crecientes tecnologías de seguimiento y control como la geolocalización o las cámaras de vigilancia, por citar sólo dos casos.

Y continúa. Porque a todo esto, por si es poco, debemos añadir el nivel gubernamental y geopolítico. La lucha a muerte –la conocida guerra híbrida– que existe entre las potencias mundiales por el control de las propias poblaciones y las ajenas, lucha que Pedro Baños trata en los tres siguientes capítulos. La guerra psicológica, ahora llama operaciones de influencia, las grandes campañas de manipulación, los diversos y perversos subterfugios psicológicos bien para adormecer o bien para enaltecer, según interese, a las masas… Las más variadas tecnologías conocidas, y que todavía no conocemos, para acceder a las ondas cerebrales, para estimularlas o para controlarlas; nanotecnología que analiza o modifica nuestro cuerpo, manipulación genética, soldados biónicos, cíborgs… Tampoco faltan las más diversas armas electromagnéticas, lumínicas o sónicas con las que afectar a los cerebros, pensamientos y sentimientos; por no mencionar la gran variedad de torturas psicológicas posibles como la privación del sueño o la privación sensorial. Hasta la parapsicología y los fenómenos paranormales han tenido cabida –y no sabemos si tienen– en esta geopolítica mental aunque pueda parecer descabellado.

Si bien, después de todo esto, el libro –aquí sólo hemos mencionado una pequeña parte– en sus últimos capítulos, a pesar de ofrecernos un panorama muy difícil, como se puede ver en el sexto capítulo, culmina en su capítulo séptimo y en el epílogo esa bofetada amable que mencionábamos antes. Esa bofetada amable pero contundente. Porque el presente pandémico que vivimos es poco halagüeño, desde luego. Pero sólo irá a peor si no sabemos a qué nos enfrentamos y no hacemos nada para enfrentarnos a todos los problemas que están desgastando, corrompiendo hasta la médula, nuestro Estado y nuestra democracia. Porque si seguimos siendo ese avestruz escondido, narcotizado, que no quiere ser libre, que se sigue nutriendo de falsas esperanzas, que se deja manejar como una triste marioneta, sólo nos quedará vivir en el mundo feliz más distópico que nadie haya podido imaginar jamás.

En manos del lector queda.

Rendidos y resignados.

Hemos llegado a una situación en la que da igual que nuestros dirigentes sean acusados en firme por abusar de su posición, de prevaricación, de apropiarse o malversar fondos públicos, de corrupción, de conducta sexual o moral impropia del cargo, de mentir descaradamente o de escándalos de todo orden. Sea un secretario de Estado, un ministro o incluso el propio jefe del Estado.

Parece que ya todo nos da igual, que no nos importa nada. Hagan lo que hagan nuestros líderes, por mucho que se burlen de nosotros, estamos tan sumamente adormecidos, aletargados, nos tienen tan entretenidos con banalidades, que han conseguido nuestra pasividad absoluta incluso ante los mayores escándalos.

Por supuesto, ante esta perversión absoluta de la democracia, la disculpa —¡cómo no!— es que son otros países, a los que llaman «adversarios de Occidente», los que están intentando desprestigiar y acabar con la democracia. Y no es verdad. Quienes la han minado, deshonrado y desacreditado han sido, y son, nuestros propios políticos. Solo tenemos que ver los múltiples ejemplos que ofrecen los que están inmersos en procesos judiciales o directamente en prisión por delitos absolutamente impropios de personas en las que los ciudadanos hemos depositado nuestra confianza, a las que hemos entregado nuestro presente y el futuro de nuestras vidas y de las de nuestros descendientes.

Y si dejamos de lado a los políticos nacionales para hablar de los vinculados a la Unión Europea, la resignación se magnifica. Muchos de los eurodiputados y funcionarios viven en un limbo, en un universo paralelo. Están inmersos en una gran indiferencia hacia los problemas cotidianos de los ciudadanos, quizá cegados por la venda que supone tener el privilegio de contar con sueldos, prebendas y pensiones inalcanzables para los que les mantienen con sus impuestos.

Ya que hemos entrado en el terreno de la Unión Europea, hagámonos esta pregunta: ¿realmente podremos aguantar mucho tiempo más su acusada y manifiesta inoperatividad? Los casos son tan abundantes que sonrojan. A pesar de sus cincuenta mil funcionarios, prima la ineficacia de una burocracia lentísima, elefantiásica. Con dirigentes tantas veces incapaces de llegar a ningún acuerdo con rapidez y solvencia, si es que finalmente son capaces de acordar algo, incluso en los temas más importantes y estructurales (inmigración, política fiscal, mercado digital, ayudas económicas…). Eso sí, no escapan a la misma tentación de culpar a alguien —países, grupos políticos o particulares— de los males de su ineficacia, de su torpeza. Por supuesto, para justificar la propia inoperancia, hay que culpar a alguien de querer desprestigiar las instituciones europeas y el mismo fundamento de la Unión. La realidad es que no hace falta que la denigre nadie. Ya lo hace por sí misma.

En definitiva, los ciudadanos hemos sido estafados con esta democracia. Con pérfida astucia, los políticos nos han convencido de que ya estamos en el mejor sistema posible para nosotros. Cualquier otro régimen político todavía nos perjudicaría mucho más; eso nos dicen y nos inculcan. Amparándose en esa falta de salida, ante la vía muerta en la que nos han metido, consiguen que, efectivamente, pensemos sin cuestionamientos que debemos soportar la situación actual, por imperfecta que sea. Nos convencen de que debemos encogernos de hombros y no pensar en un sistema alternativo, pues a buen seguro, según argumentan, este sería extremista, totalitario o autoritario, lo que resultaría todavía más perjudicial para el conjunto de los ciudadanos.

Pero la única realidad es que, si los ciudadanos no presionamos para reinventar la democracia, si no acabamos con los vicios en que la actual ha caído, si no ponemos coto a políticos que solo aprovechan para medrar, que actúan dando prioridad a su beneficio personal y al de su partido, vamos por muy mal camino. Porque, al final, esta democracia estará tan desgastada que puede ocurrir que, en un día no muy lejano, sea desplazada por un régimen muy diferente, que no tenga nada que ver con un verdadero sistema democrático.

Lo que debemos exigir los ciudadanos es tener la soberanía que nos prometieron, ser dueños de nuestro destino y ejercer un control pleno y permanente sobre aquellos a los que elegimos para regir nuestro destino. Unos políticos a los que hay que dotar de salarios elevados para atraer a los mejores, sin la menor duda, pero a los que hay que someter igualmente a un elevado grado de exigencia y supervisión. Los que nos dirijan deben ser auténticos «padres de la patria». No aceptemos que sean los «parias de la patria», los menos capaces, a los que jamás se les daría un puesto ni de mediana responsabilidad fuera de la política.

Pedro Baños, El dominio mental, Ed. Ariel, Cap. 3.

El zoo de los monos listos.

Como si estuviéramos en un gigantesco zoológico, sus dueños nos quieren listos, con las habilidades justas para entretener al público, a los espectadores. Desean primates listos, divertidos, revoltosos incluso (aunque siempre dentro de un orden). Pero monos de feria al fin y al cabo, que no supongamos ningún riesgo para la autoridad, para el dueño del zoo.

Mientras nos preparan para ser útiles al sistema, a los hijos de las élites los entrenan para ser «el sistema». Así, a unos nos atiborran de dispositivos electrónicos, mientras que los creadores y desarrolladores de esa tecnología prohíben su uso —tanto en la escuela como en casa— a sus propios hijos e incluso a las personas que los atienden. ¿Por qué lo hacen? La respuesta es sencilla: forman a sus retoños para ser la élite dominante.

A nosotros nos dan la formación justa, más técnica que centrada en la profunda reflexión. A ellos la metodología les obliga a pensar, a plantearse el futuro, a diseñar el mundo. Por eso no pierden el tiempo empleando los medios electrónicos que inventan, diseñan y venden sus padres.

Podríamos decir que se ilustra a las poblaciones lo justo para que les lleguen los mensajes con los que se las va a condicionar. Obviamente, si no supieran leer o no tuvieran un mínimo de formación, estos no les llegarían, o al menos no con la misma intensidad. La realidad es que nos han convertido en lelos ilustrados.

Quizá tenía toda la razón Isaac Asimov cuando decía que «ser autodidacta es, estoy convencido, el único tipo de educación que existe». No nos va a quedar más remedio que aprender por nosotros mismos si queremos salir de esta tela de araña educativa.

Pedro Baños, El dominio mental, Ed. Ariel, Cap. 1.

El triunfo de lo efímero.

La realidad es que el contexto actual nos induce al abandono de la lectura, esa placentera práctica que nos hace más libres. No solo por aportarnos conocimientos esenciales, sino por estimular nuestro intelecto, por hacernos pensar. Ni que decir tiene que esto no es por azar. Enlazándolo con la novela: si leemos, tenemos argumentos, opinión propia, sin condicionamientos. Y nada puede haber más peligroso para los que manejan las sociedades. Nos prefieren con pensamientos comunes, que no se salgan de las líneas sibilinamente impuestas. Tranquilizados con la información que nos hacen llegar. Sometidos a su albedrío.

Lo mismo que en la novela de Bradbury se quiere acabar con los libros argumentando que la lectura hace infelices a las personas, ahora han conseguido que no leamos por pura pereza, porque nuestra atención es cada vez menor. Hoy, hacer leer en papel a un niño —nacido en la era digital y rodeado desde su nacimiento por multitud de dispositivos eléctricos (móviles, tabletas, ordenadores) que, en muchos casos, han sido sus niñeras por comodidad de los padres— es casi una misión imposible. No son capaces de disfrutar con lo que leen. Apenas lo consiguen cuando la temática está adaptada a sus preferencias, como pueden ser la vida y aventuras de un youtuber o influencer al que siguen virtualmente. Y si se trata de obras clásicas, llegamos al nivel de odisea.

Si nos cuesta tanto leer es también porque nuestra capacidad de atención se ha reducido notablemente. En este mundo caracterizado por la inmediatez y la aceleración de acontecimientos, la atención es un bien escaso y en constante descenso. En el año 2000, Microsoft hizo un estudio que calculaba la atención del ser humano en doce segundos; para 2013, ese tiempo ya había caído a nueve segundos. Actualmente, se estima que las personas no prestamos atención durante más de ocho segundos seguidos. Tanto es así que, si una página web no se carga en menos de tres segundos, casi la mitad la abandonamos.12 Por eso tienen tanto éxito los vídeos, cada vez más cortos. Se han convertido en la fórmula perfecta para captar la atención, sobre todo de los más jóvenes. Este concepto lo ha entendido a la perfección TikTok, la red social diseñada para crear, editar y compartir vídeos de no más de quince segundos. Así se entiende que se rechacen los libros por el esfuerzo de atención que requieren, prefiriéndose tecnologías que dan las respuestas hechas, por simplistas y viciadas que sean, de modo que resulten fácilmente asimilables sin cavilación alguna.

Los libros en papel tienen una gran ventaja, más aún si los hemos adquirido en una librería tradicional y pagado en metálico: nadie puede saber qué estamos leyendo. Esto nos posiciona favorablemente frente a los intentos de dominación social, aunque en cierto modo nos convierta en rebeldes. Además, alguien puede hackear y modificar, e incluso borrar completamente, lo digital cuando quiera. Pero lo impreso perdura inmutable. Salvo que se destruya, por supuesto.

Al igual que sucede en la obra de Bradbury, ¿seremos todavía capaces de formar una resistencia que luche por no perder el auténtico conocimiento? Si estás leyendo estas páginas, significa que ya eres parte de la nueva guerrilla contra la aniquilación intelectual, contra el Fahrenheit de nuestros días. ¡Vivan los libros impresos!

Pedro Baños, El dominio mental. La geopolítica de la mente, Cap. 1.

La guerra de la percepción y la percepción de la guerra

La comunicación estratégica es un excelente medio para conseguir y mantener los objetivos geopolíticos y de seguridad nacional, pues, en definitiva, no tiene más finalidad que la preservación de estos intereses nacionales. Además, en el escenario de la comunicación, se debe hacer frente a un adversario asimétrico, cada vez más versado en estas artes y confiado en que puede conseguir sus propósitos a través de este medio, el único que le queda tras estarle vedada la victoria militar.

No es exagerado añadir que los conflictos modernos se deciden más en los escenarios de opinión que en el campo de batalla, en donde los ejércitos, por primera vez en la historia, se ven imposibilitados para emplear todos sus recursos bélicos. A veces es mejor finalizar un conflicto con una buena imagen que con una victoria dudosa, tanto para el pueblo como para la moral de las tropas, al igual que para la durabilidad de los resultados obtenidos. No debemos olvidar que, si no se consigue el apoyo del pueblo, es posible que el adversario termine por conquistarlo, en un ambiente social en el que tiene más impacto una imagen que el más potente de los proyectiles.

Ciertamente, no se trata de quién ha ganado o perdido, sino de quién se considera que ha salido victorioso, pues es más una cuestión de percepción que de realidad. En los actuales enfrentamientos asimétricos, los hechos pueden resultar muy engañosos y difíciles de identificar. Aunque parezca grotesco, lo más rentable es ganar mediáticamente el conflicto, aunque militarmente se pierda. Es fundamental realizar todos los esfuerzos por vencer en la guerra de la comunicación, pues, de lo contrario, todas las energías gastadas habrán sido en balde o, lo que es incluso peor, se estará dejando la puerta abierta para que sea el adversario quien juegue sus cartas comunicativas y termine ganando la partida.

Por ello es clave diseñar operaciones basadas en los afectos, que busquen un resultado mediático y transmitan una narrativa más allá de los meros efectos físicos y cinéticos.

Pedro Baños, El Dominio Mundial Ed. Ariel.

Geopolítica cultural

Durante la Guerra Fría, para las dos superpotencias del momento, la cultura se convirtió en un arma de guerra. La Casa Blanca invirtió ingentes cantidades de recursos en un programa secreto de propaganda cultural destinado a que la intelectualidad de Europa occidental abandonase la fascinación que sentía tanto por el marxismo como por el comunismo. El programa, capitaneado por la CIA, tuvo como uno de sus ejes principales el Congreso por la Libertad Cultural, a cargo del agente Michael Jonsselson, que lo dirigió entre 1950 y 1967. En su momento de mayor actividad, la operación contó con oficinas en 35 países y un gran número de personas contratadas. Entre sus actividades figuraban la publicación de artículos en más de dos docenas de prestigiosas revistas y la organización de exposiciones artísticas y de conferencias internacionales; además, contaba con su propio servicio de noticias y de artículos de opinión.

Para conseguir sus objetivos, la CIA no dudó en mostrar tolerancia con aquellos que habían estado próximos al fascismo. Una de las consecuencias de este efectivo programa fue el cambio de percepción de los europeos sobre el país que había realizado el mayor esfuerzo para vencer a la Alemania nazi: en unos años se pasó de pensar que había sido principalmente la Unión Soviética (el 57 % de los encuestados, en mayo de 1945) a considerar que había sido Estados Unidos (el 58 %, en 2004), según varias encuestas realizadas en Francia de forma periódica.

Pero quizá el mayor éxito de la mencionada «Guerra Fría cultural» consistió en presentar el cruel bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki como un episodio bélico normal. Tanto ha sido así que la celebración anual de estas masacres, el 6 y 9 de agosto, tiene una cobertura mediática insignificante.

Pedro Baños, El Dominio Mundial, Ed. Ariel.

La guerra, al margen de las voluntades.

Para algunos países, fuertemente deficitarios en recursos, su obtención ha sido siempre una obsesión, ya que está en juego su supervivencia. En Días de infamia, Michael Coffey apunta que, entre los principales motivos por los que Hitler decidió invadir la Unión Soviética, se encontraba su deseo de capturar las tierras ricas en petróleo y las vastas llanuras productoras de cereales, para alimentar su maquinaria de guerra y a sus soldados. Asimismo, los estrategas de la Alemania nazi centraron sus esfuerzos no solo en reunir a todos los pueblos de habla germana bajo un único techo político, sino también en controlar «los graneros» de Ucrania, así como otros territorios eslavos.

Un caso paradigmático es Japón. La carencia de todo tipo de recursos, junto con una superpoblación, fue el impulsor que llevó a los dirigentes nipones a ocupar primero China y Corea, y posteriormente entrar en la Segunda Guerra Mundial. El país se vio forzado a recurrir a la guerra por no ser autosuficiente en alimentos para sus 60 millones de habitantes, ni en materias primas para su industria. Ello llevó al primer ministro Hideki Tojo a adoptar la decisión de establecer el control de los recursos de los territorios adyacentes y acabar con cualquier nación que se opusiera. De este modo, la estrategia japonesa en el Pacífico consistió en asegurarse el acceso a regiones que pudieran alimentar a su gente y su industria, y derrotar a quien se interpusiese.

En 1939 Tokio había puesto los ojos en Malasia, país al que consideraba básico para su proyecto de imperio, pues proporcionaba el 38 % de la producción mundial de caucho y el 58 % de la de estaño. Esto suponía un enfrentamiento con Londres, que también consideraba a Malasia una pieza clave. Por otro lado, Estados Unidos era considerado como una amenaza por varias razones: por su presencia en Filipinas, su estrecha relación con el presidente chino Chiang Kai-shek y la probabilidad de que actuara en protección de los intereses de otros países occidentales en la región.

Los estrategas estadounidenses enseguida se dieron cuenta de esta vulnerabilidad de Japón en energía, alimentos y otras materias primas, por lo que el presidente Roosevelt, antes de que Japón atacara Pearl Harbor y entrara oficialmente en liza contra los norteamericanos, ya había declarado la guerra económica a Tokio, al congelar los saldos y créditos japoneses en Estados Unidos y prohibir la exportación a Japón de carburantes, herramientas y repuestos para aviones.

Hacia 1950, los estadounidenses estimaban que Japón sucumbiría si no tenía acceso al caucho, el estaño y el petróleo de Malasia e Indonesia, así como a las importaciones de arroz de Birmania y Tailandia. Sin duda, esta situación de carestía de recursos sigue prevaleciendo, pues Japón es una potencia industrial marítima cuya supervivencia depende casi de forma exclusiva de la importación de materias primas.

Otra muestra de la importancia de ciertos recursos la aportan los cables desvelados por WikiLeaks, en los que se muestra que las áreas de interés prioritario para Estados Unidos son tanto las minas de minerales estratégicos (uranio, níquel, estaño, paladio, manganeso, germanio, grafito, cobalto, bauxita, cromita, colombio, tierras raras…) como los suministradores de hidrocarburos y los oleoductos y gaseoductos. Y lo mismo se puede decir con respecto al continente africano, pues en el caso concreto del Sahel confluyen intereses de las potencias occidentales, especialmente de la Unión Europea, y sobre todo Francia, por los yacimientos de uranio, gas natural y petróleo que abundan en la región.

Pedro Baños, El dominio mundial, Ed. Ariel.

Diplomacia

Diplomacia remite a la antigua Grecia, concretamente a la palabra diploun («doblado en dos»), empleada para hacer referencia a los diplomas (διπλομα), un tipo de documento oficial —una especie de carta— utilizado por los enviados de una autoridad para garantizar su seguridad durante los viajes. Esta carta tenía como característica que estaba doblada y sellada de una manera específica, de modo que solo pudiera ser abierta por el destinatario, normalmente otra autoridad política. De esta forma, el portador del diploma se convirtió en un diplomático. El término diploun pasó al latín como diploma y, siglos después, se transformaría en diplomatie (en francés) y diplomacy (en inglés).

Poco a poco, el contenido de la palabra diplomacia fue ampliándose para incluir los documentos con los que se relacionaban las cancillerías e incluso el archivo y la conservación de documentación oficial. A partir de principios del siglo XVI se empezó a emplear el término diplomático para hacer mención a la codificación de la escritura que se usaba para validar los diplomas emitidos por las autoridades eclesiásticas.

Se considera que la primera escuela diplomática fue creada en 1701 en la Santa Sede, por iniciativa del papa Clemente XI, a la que se dio el nombre de Academia de Nobles Eclesiásticos. Esto hace que el Vaticano disponga no solo del archivo más extenso y mejor conservado de asuntos diplomáticos del mundo, sino que además acumule una experiencia valiosísima para el ejercicio de su influencia, que practica en todos los rincones del planeta, con el apoyo de su extraordinariamente eficaz servicio de inteligencia.

Pero no será hasta finales del siglo XVIII cuando se comience a usar el término diplomacia en el sentido actual, de gestión de las relaciones y las negociaciones entre naciones por parte de funcionarios gubernamentales en representación de un Estado. En este momento, Edward Burke, un parlamentario británico, propuso que diplomacia sustituyera a negociación, utilizada hasta entonces con el mismo fin.

A partir de esos años, la diplomacia se convirtió en un coto de aristócratas, y la burguesía solo pudo acceder a ella entrado ya el siglo XIX. A pesar de esta limitada apertura, los diplomáticos se erigieron en una casta, convencidos de ser los únicos que podían tratar temas que afectaban a la supervivencia del Estado, y llegaron al autoconvencimiento de pertenecer a la más relevante institución estatal. En los tensos momentos vividos en la política internacional durante los turbulentos años del siglo XX, la diplomacia se convirtió en el instrumento con el que los países más poderosos efectuaban una «guerra pacífica», y así se consolidó la idea entre los diplomáticos de que eran el principal pilar del país.

Un buen servicio diplomático otorga a cualquier país una gran ventaja. Una de las claves de la seguridad nacional es conseguir una positiva influencia en el mundo, es decir, disponer de una buena imagen que favorezca los intereses del país, empezando por los económicos. Este influjo permite seducir y atraer a otras naciones y ciudadanos afines, así como disuadir a los posibles adversarios.

La diplomacia consigue actuar también de forma eficaz en el seno de las organizaciones internacionales en las que se gestan las decisiones mundiales, sean de índole económica, geopolítica o militar. Como decía François de Callières, diplomático al servicio de Luis XIV, en De la manière de négocier avec les souverains: «La fortuna de los más grandes Estados depende a menudo de la buena o mala conducta y del grado de capacidad de los negociadores que emplea».

La diplomacia bien ejercida puede conseguir lo que con la fuerza no se lograría. Puede doblegar voluntades obcecadas y abrir puertas que estaban sólidamente cerradas. Su capacidad para influir en el contexto mundial y prolongar el poder nacional hace que todos los países procuren contar con un buen servicio diplomático. La nación que se equivoque en los procesos de selección de los diplomáticos y sus equipos, o que no preste la debida atención a este pilar del Estado, debe ser consciente de que se encuentra en clara desventaja frente a países que llevan siglos haciendo grandes esfuerzos para dotarse de una diplomacia vigorosa, dinámica y eficaz, por lo que todos los intentos para conseguir los objetivos nacionales pueden verse truncados, aun cuando disponga de otros atributos con que podría obtenerlos.

Una diplomacia deficiente es incapaz de evitar una guerra, cuyos resultados son siempre inciertos. Con gran amargura, el canciller alemán Bernhard von Bülow (1849-1929) comentaba que «si en el aciago verano de 1914 no hubiesen perdido la cabeza los diplomáticos de todas las grandes potencias, se hubiera podido evitar la catástrofe más espantosa que han visto los siglos, la Primera Guerra Mundial».

Pedro Baños, El Dominio Mundial, Ed. Ariel.